Espiral

Paul McEuen

Fragmento

cap-1

Océano Pacífico,
marzo de 1946

Liam Connor, de pie en el puente del USS North Dakota, contempló el mar con los prismáticos y se sintió aturdido. La verdad estaba clara, la verdad que veía a través de las lentes: cuatro marineros norteamericanos en el bote salvavidas de color rojo brillante, todos jóvenes y con vida, ninguno mayor que él.

—¡Den media vuelta! —ordenó el capitán del destructor a través del megáfono.

—¡No pueden hacernos esto! —gritó uno de los estadounidenses—. ¡Tengo un hijo y no lo he visto nunca!

Se había quitado la camiseta y la agitaba frenéticamente en el aire, como un pájaro blanco aleteando sobre el azul del mar. Dos de los marineros seguían remando.

—¡Den media vuelta! ¡Ya!

Los Oerlikon de veinte milímetros situados en el puente dispararon una atronadora ráfaga de advertencia que trazó una línea de salpicaduras entre el destructor y el bote. Los hombres quedaron momentáneamente ocultos tras una cortina de agua.

Los rociones desaparecieron, y la superficie del mar se alisó. El marinero alto empezó a saltar agitando su maldita camiseta blanca, amenazando con volcar la pequeña embarcación.

—¡Dejen de disparar! —gritó—. ¡No estamos enfermos!

—Miente —dijo Willoughby, el general del ejército. Se hallaba en la cubierta, a pocos metros de Liam, mirando con sus propios prismáticos, con los labios tensos y los dientes apretados—. No hay más que ver cómo se mueve, es incapaz de estarse quieto.

En el puente de mando, el capitán del North Dakota levantó el megáfono.

—¡Den media vuelta! ¡Es el último aviso!

Una nueva ráfaga, y el bote salvavidas volvió a desaparecer tras una cortina de rociones. En esta ocasión las balas cayeron tan cerca que los marineros quedaron empapados. Connor vio que el miedo se pegaba a sus caras igual que las gotas de agua. Si el artillero levantaba ligeramente la mira, les harían pedazos.

El líder de los marineros se sentó en la borda, con la camiseta colgando de sus manos. El bote flotó a la deriva en las aguas tranquilas, moviéndose en círculos, mientras sus cuatro ocupantes discutían; sus palabras se las llevaban las olas. El más alto señalaba el destructor y meneaba la cabeza. «No tenemos otra salida», se pudo leer en sus labios.

—¡Esos estúpidos cabrones vienen hacia aquí! —exclamó Willoughby.

El marinero alto se puso de pie en la proa del bote, sujetando su camiseta en alto.

—¡Vamos! —gritó a sus compañeros, y ellos hundieron los remos en el agua con todas sus energías.

El capitán del North Dakota permaneció de pie con el megáfono colgado del hombro.

Asintió con un ligero movimiento de cabeza.

En cuestión de segundos dos Oerlikon abrieron fuego a la vez, y el mar pareció entrar en ebullición. El bote salvavidas se desintegró dejando un montón de astillas y tablones rotos. Los hombres y la embarcación desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. No quedó nada, salvo una llovizna y una mancha de escombros en el agua.

Liam vio que algo se movía en la superficie. Al principio creyó que se trataba de un pez agonizante. Pero no era un pez. Era un brazo, seccionado a la altura del hombro.

Se inclinó por la borda y vomitó.

Liam Connor llevaba cuatro años en el ejército británico, pero nunca había visto morir a nadie de ese modo. Liam era un hombre bajo, de apenas metro setenta, pero fibroso, duro y decidido. Era irlandés; tenía el cabello de un rubio cobrizo y la tez pálida y salpicada de pecas. Era tenaz, con una mente precoz y brillante, y unos pies veloces. Ingresó en la Universidad de Cork a los catorce años y enseguida demostró ser un prodigio en biología. Estaba preparando su doctorado cuando estalló la guerra. También era capaz de correr mil seiscientos metros en cuatro minutos y quince segundos, lo cual lo convertía en el tercer hombre más veloz de Irlanda. Tenía el grado de teniente, pero el ejército británico lo valoraba más como científico que como carne de cañón. Apenas tenía veintidós años y ya había pasado los últimos cuatro en Porton Down, en el condado de Wiltshire, al sudoeste de Inglaterra, en el centro de investigación del ejército para armas químicas y bacteriológicas. Su especialidad eran los hongos saprobios, que se alimentan de la carroña.

Era científico, y nunca había visto a un hombre morir de esa manera, a manos de sus compañeros de armas.

Cuarenta y ocho horas antes se encontraba en Alemania, en una fábrica de productos químicos de las afueras de Munich. Eran las últimas semanas de su servicio militar y formaba parte de un equipo aliado que realizaba una investigación sobre lo que quedaba del programa de armas químicas y bacteriológicas de los nazis. Esperaba marcharse del país en pocos días y volver a Inglaterra para, desde allí, regresar a Irlanda y reunirse con su esposa, Edith. Llevaban casi tres años casados, pero durante todo ese tiempo apenas habían pasado más de diez días juntos. La echaba tanto de menos como a la propia Irlanda.

