Sangre fría (Inspector Pendergast 11)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

Índice

Índice

Sangre fría

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Nota de los autores

Notas

Biografia

Créditos

Lincoln Child dedica este libro

a su hija, Veronica

Douglas Preston dedica este libro a

Marguerite, Laura y Oliver Preston

Capítulo 1

1

Cairn Barrow, Escocia

A medida que ascendían por la desolada loma del Beinn Dearg, la gran hostería de piedra de Kilchurn Lodge se desvaneció en la oscuridad; solo el cálido resplandor de sus ventanas titilaba en la bruma. Cuando alcanzaron el risco, Judson Esterhazy y el agente especial Aloysius Pendergast se detuvieron, apagaron las linternas y aguzaron el oído. Eran las cinco de la mañana, faltaba poco para las primeras luces del amanecer; era casi la hora a la que los ciervos empiezan la berrea.

Ninguno de los dos habló. Mientras esperaban, el viento susurró entre la hierba y las rocas agrietadas por las heladas. Pero nada se movió.

—Hemos llegado muy temprano —dijo por fin Esterhazy.

—Puede —murmuró Pendergast.

Sin embargo, aguardaron mientras la luz gris del amanecer se alzaba por el horizonte de levante silueteando los pelados picos de los montes Grampianos y envolviendo los alrededores con su monótono manto. Lentamente, el paisaje que los rodeaba fue surgiendo de la oscuridad. La hostería de caza, torres y muros de piedra rezumantes de humedad, quedaba lejos, detrás de ellos, entre abetos, maciza y silenciosa. Enfrente se alzaban los terraplenes de granito del Beinn Dearg, que se perdían en la negrura. Un arroyo se derramaba por sus flancos y caía en una serie de cascadas a medida que se abría paso hasta las oscuras aguas del Loch Duin, trescientos metros más abajo y apenas visible en la penumbra. Un poco por debajo de ellos, a su derecha, comenzaba la vasta extensión de páramos conocida como el Foulmire, sembrada de hilillos de bruma con los que ascendía el ligero olor a descomposición y a metano de las aguas estancadas entremezclado con el empalagoso aroma del brezo.

Sin decir palabra, Pendergast se echó nuevamente el rifle al hombro y continuó su camino hacia la cresta. Esterhazy, con rostro sombrío e inescrutable bajo su gorra de cazador, lo siguió. Más arriba tuvieron una vista completa del Foulmire, el traicionero páramo que se perdía en el horizonte, delimitado al oeste por las extensas y negras aguas de las grandes Insh Marshes.

Al cabo de unos minutos, Pendergast levantó la mano y se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Esterhazy.

La respuesta no llegó del agente especial sino en forma de un extraño sonido, terrible e inhumano, que surgió de un valle oculto a la vista: el berrido de un ciervo en celo. Su eco resonó en las montañas y marismas como el alarido de un condenado. Era un sonido lleno de rabia y agresividad que se repetía mientras los ciervos recorrían los brezales y los páramos luchando —a menudo hasta la muerte— para hacerse con el harén de hembras.

El berrido fue respondido por otro, más próximo, que llegó de las orillas del lago, y después por un tercero, más lejano, proveniente de unas lomas distantes. Los berridos se superponían unos a otros y estremecían el paisaje. Los dos hombres escucharon en silencio, fijándose en cada sonido y tomando nota de su dirección, timbre y fuerza.

Esterhazy habló por fin; su voz apenas se oía con el sonido del viento.

—El del valle es un monstruo.

Pendergast no dijo nada.

—Propongo que vayamos tras él.

—El del páramo es aún mayor —susurró Pendergast.

Se hizo un breve silencio.

—Ya conoces las normas de la hostería en cuanto a adentrarse en el páramo. <

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