Una verdad delicada

John le Carré

Fragmento

1

En la segunda planta de un hotel anodino sito en Gibraltar, colonia de la Corona británica, un hombre ágil y cimbreño, cercano a los sesenta años, se paseaba por su habitación. Incluso sus facciones británicas, aunque agraciadas y a todas luces honorables, denotaban un temperamento colérico llevado en ese momento a los límites de su aguante. Un profesor universitario desazonado, habría pensado cualquiera viendo aquel andar suyo, inclinado al frente y elástico, y aquel errante flequillo entrecano que reiteradamente debía disciplinar con espasmódicos reveses de la muñeca huesuda. Desde luego pocos habrían imaginado, ni aun en sus sueños más delirantes, que era un funcionario británico de rango medio, arrancado de su mesa en uno de los departamentos más prosaicos del Ministerio de Asuntos Exteriores de Su Majestad para asignarle una misión secreta vital para la seguridad.

Su nombre de pila adoptado, como él insistía en repetirse, a veces en voz medio alta, era «Paul», y su apellido —no precisamente difícil de recordar— era «Anderson». Si encendía el televisor se leía: «Bienvenido, señor Paul Anderson. ¡Por qué no disfruta del aperitivo de cortesía previo a la cena en nuestro Salón Lord Nelson!». Esos signos de admiración, en lu gar de los correspondientes interrogantes, eran causa de continua exasperación para el pedante que llevaba dentro. Vestía el albornoz blanco de felpa del hotel y lo había vestido desde su encarcelamiento, a excepción hecha de cuando en vano había intentado conciliar el sueño o cuando furtivamente, en una sola ocasión, había salido a una hora intempestiva para comer solo en el restaurante del último piso entre los efluvios del cloro de una piscina que había en la tercera planta del edificio de enfrente. Como otras muchas cosas en la habitación, el albornoz, demasiado corto para sus largas piernas, apestaba a humo de tabaco arraigado y ambientador con aroma a lavanda.

En sus idas y venidas, al pasar ante el espejo de cuerpo entero atornillado al papel pintado de cuadros escoceses, exteriorizaba sus sentimientos para sí resueltamente sin la acostumbrada contención de la vida oficial, su semblante ora contraído en sincera perplejidad, ora ceñudo. A ratos hablaba solo, en busca de alivio o exhortación. ¿También en voz medio alta, acaso? ¿Qué más daba si uno estaba confinado en una habitación vacía sin nadie que lo escuchase aparte de una fotografía coloreada de nuestra querida reina en su juventud a lomos de un caballo zaíno?

En una mesa con superficie de plástico reposaban los restos de un sándwich club que ya a su llegada había declarado muerto, así como una botella de Coca-Cola tibia abandonada. Pese al soberano esfuerzo que le representaba, no se había permitido ni una pizca de alcohol desde la toma de posesión de esa habitación. En la cama, que había aprendido a detestar como ninguna otra, cabían holgadamente seis personas, pero tan pronto como se tendía en ella la espalda empezaba a atormentarlo. La cubría una resplandeciente colcha carmesí de imi tación seda, y sobre la colcha había un teléfono móvil de aspecto inocente que, según le habían asegurado, estaba modificado conforme al más alto nivel de encriptación, y si bien él no tenía gran fe en esas cosas, solo le cabía pensar que en efecto lo estaba. Cada vez que pasaba ante el móvil, se le iban los ojos hacia él con una mezcla de reproche, anhelo y frustración.

«Lamento informarle, Paul, de que en el transcurso de la misión estará totalmente incomunicado, salvo a efectos operacionales —le advierte Elliot, su autodesignado comandante de campo, a su farragosa manera y con un dejo sudafricano—. Si una inoportuna crisis aquejara a sus estimados familiares en su ausencia, deberán transmitir sus tribulaciones al departamento de bienestar de su ministerio, tras lo cual se establecerá contacto con usted. ¿He hablado claro, Paul?»