Sin embargo, treinta y seis horas atrás, sus planes habían cambiado drásticamente cuando lo llevaron al aeropuerto de Munich y lo metieron sin la menor explicación en un avión de transporte. Después de coger cuatro vuelos, se encontró al otro lado del mundo, sobrevolando una flotilla de barcos de la armada de Estados Unidos que navegaba por el Pacífico. Entonces, le colocaron un paracaídas y le ordenaron que saltara. El primer salto de su vida. Momentos después lo pescaron del agua y lo llevaron a bordo del North Dakota, justo a tiempo de que pudiera presenciar la matanza de los cuatro marineros.

Durante todo el viaje no había dejado de preguntarse por qué habían escogido a un simple teniente y le habían hecho dar la vuelta al mundo, pero en esos momentos empezaba a comprenderlo. En Porton habían pasado meses preparándose para lo que todos consideraban inevitable: que los nazis recurrieran a su arsenal de armas bacteriológicas. Después de todo, los alemanes habían sido los primeros en utilizar gas venenoso durante la Primera Guerra Mundial. En Porton eran pocos los que dudaban de que esta vez serían los nazis quienes las usarían. Sin embargo, se equivocaban; fueron los japoneses.

El enlace de Liam a bordo del North Dakota era el comandante Andy Scilla, un microbiólogo desgarbado oriundo de Mississippi que había estudiado en Harvard pero que todavía conservaba el acento de su tierra natal. Scilla provenía de Camp Detrick, en Maryland, el centro de investigación de armas químicas y bacteriológicas del ejército de Estados Unidos, el equivalente norteamericano de Porton Down.

«Seré tu compañero mientras estés aquí», le dijo arrastrando las palabras hasta el punto de que a Liam le costó entenderlo. De todas maneras, se acostumbró e incluso acabó gustándole; le recordaba a los paletos de su tierra natal.

A su llegada, Liam pasó la primera hora con Scilla en un pequeño camarote situado tres puertas más allá de la sala de radio. Según el norteamericano, allí guardaban los expedientes médicos de los hombres del barco infectado —el USS Vanguard—, junto con toda una serie de informes que habían sustraído en Tokio, en los que se hallaban antecedentes de lo que estaba sucediendo. Los tenían bajo llave en diversos armarios metálicos para mantenerlos lejos de la omnipresente agua de mar. El microbiólogo le hizo un breve resumen de la situación.

—Hace cinco días, el Vanguard, el barco de cuya tripulación formaban parte esos marineros, captó una llamada de socorro de un submarino japonés, el I-17. Nadie le encontró explicación. ¡Por Dios, hace seis meses que la guerra ha terminado! ¿Dónde demonios se había escondido ese submarino durante todo ese tiempo?

»Cuando el Vanguard llegó hasta el submarino lo halló inmóvil en el agua. Intentó establecer contacto por radio, pero sin resultado. Nada de nada. A pesar de todo, vieron que en la proa del barco había un soldado japonés, solo, sentado allí. Le gritaron, pero no movió ni un músculo. Fue entonces cuando los nuestros decidieron enviar una patrulla de reconocimiento.

»Se encontraron con un panorama aterrador. Toda la tripulación, un centenar de hombres, tenían la barriga abierta, como peces destripados. Parecía como si se hubieran hecho el haraquiri en masa. Todos, salvo el solitario soldado de la proa. Estaba sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta, mirando al frente igual que una estatua. Parecía catatónico. El jefe de la patrulla de reconocimiento, un contramaestre llamado Maddox, pensó que se hallaba bajo el efecto de un shock traumático. Pero no era así. En absoluto. El japonés esperó a que se hubieran acercado y entonces se abrió el vientre, se metió una granada en los intestinos y voló en pedazos.

—¿Suicidio? —preguntó Liam sabiendo que los japoneses tenían un código de honor muy estricto y que, para ellos, la rendición constituía un pecado mortal.

—No exactamente, pero tardamos un poco en comprender el motivo. ¿Por qué volar por los aires cuando el enemigo está ahí? Si hubiera sido un kamikaze se habría lanzado contra la patrulla de abordaje granada en mano. Además, en el submarino había armas y munición suficiente para que hubiera podido cargarse a varios de los nuestros.

»Nadie le encontró explicación hasta que hubieron pasado doce horas. La clave estaba en la patrulla de abordaje, en los marineros que habían estado cerca de aquel cabrón cuando se hizo picadillo. El jefe de la patrulla, Maddox, se llevó un buen golpe en la cabeza. Se despertó dos horas más tarde en la enfermería del Vanguard y preguntó por sus hombres. Todos estaban más o menos bien, pero ocho horas más tarde, en la cama contigua a la de Maddox, un tal Smithson comenzó a mostrar síntomas extraños: le bajó la temperatura corporal y desprendía un olor desagradable. Una hora después se puso a rascarse con tal frenesí que hubo que atarlo a la cama. Empezó a hablar de forma incoherente y agresiva. Veinte horas más tarde, Maddox estaba igual; aseguraba que tenía la barriga llena de serpientes de hierro que le devoraban las tripas. A partir de esos dos casos, la epidemia se propagó por todo el barco.

