Índice
Sangre fría
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Nota de los autores
Notas
Biografia
Créditos
Lincoln Child dedica este libro
a su hija, Veronica
Douglas Preston dedica este libro a
Marguerite, Laura y Oliver Preston
1
Cairn Barrow, Escocia
A medida que ascendían por la desolada loma del Beinn Dearg, la gran hostería de piedra de Kilchurn Lodge se desvaneció en la oscuridad; solo el cálido resplandor de sus ventanas titilaba en la bruma. Cuando alcanzaron el risco, Judson Esterhazy y el agente especial Aloysius Pendergast se detuvieron, apagaron las linternas y aguzaron el oído. Eran las cinco de la mañana, faltaba poco para las primeras luces del amanecer; era casi la hora a la que los ciervos empiezan la berrea.
Ninguno de los dos habló. Mientras esperaban, el viento susurró entre la hierba y las rocas agrietadas por las heladas. Pero nada se movió.
—Hemos llegado muy temprano —dijo por fin Esterhazy.
—Puede —murmuró Pendergast.
Sin embargo, aguardaron mientras la luz gris del amanecer se alzaba por el horizonte de levante silueteando los pelados picos de los montes Grampianos y envolviendo los alrededores con su monótono manto. Lentamente, el paisaje que los rodeaba fue surgiendo de la oscuridad. La hostería de caza, torres y muros de piedra rezumantes de humedad, quedaba lejos, detrás de ellos, entre abetos, maciza y silenciosa. Enfrente se alzaban los terraplenes de granito del Beinn Dearg, que se perdían en la negrura. Un arroyo se derramaba por sus flancos y caía en una serie de cascadas a medida que se abría paso hasta las oscuras aguas del Loch Duin, trescientos metros más abajo y apenas visible en la penumbra. Un poco por debajo de ellos, a su derecha, comenzaba la vasta extensión de páramos conocida como el Foulmire, sembrada de hilillos de bruma con los que ascendía el ligero olor a descomposición y a metano de las aguas estancadas entremezclado con el empalagoso aroma del brezo.
Sin decir palabra, Pendergast se echó nuevamente el rifle al hombro y continuó su camino hacia la cresta. Esterhazy, con rostro sombrío e inescrutable bajo su gorra de cazador, lo siguió. Más arriba tuvieron una vista completa del Foulmire, el traicionero páramo que se perdía en el horizonte, delimitado al oeste por las extensas y negras aguas de las grandes Insh Marshes.
Al cabo de unos minutos, Pendergast levantó la mano y se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó Esterhazy.
La respuesta no llegó del agente especial sino en forma de un extraño sonido, terrible e inhumano, que surgió de un valle oculto a la vista: el berrido de un ciervo en celo. Su eco resonó en las montañas y marismas como el alarido de un condenado. Era un sonido lleno de rabia y agresividad que se repetía mientras los ciervos recorrían los brezales y los páramos luchando —a menudo hasta la muerte— para hacerse con el harén de hembras.
El berrido fue respondido por otro, más próximo, que llegó de las orillas del lago, y después por un tercero, más lejano, proveniente de unas lomas distantes. Los berridos se superponían unos a otros y estremecían el paisaje. Los dos hombres escucharon en silencio, fijándose en cada sonido y tomando nota de su dirección, timbre y fuerza.
Esterhazy habló por fin; su voz apenas se oía con el sonido del viento.
—El del valle es un monstruo.
Pendergast no dijo nada.
—Propongo que vayamos tras él.
—El del páramo es aún mayor —susurró Pendergast.
Se hizo un breve silencio.
—Ya conoces las normas de la hostería en cuanto a adentrarse en el páramo. <