Índice
Polonio 210
Agradecimientos
Prólogo
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Segunda parte
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Tercera parte
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Epílogo
Notas
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Para todos los hijos adoptivos
Agradecimientos
Un escritor necesita montones de amigos. Al menos, ese es mi caso. Se trata de los amigos a quienes no les importa atender a una llamada, con frecuencia inesperada, y responder a una pregunta sobre datos o preferencias, o prestarse a leer un borrador o un estudio de personaje y dar una opinión. Todos sabéis quiénes sois, y gracias. Por supuesto, siempre está Joe Cox, quien sabe más sobre leyes y negocios de lo que yo sabré jamás, y Mark Flowenbaum, un auténtico patólogo forense. Y, sin duda, Jean Reeds Cook, que es una gran lectora y no me permite el menor desliz. Gracias a todos.
Prólogo
Krasnoyarsk, Rusia
14 de marzo de 2011, 16.22 h
Prek Vllasi se acarició con el dedo índice de la mano derecha la cicatriz que tenía sobre el labio superior, la brecha que le habían curado de manera burda cuando era pequeño. Era algo que hacía muchas veces al día sin pensar, y más cuando estaba bajo presión. En aquel momento, de pie en una mugrienta habitación del décimo piso de un bloque de apartamentos construido en la ciudad rusa de Krasnoyarsk durante la era soviética, iba poniéndose más nervioso por minutos.
Prek consultó el reloj una vez más y echó un vistazo a Genti Hajdini. Genti estaba apoyado contra una mesa plegable y bostezaba periódicamente al tiempo que se cortaba una uña con la navaja. Cada vez que veía a Genti, Prek se sorprendía por las líneas rectas de la nariz ganchuda de su lugarteniente. Desde aquel ángulo se parecía todavía más al extremo afilado de un hacha. Sí, estaba seguro de que los chechenos iban a ir, acababa de repetirle Genti por enésima vez. La buena gente de Albania respondía por aquella organización. Aunque la sentía pegada al cuerpo, Prek tocó la pistola Makarov que llevaba ceñida al cinto en la zona lumbar. La bolsa de Puma que contenía quinientos mil euros descansaba en el suelo. Genti había llevado las armas y el dinero ocultos en un camión cargado de fruta turca que él mismo había conducido hasta el corazón de Rusia. No era de extrañar que estuviera cansado.
Lo único que cabía hacer era esperar.
Hacía mucho frío. La temperatura había caído a veinte bajo cero y el sol se pondría al cabo de una hora y media. En el exterior, el cielo tenía el mismo color sucio que los edificios y el suelo. Prek empezó a pasear por la amplia sala, que en otro tiempo debió de ser una zona comunitaria de aquel bloque de apartamentos situado justo a las afueras de la ciudad. Era un hombre meticuloso. Se había informado sobre Krasnoyarsk. A unos sesenta kilómetros del río Yenisei, se hallaba la ciudad de Zheleznogorsk, más conocida por su antiguo nombre soviético, Krasnoyarsk-26. Era una localidad cerrada que albergaba fábricas que manipulaban Dios sabía qué materiales exóticos y peligrosos para fabricar Dios sabía qué agentes de destrucción. Allí se había producido plutonio apto para armas en tres reactores nucleares, el último de los cuales acababa de cerrarse. Durante años, los soviéticos se habían limitado a tirar al río los desechos radioactivos de las plantas nucleares, hasta que se lo pensaron mejor y cavaron cientos de pozos para bombear el material mortífero al subsuelo. Prek sabía que en las cavernas que rodeaban la ciudad había una radioactividad equivalente a cien Chernóbils, razón por la cual se alegraría mucho de abandonar aquel lugar.
Dos hombres entraron con