Liam lo había comprendido.

—Claro, ese japo fue el vector, una bomba bacteriológica.

—Así es.

—¿Y el resto de la patrulla de abordaje?

—Maddox murió. Consiguió soltarse, cogió un cuchillo y se apuñaló hasta morir. Lo hizo hasta desangrarse. El médico del Vanguard contó más de veintidós heridas de arma blanca. Smithson sigue con vida, pero se arrancó la lengua de un mordisco y la escupió al suelo mientras reía como un histérico. Los informes dicen que aquello se convirtió en una pesadilla. Uno o dos días después de haberse infectado, los hombres empezaron a perder la cabeza. Enloquecieron y actuaban con violencia. Un tipo que parecía completamente normal se encerró de repente en la cocina con cuatro marineros; luego les disparó en el estómago y les aplastó el cráneo a patadas. Cuando unos marineros lograron entrar, vieron que era imposible reducirlo y tuvieron que meterle una bala entre los ojos. Todo el mundo está paranoico. En cuanto alguien muestra el menor síntoma, lo atan. Se han quedado sin camas y están atando a los hombres a sus literas, a las tuberías del barco, a lo que sea.

—¡Santo Dios! ¿Cuántos infectados hay?

—Ciento ochenta y ocho —repuso Scilla—. Treinta y dos de ellos han muerto, y siguen muriendo conforme pasan las horas.

—¿Cuál es el cuadro clínico?

—Su temperatura corporal baja un par de grados.

—¿Y huelen mal? Antes has dicho algo sobre un olor desagradable.

—Sí, como agrio.

—¿A amoníaco? ¿Parecido a la orina?

—Eso es.

—Te diré lo que creo —dijo Connor—. Parece una intoxicación de micotoxinas. Puede que de Claviceps purpurea, también conocido como «cornezuelo del centeno»; o quizá de alguna de las variedades de Fusarium.

Scilla asintió.

—Por eso has venido. Aquí somos todos bacteriólogos, pero nadie tiene experiencia con hongos, así que llamamos a Porton y ellos te enviaron.

—¿Algo más? ¿Otros síntomas físicos?

—Algunos hombres presentan espirales de crecimiento en la boca.

—¿De un color blanquecino, como azúcar de algodón?

—Así es precisamente como lo describieron.

—¿Cuántos hombres no presentan todavía síntomas?

—En estos momentos, menos de cuarenta.

Liam intentó asimilar toda aquella información. Nunca había oído hablar de una intoxicación de tal virulencia. ¡Todo un barco en cuatro días!

Scilla cogió un sobre grueso de papel marrón y lo dejó encima de la mesa. Llevaba estampado un gran sello donde se leía ALTO SECRETO.

—Lee esto. Estaré en la sala de oficiales cuando hayas terminado.

Liam lo leyó. Dentro del sobre había un informe de doce páginas escrito por el Cuerpo de Armas Químicas del ejército de Estados Unidos y firmado por el general William N. Porter. El título era sencillo: «Resumen de la declaración de Hitoshi Kitano, Unidad 731». La fecha era el 2 de marzo de 1946. Liam nunca había oído hablar de Kitano, pero sí le habían llegado rumores de la Unidad 731.

El informe empezaba con una breve biografía de Kitano. Había sido oficial del Ejército de Kwantung, las fuerzas japonesas que habían ocupado el norte de China. Tenía veintiún años. Su tío había sido un famoso teniente coronel muerto en Filipinas en 1944. Tanto su padre como su madre habían fallecido en el bombardeo atómico de Nagasaki. Durante los dos últimos años de la guerra, Kitano estuvo destinado en el destacamento de armas biológicas conocido como Unidad 731, con sede en Harbin, a unos cientos de kilómetros de Pekín. Poco antes de que finalizara la guerra regresó a Japón. Los ingleses lo capturaron en Hirado, no lejos de Nagasaki.

A partir de ahí, el informe se centraba en las actividades de Kitano y de la Unidad 731. El nombre oficial de dicha unidad era el de Departamento de Prevención Epidémica y Depuración de Agua del Ejército de Kwantung, pero su verdadera misión consistía en desarrollar armas para la guerra bacteriológica. Según la declaración de Kitano, la Unidad 731 se formó a mediados de los años treinta y fue impulsada por un general japonés llamado Shiro Ishii. Ese oficial, de una rudeza y agresividad inusuales para los patrones japoneses, era también muy brillante y había logrado convencer a la cúpula militar de su país de que solo sería posible alcanzar la victoria si desarrollaban nuevas armas biológicas.

