Maleficio

Stephen King

Fragmento

Capítulo primero 111

«“Más delgado” susurró el viejo gitano de nariz macilenta a William Halleck, mientras éste y su mujer, Heidi, salían del juzgado.

»Sólo una palabra, emitida con su aliento dulzón y empalagoso.

»“Más delgado.”
»Y antes de que Halleck pudiera apartarse, el viejo gitano extendió la mano y acarició su mejilla con un dedo contrahecho. Sus labios abiertos parecían una herida, y mostraban unos pocos dientes que sobresalían de sus encías. Eran verdes y negruzcos. Su lengua se retorció entre ellos y luego se deslizó por sus sonrientes y amargos labios.

»“Más delgado.”»

Este recuerdo asaltó a Billy Halleck mientras se hallaba de pie en la báscula, a las siete de la mañana, con una toalla envuelta a la cintura. Desde el piso de abajo llegaba el olor de los huevos con bacon. Tuvo que inclinarse levemente hacia adelante para leer los números de la báscula. Bueno, en realidad tuvo que inclinarse hacia adelante algo más que levemente. De hecho se inclinó más de la cuenta. Era un hombre gordo. Demasiado grueso, como al doctor Houston le gustaba decir.

«Pero si alguien no te lo dice, permíteme informarte –le había dicho Houston después de su último chequeo–. Un hombre de tu edad, ingresos y hábitos entra en el club del infarto más o menos a los treinta y ocho años. Tienes que perder algo de peso.»

Pero esa mañana las noticias eran buenas. Había bajado casi un kilo y medio, de 112 a 111.

En realidad el peso había dado 113 la última vez que había tenido el valor de ponerse allí y echar un vistazo, pero entonces llevaba los pantalones puestos, y algunas monedas sueltas en los bolsillos, sin mencionar su llavero y su cuchillo del Ejército suizo, y la báscula del cuarto de baño del piso de arriba tenía tendencia a pesar de más… Estaba moralmente seguro de ello.

«Más delgado.»

Y como buen muchacho criado en Nueva York, había oído que los gitanos tenían el don de la profecía. Tal vez ésa fuera la prueba. Trató de reírse y sólo pudo emitir una breve y no muy lograda sonrisa; aún era demasiado pronto para reírse de los gitanos. Una vez pasara el tiempo las cosas se verían en perspectiva; era lo suficientemente mayor para saberlo. Pero aún le ponía enfermo su barriga demasiado prominente al pensar en los gitanos, y deseaba de todo corazón no ver uno solo más en su vida. A partir de ese momento dejaría de lado la lectura de la mano en las fiestas y se mostraría partidario del tablero de espiritismo. Eso es…

–¿Billy?

La voz procedía del piso de abajo.
–¡Ya voy!

Se vistió, notando con un malestar subliminal que a pesar de haber adelgazado casi un kilo y medio, la cintura de sus pantalones le quedaba apretada de nuevo. Su cintura medía ahora 107 centímetros. Había dejado de fumar, exactamente, a las 12.01 del día de Año Nuevo, pero tuvo que pagarlo, y ¡de qué manera! Se dirigió al piso de abajo con el cuello desabrochado y la corbata colgando. Linda, su hija mayor, de catorce años, salía por la puerta con un revuelo de falda y el vaivén de su cola de caballo, atada aquella mañana con una cinta de terciopelo muy sexy. Llevaba los libros bajo el brazo. Dos llamativas borlas de animadora, púrpura y blancas, se balanceaban animadamente en su otra mano.

–¡Adiós, papá!
–Que lo pases bien, Lin.

Se sentó a la mesa y cogió el Wall Street Journal. –Cariño… –lo saludó Heidi.
–Querida mía –respondió pomposamente, y dejó boca abajo el Journal al lado de la indolente Susan.

