El veterano

Frederick Forsyth

Fragmento

Primer día - Martes

El dueño de una pequeña tienda de material sanitario fue quien lo vio todo. O por lo menos eso dijo.

Estaba dentro de la tienda pero junto al escaparate, redisponiendo los artículos para exhibirlos mejor, cuando alzó la vista y vio a un hombre al otro lado de la calle. Era un hombre de aspecto corriente. El dueño de la tienda no le hubiese prestado mucha atención de no cojear. Luego testificaría que, en aquel momento, no había visto a nadie más en la calle.

El cielo estaba encapotado con una capa de nubes grises y hacía calor, verdadero bochorno. Lo que la retranca popular había bautizado como «el Paraíso» estaba tan desolado y sórdido como siempre; un centro comercial en el corazón de uno de esos bloques de viviendas degradados, azotados por la delincuencia y plagados de graffiti que deforman el paisaje urbano entre Leyton, Edmonton, Dalston y Tottenham.

Treinta años atrás, cuando entregaron las llaves de aquellos apartamentos, se organizó un acto a bombo y platillo durante el que cantaron las excelencias de aquel nuevo estilo de viviendas de protección oficial para los obreros. El solo nombre oficial, «Colonia Jardín», ya tenía que haber ahuyentado a los futuros vecinos. Porque aquello no olía precisamente a colonia ni había sido jardín desde la Edad Media. En realidad, era un gueto de cemento gris, administrado por un distrito municipal que enarbolaba la bandera roja del comunismo internacional en lo alto del edificio del ayuntamiento, y diseñado por arquitectos que preferían vivir en chalets acariciados por madreselvas. De modo que Colonia Jardín tardó en marchitarse menos que un rosal en una solana.

En 1996 la retícula de pasadizos, pasos subterráneos y calles que comunicaban los fríos bloques de aquella ciudad dormitorio, tenía dos dedos de mugre, amarilleaba de orines y solo tenía vida por la noche, cuando las pandillas de jóvenes del barrio, parados e inempleables, vagaban por el barrio para comprarles a los «camellos».

Los obreros jubilados, de respetabilidad intachable, que trataban de seguir aferrados a la antigua moralidad, de afirmarse en los confortadores principios de los días de su juventud, vivían en apartamentos con puertas de seguridad, por miedo a las manadas de lobos que merodeaban por el barrio.

Las fachadas de los bloques, de siete pisos cada uno, daban a pasadizos con mugrientas escaleras en cada extremo en los que aún quedaban rodales de lo que fuera hierba verde y lozana. Unos pocos coches oxidados, abandonados y dejados sin apenas más que el chasis, se hallaban junto a las calles interiores que limitaban espacios cuadrados diseñados para ocio público y de las que partían estrechos pasadizos que cruzaban el Paraíso.

En la calle comercial más importante hubo en otro tiempo muchas tiendas, que habían terminado por cerrar, hartos sus dueños de luchar contra los robos, los hurtos, los destrozos de los gamberros que no dejaban un escaparate sano y las agresiones racistas. Más de la mitad de las tiendas estaban ahora tapiadas con planchas de madera descoloridas y cerrojos de hierro y las pocas que seguían abiertas intentaban protegerse con alambradas.

En una esquina montaba guardia el señor Veejay Patel, llegado de Uganda con sus padres cuando tenía diez años, huyendo de las brutalidades de Idi Amín. El Reino Unido los había acogido. Estaba agradecido. Incluso amaba a su patria adoptiva, se mostraba respetuoso con la ley, trataba de ser un buen ciudadano, perplejo por la progresiva degeneración de las costumbres que caracterizaba los años noventa.

Hay zonas, que la policía metropolitana de Londres llama el «cuadrante noroeste», por las que todo forastero haría mejor en no pisar. Y el cojo era un forastero. Estaba a poco menos de quince metros de la esquina cuando, dos hombres que asomaron de uno de los pasadizos entre dos de las tiendas tapiadas le cerraron el paso.

El señor Patel se alarmó y observó. No eran exactamente del barrio, pero tan peligrosos como los de por allí. Los conocía bien a los dos. Uno de ellos era fornido, con la cabeza rapada y cara de cerdo. Incluso a treinta metros de distancia, Patel pudo ver relucir un anillo en el lóbulo de la oreja izquierda. Llevaba unos vaqueros holgados y una camiseta muy sucia. Una panza prominente asomaba por encima del cinturón de piel. Se plantó en jarras frente al cojo, que no tuvo más remedio que detenerse.

El otro tipo era más delgado. Llevaba pantalones militares y un anorak gris de cremallera. El pelo, lacio y grasiento, le llegaba un poco más abajo de las orejas. Se situó detrás de la víctima y aguardó. Su fornido compañero alzó el puño derecho delante de la cara del hombre que iban a atracar. Patel vio el brillo del metal en el puño. No pudo oír lo que decían pero vio la boca del fornido moverse diciéndole algo al cojo. Todo lo que tenía que hacer la víctima era entregar su cartera, el reloj y cualquier otra cosa de valor que llevase. Con suerte los navajeros cogerían el botín y echarían a correr; y la víctima podía salir ilesa.

Probablemente fue una estupidez por parte del cojo hacer lo que hizo. Eran dos contra uno, y más fuertes. A juzgar por su pelo gris, era un hombre de mediana edad, y su cojera indicaba que no podía ser muy ágil. Pero se resolvió contra ellos.

El señor Patel vio que alzaba la mano derecha con suma rapidez. Dio la impresión de ladear un poco el cuerpo para darse impulso y aumentar la fuerza del golpe. El fornido recibió el golpe en la nariz. Y lo que hasta ese momento fue solo gesticulación, tuvo el súbito acompañamiento de un grito de dolor que el señor Patel pudo oír pese a estar dentro de su tienda.

El fornido trastabilló hacia atrás, se llevó las manos a la cara y Patel vio brillar sangre entre sus dedos.

Cuando prestó testimonio, el tendero tuvo que hacer una pausa para recordar con claridad y por orden lo que sucedió a continuación.

El del pelo lacio le lanzó al cojo un puñetazo a los riñones, y luego le dio una patada en la corva de la pierna buena. Con eso bastó. El cojo se desplomó en la acera. En la Colonia Jardín solo se llevaban dos clases de calzado: zapatillas de deporte (para correr) y botas (para dar patadas). Los dos navajeros llevaban botas. El hombre caído en la acera se había hecho un ovillo, en posición fetal para proteger sus partes. Pero eran cuatro botas las que lo atacaban; y el fornido, que todavía se cubría la nariz con una mano, la emprendió a patadas con la cabeza del cojo.

Según el tendero, le dio por lo menos veinte patadas, hasta que la víctima dejó de retorcerse y girar. El melenudo del pelo lacio se inclinó hacia él, le desabrochó la chaqueta y le registró los bolsillos.

Patel vio que sacaba la cartera con el índice y el pulgar. Luego los navajeros se irguieron y echaron a correr cuesta arriba por el pasadizo, hasta escabullirse por la retícula de callejones de los bloques. Antes de desaparecer, el fornido tiró de su camiseta y la utilizó para intentar detener la sangre que manaba de su nariz.

Cuand

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