La Unidad 731 se convirtió en un gigantesco conglomerado, la versión japonesa del Proyecto Manhattan, que se dedicó a investigar todos y cada uno de los distintos aspectos de las armas bacteriológicas; miles de científicos, ciento cincuenta edificios agrupados en un perímetro de seis kilómetros, todos dedicados al desarrollo y perfeccionamiento de armas biológicas. Habían recogido patógenos por todo el mundo, los habían probado y los habían refinado hasta obtener de ellos las variedades más letales. En comparación, los trabajos de los Aliados en Porton Down y Camp Detrick parecían un juego de aficionados.

Según Kitano, también habían hecho pruebas de campo con las armas más prometedoras. En Baoshán, en el sur de China, los japoneses habían realizado ensayos con bombas-gusano. Se trataba de recipientes de cerámica que se lanzaban desde aviones a baja altura y que se rompían al chocar contra el suelo, esparciendo una emulsión gelatinosa impregnada de bacterias del cólera y moscas vivas. Estas sobrevivían al impacto gracias a la gelatina y esparcían la enfermedad al entrar en contacto con seres humanos, animales y utensilios de cocina. Kitano había declarado que, antes del ataque, el cólera era prácticamente desconocido en la provincia de Yunnan, pero que, un mes después, ya se habían registrado casos en sesenta y seis municipios. Dos meses más tarde, los muertos por cólera ascendían a doscientos mil. Y todo con unas cuantas bombas llenas de gelatina y moscas, que podía transportar fácilmente un solo avión.

Liam estaba perplejo. Los británicos habían realizado pruebas con ántrax en la isla de Gruinard, frente a la costa de Escocia, atando unas cuantas ovejas y diseminando la infección. Si aquello les había parecido que estaba en el límite de lo aceptable, ¿qué pensarían de hacer algo semejante con seres humanos, con ciudades enteras, y matar a miles de inocentes? Se trataba de una auténtica aberración y sin duda del programa de armas biológicas más espeluznante de la historia de la humanidad.

Un enfermero que llevaba una bandeja con pastillas apareció junto a la puerta.

—¿Qué es eso? —preguntó Liam.

—Penicilina —contestó el enfermero—. Por si la infección se propaga hasta aquí.

—La penicilina no servirá. Se trata de hongos, no de una epidemia bacteriana.

El enfermero se encogió de hombros.

—Yo me limito a obedecer órdenes. Toda la tripulación debe tomarse una píldora cada ocho horas. ¿La quiere o no?

Liam la rechazó. No serviría de nada. La maravilla de Fleming era inútil para evitar una infección de hongos.

El enfermero se fue, y él continuó leyendo. Las últimas diez páginas estaban dedicadas al principal hallazgo de la Unidad 731, un hongo patógeno al que habían bautizado «Uzumaki». Traducido: «Espiral». Según Kitano, se trataba del arma del Apocalipsis y solo debía utilizarse si los norteamericanos se disponían a poner pie en las islas principales de Japón. Kitano había sido el responsable de probar el Uzumaki con seres humanos. El hongo era particularmente virulento y se transmitía por el aliento, la saliva, los fluidos intestinales y las heces.

Kitano decía que la última versión del Uzumaki se guardaba en siete recipientes cilíndricos de bronce que a su vez se encontraban en una caja sellada de madera de ciprés. Un cilindro para cada uno de los Tokko elegidos. Cuando llegara la orden, los miembros de esta tropa de élite suicida embarcarían en sus respectivos submarinos hacia su fatal destino. Allí ingerirían el Uzumaki e infectarían a todos los que entraran en contacto con ellos.

La última parte del informe era una evaluación de la verosimilitud de la declaración de Kitano. Los primeros informes sobre los trabajos de los japoneses en el desarrollo de armas biológicas en Manchuria se remontaban a 1943. El testimonio de Kitano encajaba con las descripciones de la Unidad 731 que habían empezado a llegar de China. La confesión de Shiro Ishii confirmaba las palabras de su subordinado. El general japonés seguía con vida y en libertad mientras negociaba con los norteamericanos, a los que había ofrecido los archivos de la Unidad 731 a cambio de inmunidad por crímenes de guerra. Ishii ignoraba que Kitano hubiera caído en manos aliadas, pero los relatos de ambos no se contradecían mutuamente. El informe concluía que, desde un punto de vista global, la probabilidad de que Kitano estuviera diciendo la verdad era muy alta.

Cuando Scilla regresó, Liam estaba tan impresionado que apenas podía hablar.

—¿Se han localizado alguno de los otros seis submarinos o los otros cilindros?

Scilla negó con la cabeza.

—No. La verdad es que nadie dio demasiado crédito a esta historia hasta que ocurrió lo del Vanguard y encontramos a ese Seigo Mori sentado en el puente del sumergible.

—¿Cómo sabéis su nombre?