Ésta colocó el desayuno delante de él: un humeante montón de huevos revueltos, un panecillo inglés con pasas y cinco lonchas de crujiente bacon al estilo campestre. Buenos alimentos. La mujer se sentó en la silla enfrente de él, en el rincón de los desayunos, y encendió un Vantage 100. Enero y febrero habían sido tensos: demasiadas «discusiones» que sólo habían servido para disfrazar las disputas, demasiadas noches en que acabaron durmiendo de espaldas el uno al otro. Pero habían llegado a un modus vivendi: ella dejó de apremiarle con la cuestión del peso y él cesó de reprocharle su hábito de fumarse hasta el filtro el paquete y medio de tabaco al día. Eso contribuyó a que tuvieran una primavera bastante normal. Y además de su propia estabilidad, habían sucedido otras cosas buenas. En primer lugar Halleck había ascendido. Greely, Penschley y Kinder era en ese momento Greely, Penschley, Kinder y Halleck. La madre de Heidi había cumplido finalmente su tan anunciada amenaza de mudarse de nuevo a Virginia. Linda había conseguido ser animadora del instituto y para Billy aquello constituía una enorme bendición; hubo momentos en que estuvo seguro de que el histrionismo de Lin le llevaría a un colapso nervioso. Todo se había desarrollado a lo grande.

Luego llegaron los gitanos a la ciudad.
«“Más delgado” había dicho el viejo gitano.
»¿Qué diablos tenía en la nariz? ¿Sífilis? ¿Cáncer? ¿O algo aún más terrible, como la lepra?

»Y a propósito, ¿por qué no lo dejas? ¿Por qué no lo dejas en paz?» –No te lo puedes quitar de la cabeza, ¿verdad? –le dijo de repente Heidi.

Tan de improviso que Halleck vaciló en su asiento. –«Billy, no es culpa tuya.» El juez así lo dijo.
–No pensaba en eso.
–Entonces, ¿en qué pensabas?
–En el Journal –replicó–. Afirma que las viviendas están bajando este trimestre.

No era su culpa; era verdad, el juez lo había dicho. El juez Rossington. Cary para sus amigos.

«Amigos como yo –pensó Halleck–, he jugado muchas partidas de golf con el viejo Cary Rossington, como sabes muy bien, Heidi. En nuestra fiesta de Nochevieja de hace dos años, el año en que creí que dejaría de fumar, y no lo hice. ¿Quién te agarró tus tan agarrables tetas en el tradicional beso de Año Nuevo? ¿Adivina quién? ¿Por qué, cielos? Fue el bueno de Cary Rossington, tal como vivo y respiro.»

Sí. El bueno y viejo Cary Rossington, ante el que Billy había discutido más de una docena de casos municipales. El bueno y viejo Cary Rossington, con el que a veces Billy jugaba al póquer en el club. El bueno y viejo Cary Rossington que no se descalificó a sí mismo cuando su buen compinche del golf y del póquer, Billy Halleck (Cary que a veces le daba unas palmaditas en la espalda y le gritaba: «¿Cómo los tienes, Gran Bill?») se presentó ante su tribunal, no para discutir alguna cuestión de derecho municipal, sino por una acusación de homicidio involuntario en accidente de tráfico.

«Y cuando Cary Rossington no se recusó a sí mismo, ¿quién dijo ni mu, hijitos? ¿Quién se queja en esta tan justa ciudad de Fairview? Nadie, nadie dice una palabra.

¡Nadie dice ni pío! A fin de cuentas, ¿por qué iban a hacerlo? Por nada más que un montón de asquerosos gitanos. Cuanto antes salgan de Fairview y se encaminen por la carretera con sus breaks y sus pegatinas de la Agencia de Recuperación Nacional en los parachoques traseros, cuanto antes veamos la parte de atrás de sus caravanas y sus remolques de fabricación casera tanto mejor… Cuanto antes…

»“Más delgado.”»

Heidi aplastó su cigarrillo y exclamó:
–¡A la mierda con tus cuentos de las viviendas! Te conozco muy bien…

Billy también lo creía así. Y también supuso que ella pensaba lo mismo. Tenía el rostro demasiado pálido. Aparentaba su edad, 35, y eso era raro. Se habían casado muy jóvenes, y él aún recordaba al viajante que un día había llegado a su puerta vendiendo aspiradoras cuando llevaban ya tres años de casados. Se había quedado mirando a Heidi Halleck de 22 años y, con gran cortesía, le había

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