Santiago Quiñones, tira

Boris Quercia

Fragmento

1

Hace frío, son las seis veintitrés de la mañana, es recién martes y no tengo ganas de matar a nadie. Qué tontera más grande. Estoy de guata en la vereda, miro por debajo de una Fiat Fiorino, solo les veo los pies. A mi espalda hay un pasaje estrecho que cruza toda la manzana y llega hasta la otra calle. La idea es que ninguno de Los Guateros se escape por ahí. Así se llaman. Los Guateros. Los seguimos hace cinco meses, nos sabemos de memoria sus caras, sus voces, sus chistes repetidos de cuando hablan por teléfono. Se descolgaron de una banda mayor, los Melacomo, pero Los Guateros no saben cuidarse, hacen todo mal y hoy les toca. A ellos y a nosotros. Cuando se trabaja con estas bandas de poca experiencia es más peligroso. Los que saben hacerla, se entregan de inmediato. Tienen abogados eficientes, dinero con el que comprar a actuarios, infiltrados entre los gendarmes. Y en el peor de los casos, van a pasar un tiempo en la cárcel sin tanta incomodidad. En cambio, los que intentan armar su primer negocio son pura adrenalina y ganas de disparar. Y yo hoy no quiero matar a nadie. Sería más fácil si estuviera en la panadería, pero el jefe puso ahí a García. La panadería de la esquina tiene un segundo piso donde están los hornos y la amasandería. Desde ahí se controla el sector. Si Los Guateros tuvieran más experiencia trabajarían desde la esquina y no aquí, a mitad de cuadra. Ellos no saben pero están acorralados. Son las seis treinta y cuatro, y comienza a clarear. El camión está atrasado. Yo estoy entumecido. Tengo las manos a la misma temperatura que la pistola: heladas. Ya se van a calentar con el primer balazo. Voy a tratar de darle en una pierna, quizá se caiga y suelte el arma. No tengo ganas de matar a nadie, hoy no. Escucho el camión. En la panadería se prende la luz de la ventana pequeña del baño, es la señal para nosotros. El guardia que fuma en la puerta también escucha el camión, tira el cigarro a la calle y entra por los demás monos de la banda. Por un momento no pasa nada. La colilla del cigarro humea a unos dos metros de mí en medio de la calle, me quedo mirando el humo que forma una figura rara y azul en el aire. Pongo mi dedo en el gatillo, lo saco. Por último, que sea en un hombro; le voy a dar en el hombro del lado en que lleve el arma. Si le doy en la pierna, puede que me dispare desde el suelo. Lo malo es que el hombro está cerca de la cabeza, cerca de los pulmones, cerca del corazón y uno tiene que cargar la puntería hacia el centro del cuerpo, lo que aumenta el riesgo. Qué pocas ganas tengo de matar a alguien hoy. Lo que sí tengo son unas ganas terribles de mear, siempre es así cuando estoy esperando que comience algo, me pasaba de niño, en Valparaíso, antes de los fuegos artificiales. Muevo las piernas, las hago tiritar y aprieto por dentro para no mearme. El camión dobla la esquina. Ya estamos, ahora sí, pongo el dedo en el gatillo. Un cuarto para las siete. Marina debe estar despertándose en este mismo instante. Cuando se queda en mi departamento se levanta a esta hora. Estoy viendo su cara somnolienta, se incorpora y se sienta en la cama, permanece un buen rato así, a mitad de camino entre el sueño y el día laboral. La veo ahí sentada, bostezando antes de prender la luz; tiene puesta una polera que le presté con el logo grande en la espalda de la Policía de Investigaciones de Chile, la PDI, y sus calzones diminutos, diminutos y transparentes que dejan ver su pubis, sus vellos depilados en una pequeña línea. Antes de que Marina se meta en la ducha esto habrá terminado. Los Guateros comienzan a salir de la casa. Yo me arrastro debajo de la Fiorino para poder ver algo más. Hay uno que lleva un arma larga, alcanzo a distinguir el cañón que le llega más abajo de la rodilla. El camión se estaciona. La rueda trasera pisa la colilla y disipa el humo. Salgo con cuidado de debajo del Fiat, me encuclillo. Frente a mí veo el largo pasaje, si alguno intenta arrancar por ahí lo tengo listo. Escucho el portalón trasero del camión que se abre y las voces familiares de Los Guateros, con las típicas frases tontas y autosuficientes. Marina tiene que haber prendido la luz, se habrá puesto de pie, entonces se estira, levanta los brazos y la polera se le sube dejándome ver su traste bien formado. Luego se saca la polera, la tira sobre mi cama y se va al baño. ¿Qué hago con esta erección? Comienzan a bajar las cajas. Yo no veo nada, solo escucho, ahora. ¡Ahora! Empezamos, y cada vez tengo menos ganas de matar a nadie. Un auto de los nuestros a cada lado cierra la calle. Comienzan los disparos. Nosotros respondemos rápido. Desde la panadería, García apunta un fusil con mira telescópica y tiene que dar en más de un blanco. García es bueno y siempre está dispuesto a disparar, no como yo. Si por mí fuera no descargaría un tiro más en mi vida. No sé si estoy cansado, no sé si esto pasa con los años, no sé. El del arma larga devuelve los disparos como malo de la cabeza. Desde donde estoy veo que García tiene que cambiar de posición porque su puesto de francotirador es descubierto. Aquí va a correr sangre. Una granada de gas acaba de caer dentro del camión, comienza la estampida, uno de Los Guateros escapa hacia el pasaje. Lo reconozco de inmediato cuando pasa a mi lado, es Baltasar, el más chico. Quince años, tres en la correccional por matar a su padrastro a puñaladas. Corro detrás de él. ¡Al suelo!, le grito, como avisándole, para salvarle la vida. Baltasar se gira y dispara en medio de su carrera, sin ninguna puntería. El balazo rompe un vidrio de una ventana que da al pasaje, se escuchan gritos desde dentro de las casas. ¡Al suelo!, grito de nuevo. Baltasar ya va llegando al final del pasaje; si sale lo pierdo. Pienso en los pies, pero apunto al hombro, disparo. La fuerza del impacto lo hace saltar incluso más rápido de lo que él iba corriendo, como si un caballo le hubiera dado una patada en la espalda. El muchacho cae. Mitad del cuerpo en la vereda, mitad en la calle. Camino lentamente sin dejar de apuntarlo, me giro un poco hacia atrás y veo a mis compañeros esposando a Los Guateros en el suelo, ya no se escuchan disparos. Miro hacia adelante y veo que Baltasar no se queja, no se mueve. Cuando me acerco tomo una de sus zapatillas que quedó casi pegada al suelo mientras su cuerpo salió volando. Es una Nike, aún con olor a nueva. La tomo, está caliente, algo húmeda, me da un poco de asco, como cuando en el metro uno se sienta en un asiento que recién fue ocupado por alguien. El pasaje se llena de murmullos, yo sigo caminando hacia el muchacho. Mi bala le entró por la nuca, tiene el rostro desfigurado. Ni preguntar, está muerto. Marina debe estar prendiendo la ducha ahora, qué ganas de que mojara todo esto y limpiara esta sangre que comienza a escurrir por el pavimento. Qué pocas ganas tenía hoy de matar, pero ahí está Baltasar.