—Por Kitano. Yo mismo lo interrogué ayer.

—Un momento... ¿Kitano está a bordo del North Dakota?

Scilla asintió.

—A Willoughby le gusta tenerlo cerca. Kitano nos dijo que a Mori lo seleccionaron en la Universidad de Tokio y que lo adiestraron para que se convirtiera en un torpedo humano, en un kamikaze; pero luego cambiaron de planes y lo enviaron a Harbin, a la Unidad 731, y lo dejaron en manos de ese psicópata de Ishii. Por aquel entonces tenía diecinueve años.

—Pero ¿qué sentido tiene atacar ahora, cuando la guerra ya ha terminado?

—Puede que no supieran que había acabado. Creemos que el submarino tuvo problemas mecánicos o quizá se quedó sin combustible. Kitano dice que se dirigía a la costa oeste de Estados Unidos, cerca del límite entre Washington y Oregón. Mori debía inmolarse en alguno de los centros de suministro de agua. Piénsalo, Connor, en lugar de un barco lleno de Uzumaki, tendríamos toda una ciudad o puede que incluso todo el maldito país.

Scilla acompañó a Liam a la sala de oficiales. Había cuatro hombres dentro: el capitán del North Dakota, el almirante Seymour Arvo; el general Charles Willoughby y otros dos hombres a los que Liam no había visto antes. Willoughby, que tenía un aspecto cadavérico y a quien MacArthur llamaba «mi mascota fascista», dirigía la sesión.

Liam pensó que los otros dos hombres le resultaban familiares, pero le costó identificarlos a la primera. Entonces cayó en la cuenta de que el del rostro alargado y facciones elegantes era J. Robert Oppenheimer. El otro, de nariz bulbosa y ojos saltones, era Hans Bethe. Ambos eran los dos científicos más importantes que tenían los norteamericanos, y habían sido los hombres clave del Proyecto Manhattan.

Estaban todos reunidos alrededor de una mesa llena de papeles aparentemente desordenados. Liam se fijó en que muchos de ellos estaban plagados de cálculos y ecuaciones. Tenía los suficientes conocimientos de física para reconocer una ecuación de Bernoulli. En otro había un diagrama de lo que parecía una onda de choque.

Oppenheimer levantó la vista.

—¿Es este nuestro experto en hongos?

—Sí, señor —repuso Scilla—. El teniente Liam Connor, de Porton Down.

—Dígame, Connor —preguntó el hombre elegante—, ¿qué temperatura máxima puede soportar una espora de hongo y seguir activa?

—Depende del tiempo de exposición a dicha temperatura —respondió Connor.

—Digamos que una fracción de segundo.

—Yo diría que unos cien grados.

—¿Cien grados? ¿Está seguro?

—No, no estoy seguro. Podría ser más. ¿Por qué?

—¿Y qué pasaría con una onda de choque, una que tuviera una aceleración digamos que de treinta G? —intervino Bethe. Su acento era marcadamente alemán.

—Seguramente daría igual. No afectaría a la espora en absoluto.

—¿Y qué pasaría con la radiación, los rayos gamma, por ejemplo?

De pronto, Liam comprendió lo que estaban planeando.

—¿Pretenden volar el Vanguard con una bomba nuclear?

—Sí, a menos que tenga usted una idea mejor —repuso Oppenheimer.

Hitoshi Kitano estaba encerrado en un pequeño camarote que normalmente formaba parte de las dependencias de los oficiales. Dos marineros montaban guardia en el exterior. Liam llegó acompañado por uno de los ayudantes de Willoughby, un comandante llamado Anderson. No decía gran cosa, pero prestaba mucha atención y lo anotaba todo en una pequeña libreta roja.

Liam tenía los nervios de punta. Durante más de una hora Oppenheimer y Bethe lo habían acribillado con preguntas acerca de hongos y esporas, intentando averiguar si un artefacto nuclear sería capaz de acabar con el Uzumaki o si por el contrario lanzaría sus esporas a la atmósfera superior, donde las corrientes de aire se encargarían de diseminarlas por todo el planeta. Las mayores probabilidades estaban del lado de la destrucción, pero el veredicto final seguía pendiente. Por su parte, él les había advertido del peligro que suponía no hacer nada. Si, tal como sospechaba, el principal causante era un hongo de la especie Fusarium, había bastantes posibilidades de que se extendiera por todo el mundo sin necesidad de una explosión nuclear. Había muchos tipos de Fusarium que podían crecer en los intestinos de las aves migratorias. Un pájaro podía infectarse y a los pocos días hallarse a miles de kilómetros de distancia. Además, las plumas de los pájaros suponían un gran riesgo porque eran ideales para transportar esporas.

