Muerte de una sirena

A. J. Kazinski
Thomas Rydahl

Fragmento

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1

 

 

 

 

No es normal. Lo normal es un hombre que le arranque las ropas. Lo normal es un hombre que la zarandee. Lo normal es un hombre que se abra la bragueta y le enseñe sus negruras esperando que esa visión la asombre. Lo normal es un hombre tan cansado, tan borracho y tan cachondo que ni siquiera la mire, no sepa que se llama Anna, ni que tiene una hija de seis años, la pequeña Marie, a la que está cuidando su tía en una habitación cercana. Lo normal es un hombre que solo piense en ella como una blanda raja.

Pero este cliente no es normal.

Nunca se ha quitado la ropa, ni la ha empujado, ni le ha mostrado nada en sus pantalones. No es rico, pero tampoco pobre, quizá sea estudiante, una especie de poeta, según tiene entendido, aunque él no habla mucho. Solo conoce su apellido: Andersen. Incluso a estas horas de la noche va anormalmente arreglado y perfumado. Desde la última vez, se ha dejado crecer el bigote, lo que le da una apariencia más masculina, piensa Anna, pero no se atreve a decir nada. Estará cerca de los treinta, quizá un poco más, es difícil saberlo. Se ha sentado en el banco junto a la pared y está sacando sus tijeras y papeles de colores. No busca más que eso: observarla y hacer unas siluetas que se le parezcan. De vez en cuando levanta la vista con sus grandes ojos, rápidamente, avergonzado, tras lo cual su mirada regresa a las tijeras y el papel de colores. Está absorto en el movimiento de las tijeras, los retales que caen del papel mientras va cortando. El instrumento se retuerce y hace incisiones en el papel de un modo asombroso; Anna nunca ha visto a nadie recortar así, ni siquiera a su tío, que era sastre. Le sorprende la manera en que es capaz de extraer lo bello y hacer desaparecer el resto. Queda una versión fina de Anna, con el pelo suelto y formas antinaturales, sin ningún rastro de lo desagradable que los muchos clientes han ido dejando en sus ojos, el hueco que ocupaba su incisivo y las arruguitas de preocupación en la frente, preocupación por la pequeña Marie, por cómo le irá, si Anna será capaz de darle una vida mejor que la que ella ha tenido.

También Andersen le pide cosas extrañas. ¿Podría, por favor, estirar los brazos y manos hacia el techo? ¿Podría, por favor, subir la pierna como las bailarinas del teatro? Y ella lo hace. O al menos lo intenta. Por el dinero que suele darle, haría prácticamente cualquier cosa. De todos modos, no desea que deje caer las enaguas, nunca quiere verle el sexo, solo los pechos, las formas. Ella le ha preguntado si se quita la última y definitiva prenda. Pero no, absolutamente no. La hermana pequeña de Anna, Molly, piensa que no es natural. No te puedes fiar de un hombre que no bebe y que no se acuesta con mujeres, dice Molly. Por otra parte, puedes confiar en que un hombre que bebe y se acuesta con mujeres tarde o temprano te hará daño. Así son los hombres.

Anna se estira, yergue los pechos hacia él, ambas manos en el fino talle. Él levanta la vista, una mirada en los blancos senos de Anna, que cuelgan sin obstáculos y se balancean ligeramente.

En la calle suena el canto del sereno. «Las nueve en punto y sin novedad». Siempre el mismo sereno, cada uno tiene que controlar su zona de la ciudad, y las callejuelas exigen un vigilante firme, que pueda intervenir en las peleas, controlar a marineros borrachos, conducir ante el juez a los raterillos, poner orden en el caos.

—Ay —exclama Andersen retirando el dedo; la sangre gotea en el suelo.

—Déjeme ayudarlo —dice ella e intenta acercarse.

Él parece asustado y chupa la sangre del dedo.

—No, no —contesta.

—Pero está usted sangrando.

—Me tengo que ir, es muy tarde, demasiado tarde —dice el hombre, infeliz como un niño.

—¿A casa con su familia? —pregunta ella, mientras se apresura a vestirse imaginando al hombre alto y delgado junto a una esposa pálida y hermosa con un niño en cada pecho.

Él no responde, sino que se levanta y pone sus recortes en un cartapacio de cuero negro. Sus rizos casi tocan el techo; de tan alto como es se parece…, sí, eso es, se parece casi a uno de esos monos de brazos largos que Anna ha visto en el parque de atracciones.

—Por sus molestias —dice él poniendo en su mano una cálida moneda junto con una gota de sangre—. Y por su discreción —agrega.

Ella asiente, pero le parece que debería hacer una reverencia.

—¿Puedo verlo? —pregunta Anna y se sorprende a sí misma. No suele pedir nada a los clientes.

Andersen también está sorprendido, asustado.

—¿Verlo?

—A mí —dice ella señalando con la cabeza en dirección a la carpeta de cuero, que él aprieta con sus largos dedos como las garras sobre una presa.

—La próxima vez, la próxima. No estoy contento, todavía no —responde Andersen—. Pero no fue culpa suya, de ningún modo, sino mía.

Abre la puerta y mira hacia el pasillo. Como a la mayoría de sus clientes, no le apetece mucho encontrarse con los otros hombres que pasan por allí. Luego se despide rápidamente, no tiene un sombrero alto para la cabeza como los caballeros elegantes, solo una blanda gorra de seda negra, que probablemente sea una talla demasiado pequeña y con seguridad esté comprada en el extranjero, tal vez en Francia. Anna recuerda vagamente a un cliente francés (deben de haber pasado ya varios años desde entonces) que usaba el mismo tipo de tocado y que, por cierto, pagaba con billetes franceses obsoletos.

Andersen llega al marco de la puerta y desaparece. Suenan las botas contra el piso de madera hasta que se marcha.

Anna está contenta, el flaco poeta era el último cliente del día. Ya puede ir con Molly. Y la pequeña Marie, que con suerte estará ya dormida.

Se vuelve a poner el vestido y recoge los papeles. Están dispersos como grandes copos de nieve; aquí reconoce un pecho, allí una pierna. Varias veces durante el proceso, Andersen se ha mostrado descontento y ha comenzado de nuevo. Anna guarda el dinero en el monedero y piensa en la sopa con berza y trozos de cerdo salado que sirven en la esquina por seis chelines.

Llaman a la puerta. Un sonido al que ella nunca se acostumbra, el sonido de un nuevo cliente, nuevas repugnancias, hombres que quieren excavar con los dedos en sus aberturas, lavarse con su orina, azotarla con cinturones. Por lo general, los clientes suelen decir su nombre, pero fuera solo hay silencio. Tal vez sea el poeta que ha regresado, tal vez se ha olvidado de algo.

—¿Es usted, señor Andersen?

No hay respuesta. En su lugar llaman de nuevo, el ritmo de lo impredecible. Pone el oído en la puerta y oye a alguien

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