Clarísimo, Elliot; poco a poco al final lo consigue.

Al llegar a la descomunal ventana panorámica en el extremo opuesto de la habitación, alzó la vista y, con semblante hosco, observó a través de los visillos sucios el legendario Peñón de Gibraltar, que, amarillento, arrugado y distante, le devolvió una mirada no menos hosca, como una viuda irascible. Una vez más, por hábito e impaciencia, consultó su reloj de pulsera, tan ajeno, y lo comparó con los dígitos del radiodespertador de la mesilla. Era un reloj de acero, deslustrado, con la esfera negra, en sustitución del Cartier de oro obsequio de su querida esposa el día de sus bodas de plata en virtud de una herencia legada por alguna de sus muchas tías fallecidas.

¡Pero alto ahí! ¡Ese condenado Paul no tiene esposa! Paul Anderson no tiene esposa ni hija. ¡Paul Anderson es un condenado ermitaño!

«No vamos a llevar eso puesto, ¿verdad que no, Paul, cariño? —le dice, hace ya una eternidad, una mujer maternal de su misma edad en el chalet de obra vista de las afueras, cercano al aeropuerto de Heathrow, donde ella y su fraternal colega lo visten para el papel—. No con esas bonitas iniciales grabadas, ¿verdad que no? Tendrías que decir que se lo has birlado a alguien casado, ¿eh, Paul?»

Siguiendo la broma, decidido como siempre a ser un buen chico a su manera, se queda mirando mientras ella escribe «Paul» en una etiqueta adhesiva y guarda su reloj en una caja de caudales junto con su alianza nupcial para lo que ella llama «la duración».

¿Cómo demonios acabé yo en estos andurriales ya de entrada?

¿Salté o me empujaron? ¿O fue un poco lo uno y lo otro? En unos cuantos itinerarios bien elegidos por la habitación, describe, si eres tan amable, las circunstancias precisas de tu inusitado viaje desde la venturosa monotonía hasta el confinamiento solitario de un peñasco colonial británico.

—¿Y qué tal anda la pobre de tu querida esposa? —pregunta la reina de hielo casi jubilada del Departamento de Personal, ahora rebautizado ampulosamente «Recursos Humanos» por ninguna razón conocida, después de emplazarlo sin la menor explicación en su suntuoso boudoir un viernes por la tarde cuando todos los probos ciudadanos regresan apre suradamente a sus casas. Los dos son viejos adversarios. Si algo tienen en común, es la sensación de que ya quedan pocos de ellos.

—Gracias, Audrey, pero de pobre nada, me complace decir —contesta él con el resuelto desenfado que adopta en encuentros como ese, donde se juega el tipo—. «Querida» sí pero no «pobre». Lo suyo sigue en franca remisión. ¿Y tú? Sana como una manzana, confío.

—Está dejable, pues —señala Audrey, sorda a la amable indagación de él.

—¡Córcholis, no! ¿En qué sentido? —manteniendo resueltamente el tono desenvuelto y festivo.

—En este sentido: ¿podría llegar a interesarte pasar cuatro días supersecretos fuera del país en un clima saludable, con la posibilidad de que se alargaran a cinco?

—Pues resulta que podría interesarme mucho, posiblemente, Audrey, gracias. Nuestra hija, ya mayor, vive con nosotros en estos momentos, así que el ofrecimiento no podría ser más oportuno, dado que, casualmente, es doctora en medicina. —No puede resistirse a añadir en su orgullo, pero Audrey no se deja impresionar por los logros de su hija.

—No sé de qué se trata, ni tengo por qué saberlo —dice, contestando a la pregunta que él no ha formulado—. Hay un joven subsecretario, muy dinámico, un tal Quinn, de quien quizá hayas oído hablar. Le gustaría verte de inmediato. Por si acaso no te ha llegado la voz a los lejanos confines de Contingencias Logísticas, te diré que es nuevo, con ganas

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