Kitano se puso en pie cuando entró Liam. Se le veía muy delgado. La ropa le colgaba, y la piel parecía tensarse sobre sus facciones angulosas. Estaba esposado y tenía la mejilla derecha visiblemente hinchada. Scilla le había explicado que el japonés tenía infección en una muela, pero que había rechazado cualquier medicamento; sin embargo, por fin había accedido a que se la arrancasen, pero solo si no utilizaban anestesia. El médico de a bordo comentó que ni siquiera parpadeó cuando se la extirpó.

Se presentaron cortésmente. Kitano hablaba inglés con un marcado acento, pero resultaba claro y perfectamente inteligible. A continuación se sentó con la espalda muy recta. A pesar de que era de su misma edad, a Liam le pareció mucho más viejo. Si bien al principio le costó definir el motivo, luego lo comprendió: eran sus ojos; parecían muertos.

Tenía diversas preguntas que hacerle, pero la más importante era de qué modo pensaban defenderse los japoneses de las inevitables consecuencias que tendrían las misiones de los Tokko. Las armas biológicas resultaban notablemente difíciles de controlar, y a Liam le parecía inconcebible que los japoneses estuvieran dispuestos a utilizar una toxina tan virulenta como el Uzumaki sin contar con una manera de proteger a su propia población. Quizá se trataba de un hongo local; en tal caso, los isleños habrían desarrollado una inmunidad natural o tal vez dispondrían de algún tipo de remedio ancestral. También cabía la posibilidad de que los científicos de la Unidad 731 hubieran ideado un antídoto. Liam sabía que no existían buenos fungicidas, pero que si alguien estaba dispuesto a matar en masa lo lógico era que antes hubiera desarrollado uno. Se infectaba a un prisionero y se ensayaba un remedio. Si el prisionero moría, se intentaba con otro. Si la Unidad 731 había puesto en marcha un programa como aquel, Liam estaba seguro de que Kitano conocería los pormenores.

—Soy científico, micólogo —declaró—. Estudio los hongos en sus distintas variedades.

Kitano asintió.

—Mi padre también era científico, ornitólogo. Principalmente se dedicaba al estudio de las urracas, pero también tenía palomas. Mi madre decía que amaba más a sus pájaros que a ella.

—Lo entiendo, mi mujer me dice algo parecido con respecto a los hongos.

Kitano sonrió levemente.

—Me han dicho que sus padres murieron en Nagasaki —prosiguió Liam—. Lo siento.

—Mucha gente murió. Tanto en un bando como en el otro. —Kitano ladeó la cabeza igual que un pájaro—. Gracias al profesor Oppenheimer me he enterado de un dato interesante. Nagasaki no era el objetivo original, sino Kokura, pero ese día estaba nublado en Kokura, así que bombardearon Nagasaki.

Liam intentó imaginar qué sentiría él si su familia hubiese muerto por culpa de un simple cambio meteorológico. La guerra era una larga serie de desastres aleatorios. Decidió ir al grano.

—En la Unidad 731 usted trabajó en el Uzumaki. ¿Cómo crearon la toxina definitiva?

—No soy biólogo. Soy ingeniero. Me encargaba de supervisar los ensayos. Por lo que sé, creo que combinaban rasgos diferentes. Sabían cómo alterar las características de los hongos y hacer que adoptaran las propiedades de otros distintos. Creo que combinaban las esporas con ciertos productos químicos, pero desconozco cuáles eran.

—¿Trabajaban con ácidos? ¿Con bases?

—No lo sé.

—¿Utilizaba usted guantes?

—Sí, guantes de goma. Y cuando lo convertimos en aéreo, también máscaras.

—¿Cómo lograron eso?

—Inyectábamos variantes del Uzumaki en los maruta y esperábamos a que se volviesen locos.

—¿Los maruta?

—Los prisioneros eran maruta, troncos.

—¿Troncos? No lo entiendo.

—Oficialmente, la Unidad 731 era un aserradero. Cortábamos troncos. Podíamos disponer de tantos troncos como quisiéramos. Bastaba con rellenar un impreso.

Liam intentó reprimir el desprecio que sentía ante el hombre que tenía delante. La burocracia del genocidio. No se diferenciaba demasiado de los campos de exterminio alemanes ni de los experimentos del doctor Mengele, donde la gente se convertía en simples pedazos de carne listos para ser manipulados, torturados y desechados igual que ratas.

—Después de infectarlos, les hacíamos respirar sobre un portaobjetos —prosiguió Kitano—. Luego, los científicos cultivaban las esporas de esos portaobjetos. Tuvieron que hacer muchos ensayos, pero al fin lo consiguieron y desarrollaron una variante muy infecciosa que podía contagiarse por el aliento. La llamaron «la Madre», «la Madre del Uzumaki».

—¿Cuántos ensayos fueron necesarios?

—Trescientos o cuatrocientos, no lo sé exactamente.

—¿Me está diciendo que mataron a centenares de prisioneros en esas pruebas?

—Para el Uzumaki matamos a ochocientos diecisiete antes de dar con la variante aérea. De todas maneras, había muchos programas parecidos. En total, calculo que cortamos unos diez mil maruta.

