El laberinto de Osiris

Paul Sussman

Fragmento

Luxor, Egipto: orilla occidental del Nilo, 1931

Si el muchacho no hubiera decidido probar un nuevo lugar para pescar, no habría oído a la chica ciega del pueblo de al lado ni habría visto al monstruo que la atacó.

Solía pescar en un pequeño brazo del río, más allá de los cañizares gigantes de las orillas, por debajo del punto en el que atracaba el transbordador. Aquella noche, gracias al soplo de su primo Mehmet, quien afirmaba haber visto bancos de gigantescos bulti empujados por la corriente en las aguas poco profundas, el muchacho había subido río arriba, dejando atrás las distantes plantaciones de caña de Ba’irat, hasta un estrecho banco de arena que quedaba disimulado por un denso palmeral de doum. El lugar le produjo buenas vibraciones y lanzó la caña. Apenas había rozado el anzuelo el agua cuando oyó la voz de la chica. Tenue pero audible.

La, minfadlak! ¡No, por favor!

Levantó la cabeza para escuchar mejor y dejó el sedal a merced de la corriente.

—Por favor, no. —Surgió de nuevo la voz—. Estoy asustada.

Luego risas. Risas de un hombre.

El muchacho soltó la caña, subió por la embarrada orilla del río y se metió en el pequeño palmeral. La voz había salido del extremo meridional, y hacia allí se dirigió él, siguiendo un estrecho camino, avanzando con sumo cuidado para no hacer ruido ni importunar a las víboras cornudas, de veneno mortal, que se escondían entre la maleza.

—No. —Se oyó de nuevo la voz—. ¡Por el amor de Dios, te lo suplico!

Más risas. Una risa cruel. Bromas.

El muchacho se agachó, cogió una piedra dispuesto a defenderse llegado el caso y siguió adelante, sin dejar el camino, que describía una curva en el centro del palmeral y seguía por la ribera. A la izquierda entreveía el Nilo, unas listas de mercurio que ondeaban más allá de las palmeras, pero no divisaba ni rastro de la chica ni de quien la atacaba. Hasta que llegó al borde del palmeral y los árboles desaparecieron de su vista, no obtuvo una imagen clara de la agresión.

Ante él se abría una amplia pista que nacía a la derecha, en la plantación de caña, y seguía hacia el río. Allí vio una moto y más adelante la luz plateada de la luna recortó ante él dos siluetas. Una de ellas, con diferencia la más voluminosa, estaba arrodillada y daba la espalda al muchacho. Se fijó en que el hombre vestía al estilo occidental —pantalón, chaqueta de cuero con polvo incrustado, a pesar de que era una noche cálida— y sujetaba a la otra silueta, mucho más menuda, vestida con una djellaba suda. La muchacha no parecía oponer resistencia, sino que estaba tumbada como si estuviera paralizada, con el rostro oculto tras el considerable físico del violador.

—Te lo ruego —gimió ella—. Te ruego que no me hagas daño.

El muchacho quiso gritar, pero sentía miedo. Avanzó a rastras y se puso en cuclillas detrás de unas adelfas sin soltar la piedra que llevaba en la mano. Desde allí pudo ver bien a la chica y la reconoció. Era Iman el-Badri, la ciega de Sheij Abd el-Qurna, aquella de quien todos se reían, pues en lugar de ocuparse de las tareas asignadas a las chicas —lavar, limpiar y cocinar— se pasaba el día en los viejos templos dando golpecitos con su bastón de un lado para otro y tocando los grabados de los escritos, que todo el mundo decía que comprendía gracias al tacto. Iman la bruja, la llamaban. Iman la tonta.

Observando entre las hojas de adelfa cómo la manoseaba aquel hombre, el muchacho se arrepintió de haberse burlado de ella, pese a que todos lo habían hecho, incluso sus propios hermanos.

—Tengo miedo —repitió—. Te ruego que no me hagas daño.

—No, si haces lo que te digo, bonita.

Eran las primeras palabras que pronunciaba el hombre, o al menos las primeras que oía el muchacho. La voz era áspera y gutural, y hablaba árabe con un acento fuerte. Riéndose, le quitó el pañuelo y pasó una mano por su pelo. Ella empezó a sollozar.

Por más aterrorizado que estuviera, el muchacho sabía que tenía que hacer algo. Calculó la distancia que le separaba de las siluetas que tenía delante y echó el brazo hacia atrás, dispuesto a lanzar la piedra contra la cabeza del violador.

No tuvo tiempo: de pronto, el hombre se levantó, se volvió y la luna iluminó su rostro.

El muchacho ahogó un grito. Había visto la cara de un demonio. Los ojos no eran propiamente tales, sino unos pequeños agujeros negros; en el punto donde debía encontrarse la nariz no había nada. No tenía labios, solamente dientes, unos dientes anormalmente grandes y blancos, como las fauces de un animal. La piel se veía pálida, traslúcida, y las mejillas hundidas, como si retrocedieran de asco ante la grotesca imagen de la que formaban parte.

El muchacho comprendió de quién se trataba, pues había oído los rumores: era un hawaga, un extranjero, que trabajaba en las tumbas y que allí donde debía tener la cara presentaba, en cambio, un espacio vacío. Un espíritu maligno, decían, que merodeaba de noche, bebía sangre y desaparecía durante semanas en el desierto para entrar en comunión con sus semejantes, los demonios. El muchacho hizo una mueca en su intento de contener el chillido que luchaba por salir de su boca.

—Alá, protégeme —murmuró—. Alá, aléjalo de mí.

Por un momento temió que hubiera podido oírle, pues el monstruo avanzó un paso, fijó la vista en el arbusto, con la cabeza ladeada como si pretendiera escuchar. Pasaron unos segundos, unos segundos de angustia. Luego, con una risita bronca, algo parecido al jadeo de un perro, el hombre se fue hacia la moto. Su víctima se levantó, aún sollozando, aunque más sosegada.

Al llegar a la moto, el hombre sacó una botella del bolsillo de la chaqueta, la destapó con los dientes y echó un trago. Eructó, volvió a beber y se metió otra vez la botella en uno de los bolsillos mientras sacaba algo de otro. El muchacho solo distinguió unas correas y unas hebillas y dio por supuesto que se trataba de un casco, pero en lugar de ponérselo en la cabeza, el hombre sacudió el objeto, le dio un golpe, se lo llevó a la cara y levantó las manos para sujetar las correas por detrás de la cabeza. Se trataba de una máscara, una máscara de cuero que le cubría el rostro desde la frente hasta la barbilla, con unos orificios para los ojos y la boca. En cierto modo le daba un aspecto más grotesco del que tenía con las deformidades que pretendía ocultar, lo que hizo soltar al muchacho otro grito de terror entrecortado. El hombre fijó otra vez la vista en él: aquellos ojos blancos se movían tras el cuero escrutando como si estuvieran en el interior de una cueva. Se dio la vuelta, asió el manillar del vehículo y colocó el pie en el pedal de arranque.

—Esto no se lo cuentes a nadie —dijo a la chica, en árabe como antes—. ¿Entendido? A nadie. Es nuestro secreto.

Accionó el pedal con el pie y el motor cobró vida. Aceleró unas cuantas veces con el

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