La jurado 272

Graham Moore

Fragmento

cap-1

1

Diez años en Los Ángeles

Presente

Maya Seale extrajo dos fotografías del maletín. Las puso boca abajo, pegadas a la falda, y las mantuvo ahí. Al final, todo se reduciría a saber elegir el momento oportuno.

—¿Señora Seale? Estamos esperando —la apremió el juez.

Belén Vásquez, la clienta de Maya, sufría malos tratos por parte de su marido, Elián. Existían cuantiosos informes de urgencias que lo corroboraban. Una mañana, unos meses antes, Belén no pudo más. Apuñaló a su marido mientras este dormía; luego lo decapitó con unas tijeras de podar y pasó el resto del día conduciendo su Hyundai Elantra verde con la cabeza cercenada en el salpicadero. O nadie se percató, o nadie quiso inmiscuirse. Finalmente, un policía la paró por saltarse un semáforo, y Belén se las arregló para embutir la cabeza en la guantera.

Lo bueno, desde el punto de vista de Maya, era que la acusación solo contaba con una prueba física sólida contra Belén. Lo malo, que la prueba era la cabeza.

—Estoy lista, Señoría.

Maya posó una mano sobre el hombro de su clienta con ánimo tranquilizador y luego se acercó sin prisa al banco de los testigos, donde el agente Jason Shaw esperaba sentado con su ostentosa medalla al servicio distinguido prendida en la solapa del uniforme azul del Departamento de Policía de Los Ángeles, y a la vista de todos.

—Agente Shaw, ¿qué ocurrió cuando hizo parar a la señora Vásquez? —preguntó.

—Bueno, señora, como decía, mi compañero se quedó detrás del vehículo de la señora Vásquez mientras yo me acercaba a la ventanilla.

Estaba visto que iba a ser uno de esos polis que empleaban lo del «señora» con ella, un latiguillo que Maya odiaba. Y no porque tuviera treinta y seis años —lo cual, debía admitir, justificaba el calificativo de «señora»—, sino porque se trataba de un intento flagrante de hacer que pareciera una estirada.

Se retiró el pelo, corto y oscuro, detrás de la oreja.

—Y cuando se acercó a la ventanilla, ¿vio a la señora Vásquez sentada en el asiento del conductor?

—Sí, señora.

—¿Le solicitó el carnet de conducir y la documentación del vehículo?

—Sí, señora.

—¿Ella se los entregó?

—Sí, señora.

—¿Le solicitó algo más?

—Le pregunté por qué tenía sangre en las manos. —El agente Shaw guardó silencio un instante—. Señora.

—¿Y qué le contestó la señora Vásquez?

—Dijo que se había cortado en la cocina.

—¿Y le mostró alguna prueba que respaldara tal afirmación?

—Sí, señora. Me enseñó la venda que llevaba en la mano derecha.

—¿Le preguntó algo más?

—Le pedí que saliera del vehículo.

—¿Por qué?

—Porque tenía sangre en las manos.

—Pero ¿no le había ofrecido una explicación perfectamente razonable acerca de la sangre?

—Quise investigar un poco más.

—¿Por qué quiso seguir investigando si la señora Vásquez le había ofrecido una explicación razonable? —insistió Maya.

Shaw la miró como si se tratara de una vigilante de pasillo que lo estuviera enviando al despacho del director por una infracción leve.

—Tuve una intuición —contestó.

En ese momento, Maya sintió lástima por el pobre hombre. El fiscal no lo había preparado bien.

—Discúlpeme, agente, ¿podría detallarnos un poco más esa «intuición»?

—Puede que viera parte de la cabeza.

El pobre diablo no hacía más que seguir cavando su propia tumba.

—¿Puede que viera parte de la cabeza? —repitió Maya, despacio.

—Estaba oscuro —reconoció Shaw—, pero a lo mejor, de manera inconsciente, vi parte del pelo, o sea, el pelo de la cabeza, asomando por la guantera.

Maya miró de soslayo al fiscal, que se rascaba la barba blanca en silencio mientras Shaw se cargaba el caso él solito.

Había llegado el momento de las fotografías.

Maya las sostuvo en alto, una en cada mano. Ambas imágenes mostraban, desde ángulos distintos, la cabeza de un hombre encajada en una guantera. Elián Vásquez llevaba el pelo rapado y lucía un bigote fino y descuidado, cubierto de sangre reseca. Una mancha carmesí le recorría la mejilla. Era evidente que la cabeza se había desangrado en otro lugar, tras lo cual la habían embutido en el compartimento, sobre el desgastado manual del Hyundai y la documentación del coche.

—Agente, ¿tomó usted estas fotografías la noche en cuestión?

Se las tendió.

—Así es, señora.

—¿No muestran que la cabeza estaba dentro de la guantera?

—La cabeza está en la guantera, señora.

—¿La guantera estaba cerrada cuando le pidió a la señora Vásquez que saliera del coche?

—Sí, señora.

—Entonces, ¿cómo es posible que viera la cabeza si estaba dentro de la guantera?

—No lo sé, pero, vaya, la encontramos ahí dentro cuando registramos el vehículo. No puede decirme que la cabeza no estaba ahí, porque mírela.

—Lo que le pregunto es por qué decidió registrar el coche.

—La mujer tenía sangre en las manos.

—¿No acaba de decir hace un momento que «a lo mejor» vio el pelo asomando de la guantera? Si quiere, le pido al taquígrafo que se lo lea.

—No, es decir... Estaba lo de la sangre. A lo mejor vi el pelo. No lo sé. Fue una intuición, ya se lo he dicho.

Maya se detuvo muy cerca del banco de los testigos.

—¿En qué quedamos, agente? ¿Llevó a cabo el registro del vehículo de la señora Vásquez porque atisbó una cabeza cortada, cosa que es imposible, o porque la mujer tenía sangre en las manos, circunstancia para la que existía una explicación perfectamente lícita?

Shaw se reconcomía de rabia mientras trataba de hallar una respuesta aceptable. Acababa de comprender hasta qué punto había metido la pata.

Maya miró con disimulo al fiscal, que se masajeaba las sienes como si tuviera migraña.

El fiscal efectuó un intento desesperado de que Shaw se ciñera a una de las dos historias, pero el daño ya estaba hecho. El juez estableció el lunes siguiente como fecha límite para la presentación de los escritos de ambas partes, tras lo que se pronunciaría de manera definitiva sobre la admisibilidad de la cabeza cortada.

Maya se sentó al lado de su clienta y le susurró que la vista había ido muy bien.

—Vale —musitó Belén, pero no la miró a la cara. Aún no se veía con ánimo de celebrarlo. Maya agradeció el cauto pesimismo.

El alguacil escoltó a Belén fuera de la sala, de vuelta al calabozo, y a continuación el secretario judicial anunció la siguiente vista.

El fiscal se acercó con sigilo.

—Si excluyes la cabeza, te ofrezco homicidio en segundo grado.

—Sin cabeza, te quedas sin el cuerpo de la cocina y sin las tijeras de podar del cajón —se burló Maya—. No tendrás ni una sola prueba física que relacione a mi clienta con la muerte de su marido.

—Su marido, al que mató.

—¿Has visto los informes de urgencias? ¿Las costillas rotas? ¿La mandíbula partida?

—Si quieres alegar legítima defensa, adelante. Si pretendes argumentar que

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