—¿Diez mil? ¿Cómo pudo soportarlo? Es inhumano, ¡una monstruosidad!

—Puede, pero a los sujetos de la Unidad 731 se les trataba bien, se les alimentaba bien, no como en los demás campos de prisioneros. Lo habitual era inyectarles el patógeno de forma sistemática, variando las dosis. Luego, observábamos cómo avanzaba en ellos la enfermedad. Era un método muy eficaz. Podíamos cruzar las distintas variantes a placer. Las más virulentas, que habían sido cuidadosamente seleccionadas, las inyectábamos en los prisioneros y después cultivábamos la sangre de los que habían muerto antes. Una vez empezaban a mostrar los primeros síntomas, los monitorizábamos constantemente: temperatura corporal, tensión, tiempos de reacción... A algunos los diseccionábamos.

—Una vez muertos, supongo.

—No, mientras estaban todavía con vida.

Liam no podía ocultar su repugnancia.

—¡En nombre de Dios! ¿Por qué hacían eso?

—Para que los resultados fuesen lo más precisos posible. Los anestésicos introducen cambios bioquímicos y afectan a la sangre y a los órganos, igual que la muerte.

—Era un asesinato. Un asesinato sádico e inhumano.

—Era investigación, señor Connor, una investigación muy importante.

Kitano hablaba como si se estuviera refiriendo a la disección de una rana. Liam respiró hondo y procuró mantener la concentración.

—¿Quiénes eran los sujetos?

—Algunos eran espías; otros, vulgares delincuentes. El resto eran civiles chinos que apresábamos en las calles de las ciudades y en las aldeas. Los soldados entregaban su carga de maruta y volvían a por más.

—Y después, ustedes los mataban.

Kitano sonrió con aire condescendiente.

—Era nuestro trabajo, teniente Connor. Estábamos allí para desarrollar y probar armas nuevas. Los científicos de la Unidad 731 no se diferenciaban de los de ustedes, los que inventaron la bomba atómica. Seigo Mori no era distinto del piloto que lanzó la bomba y destruyó Nagasaki. —Kitano se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas—. Era un buen hombre, señor Connor. Todo el mundo lo apreciaba. Su padre era un obrero fabril que murió cuando él tenía solo tres años. A menudo me contaba historias acerca de su madre y de su hermana mayor, de cómo lo mimaban por ser el único hombre de la casa. Mori anhelaba convertirse en poeta, pero al mismo tiempo estaba dispuesto a morir.

Liam formuló la pregunta que había esperado plantear.

—Pero ustedes seguramente tenían preparado un antídoto para proteger del Uzumaki al pueblo japonés, ¿no es así?

—No.

—Pero si el Uzumaki llegaba a Japón mataría a millones de sus conciudadanos. ¿Cómo podían arriesgarse a eso?

—No teníamos elección. El Uzumaki era nuestro último recurso, el que utilizaríamos cuando no tuviéramos otra salida. Cuando Japón no tuviera nada que perder. El Uzumaki es... ¿Cómo lo llaman ustedes...? «El arma del juicio final.» Una vez puesta en marcha, nada puede detenerla.

Dos marineros que estaban en el puente del North Dakota señalaron hacia el cielo.

Liam siguió la dirección de sus miradas, pero no vio más que un cielo azul. Estaba hablando con Scilla de lo que había sonsacado a Kitano, y este le estaba poniendo al corriente de los últimos acontecimientos en el Vanguard, que no eran buenos. El capitán tenía a toda la tripulación encerrada bajo cubierta para minimizar el riesgo de propagación del Uzumaki, pero un grupo de marineros, sin duda infectados, se habían apoderado de un puñado de armas y estaban atrincherados en uno de los antepuentes. Ya habían matado a otros tres compañeros que habían intentado detenerlos. A Liam lo enfurecía que estuvieran al aire libre. Tarde o temprano, una espora sería arrastrada por las corrientes de aire e infectaría a cualquiera de los otros barcos.

Siguió escrutando el cielo en la dirección señalada por los marineros. Tardó más de un minuto en verlo.

Al principio no era más que un punto negro que se movía lentamente sobre la extensión azul.

—No —dijo Liam—. No, no, no.

Scilla cogió unos prismáticos.

—¡Es un maldito pájaro!

Se encontraban a cientos de millas de tierra y podían pasar días sin ver un ave, pero aquel condenado animal parecía dirigirse directamente hacia ellos.

—¡Vete! —exclamó Liam, sin poder evitarlo—. ¡Lárgate de aquí!

Miró hacia el Vanguard, que se mantenía a una distancia prudente. En el antepuente proseguía el asedio contra los marineros que se habían amotinado y habían salido al exterior. Un grupo de hombres lanzó un asalto desde la parte central del barco, pero fueron rechazados entre disparos y gritos demenciales. Estaban completamente locos.

Scilla seguía observando el pájaro con los prismáticos, hipnotizado.

—¡Sigue volando! —exclamó.

En esos momentos, Liam podía distinguir claramente el ave, las grandes alas y su lento batir. Se iba acercando y acercando; todavía estaba a una altura considerable, pero descendía gradualmente. Liam intentó alejarlo con la fuerza de sus pensamientos.

—Vuela... —susurró—. Vuela...

Pero el pájaro no solo no hizo caso, sino que hizo lo peor que podía hacer. Giró hacia el Vanguard y descendió, trazando espirales decrecientes. Liam y Scilla observaron cómo aleteaba y finalmente se posaba tranquilamente en el puente del barco.

—¡Maldita sea! —exclamó Scilla.

Liam observó a través de sus prismáticos que uno de los marineros del Vanguard apuntaba al animal con un fusil.

—¡No! ¡No! —gritó, como si pudieran oírle a pesar de la distancia que separaba ambos navíos—. ¡Que cojan una lona y se la echen encima!

El marinero disparó y falló.

El pájaro levantó el vuelo.

Un crucero rápido y un destructor que se mantenían en constante contacto por radio salieron tras el ave. Con sus treinta y cinco nudos, a duras penas lograban igualar la velocidad de vuelo del pájaro. El destructor incluso llegó a disparar sus cañones de cuatro pulgadas, en un intento ridículo e inútil por alcanzarlo. Era como intentar abatir una mosca con una escopeta, y habría resultado cómico si lo que estaba en juego no fuese tan importante. Para cuando llegaron los Vought OS2U Kingfisher, el pájaro había desaparecido en un banco de nubes. Ya no volvieron a verlo.

Se hizo el silencio en el barco. Las lanchas de búsqueda surcaban las aguas en pos de la solitaria ave mientras los Kingfisher zumbaban en lo alto. Incluso se había llamado a Tokio, solicitando que se unieran más aviones a la caza.

Willoughby estaba cerca, con el rostro arrebolado, hablando con un comandante.

—Imagine que los rusos se hicieran con esto —comentó—. Ellos fueron los primeros en entrar en Harbin. ¿Qué pasaría si uno de esos cilindros acabase en manos de Stalin? ¿Cree usted que el tío Joe no lo utilizaría?

Estaban atrapados. Si no hacían nada, tarde o temprano el Uzumaki se extendería más allá del Vanguard, ya fuera por un pájaro o porque el viento acabara arrastrando sus esporas; si volaban el barco, no solo matarían a cientos de marineros, sino que corrían el riesgo de dispersar el Uzumaki aún más. Era un dilema irresoluble.

Liam contempló el Vanguard, situado a media milla. Los gritos de los marineros infectados le llegaban a pesar de la distancia.

Si el Uzumaki era realmente el arma del día del juicio final, un simple pájaro podía desencadenar una catástrofe de dimensiones inimaginables. El mundo acababa de sobrevivir a la guerra más brutal y destructiva de la historia, pero ¿y si lo peor estaba todavía por llegar?

No.

Estaba seguro de que los japoneses tenían una forma de protegerse. Una nación entera no se suicidaba sin más ni más. Y si existía una cura, Kitano debía conocer cuál era. El japonés ocultaba algo. Liam estaba convencido de ello y creía saber cómo averiguarlo.

Bajó al camarote donde tenían encerrado a Kitano. Con el revuelo del pájaro parecían haberse olvidado del prisionero, y solo había un marinero de guardia.

El centinela le cerró el paso.

—No se permite entrar a nadie.

—Tengo autorización —mintió Liam.

—¿De quién?

—De Willoughby.

—Nadie me ha avisado.

—Todo el mundo está muy liado con el asunto de ese pájaro. Hay que abatirlo como sea. ¿Quiere usted que suba y...?

—No será necesario, señor.

Liam se sentó frente a Kitano.

—Un pájaro se ha posado en el Vanguard y después ha alzado el vuelo. Es bastante probable que esté infectado. La última vez que fue visto, volaba hacia el norte.

No hubo la menor reacción por parte de Kitano, solo los mismos ojos inexpresivos y sus tranquilos ademanes.

—Japón está hacia el norte —prosiguió Liam—. Ese pájaro vuela hacia su país.

Ninguna reacción.

«¡Maldita sea!», se dijo Liam. ¿Por qué no respondía? Aquella ave podía llegar a las islas japonesas, situadas a unas mil millas en dirección norte. Y si eso sucedía, las consecuencias serían devastadoras para el país. ¿Por qué Kitano no parecía preocupado?

Liam volvió a preguntarle sobre el Uzumaki y escuchó atentamente mientras el inexpresivo japonés le repetía las mismas historias sobre las pruebas. Ante la insistencia de Liam, Kitano relató con todo detalle cada uno de los experimentos que había presenciado en Harbin. Fue macabro, espeluznante e inútil. Kitano en ningún momento se refirió a nada que tuviera ni la más remota relación con una vacuna o un antídoto. Solo habl

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