Ninguna de nosotras tendrá compasión

Paz Castelló

Fragmento

Capítulo 1. Camila

1

Camila

Alicante, marzo de 2012

El agua estaba caliente. Podía adivinarse por el vaho que había empañado el espejo del baño en pocos minutos. El cuerpo desnudo de Nora, sumergido hasta los pechos, parecía de porcelana. Sus pezones querían salir a flote y por momentos lo conseguían, para volver a bucear en paralelo, erizados y pétreos. La contemplé con fascinación, con la boca abierta de puro instinto, hasta que la lengua seca me obligó a tragar saliva. Nunca antes me había sentido atraída por una mujer, no de aquella forma al menos, ni siquiera en la imaginación de un deseo recóndito de esos que te hacen sudar en sueños. En aquel paseo por su cuerpo descubrí la mariposa que llevaba tatuada en el pubis y de la que me había hablado semanas atrás. Ella dejó escapar una sonrisa casi perversa y entreabrió las piernas ligeramente, consciente de que mi forma de mirarla era la respuesta esperada a su provocación. Entonces escribió mi nombre en su antebrazo arañando con la uña de su dedo índice, pintada de azul, a juego con su pelo.

—Camila —dijo casi jadeando—. Ca-mi-la... He pensado que quedaría precioso tatuado justo aquí, ¿no te parece? Me gusta tu nombre casi tanto como me gustas tú.

—Sin embargo, yo siempre lo he odiado —repuse sin saber muy bien cómo reaccionar—. Me lo pusieron por Camila O’Gorman. —Nora frunció el ceño confundida—. Es una vieja y triste historia. Algún día te la contaré.

—Báñate conmigo y cuéntamela ahora mientras te cepillo el pelo.

Me pareció la propuesta más sensual que me habían hecho nunca y solo imaginarlo me excitó. Pude sentir una humedad cálida y repentina invadir mi sexo y me sonrojé temiendo que ella pudiera adivinarlo. Estoy segura de que supo lo que estaba sintiendo, porque soltó una carcajada.

—Te burlas de mí, Nora —le reproché—. Me siento ridícula. Tú, tan... joven y tan segura de ti misma. Parece que siempre sabes lo que quieres y vas a por ello. Y yo, con veinte años más que tú, no sé ni qué pensar, ni qué sentir, ni qué hacer... Tengo la sensación de que estás jugando conmigo.

Nora dulcificó el rostro. Se incorporó y se puso en pie, provocando un pequeño tsunami en el agua de la bañera. Las llamas de las velas con aroma a vainilla que había colocado sobre el lavabo se contornearon como si bailaran la danza del vientre frente a nosotras. Entonces, con un gesto de la mano me pidió que me acercara. Obedecí sin rechistar, secuestrada por un deseo tan profundo como novedoso para mí. La respiración se me aceleró y pude sentir mis pechos turgentes debajo de la ropa ansiar que ella los acariciara.

—No te preocupes... —susurró a un centímetro de mi boca—, no tengas miedo. Nada de lo que hagas hará daño a nadie. Esto solo nos importa a ti y a mí. El mundo es egoísta, Camila. Lo que haya entre nosotras será nuestro y de nadie más. Solo tú y yo decidiremos qué queremos que pase. ¿Por qué te sientes culpable? ¿Qué más da los años que tengas? ¿Qué más da los que tenga yo? Solo son números. Y sí, soy una mujer y tú también lo eres, pero ¿de verdad importa eso? Yo creo que solo importa la felicidad. Mereces ser feliz, ¿no crees?

Esquivé su mirada, cargada de obscenas verdades, y me topé con la mía en el espejo, rebosante de toda una vida de mentiras. Ella me cogió la barbilla con suavidad y volvió a colocar sus labios frente a los míos. De pronto me besó con una lascivia desconocida. Cerré los ojos y me alimenté de su lengua durante unos minutos. Sabía dulce. Apenas supe cómo acompasar mi respiración a su boca y a los latidos de mi corazón, que palpitaba desbocado.

—Te deseo, Camila, ¿de verdad no me deseas tú a mí?

Aún no estaba preparada para decirle que sí, aunque todo mi cuerpo fuera una afirmación rotunda e incontestable. Así que no dije nada. No verbalicé lo que estaba sintiendo, por miedo a que salieran por mi boca palabras sin retorno, temerosa de una situación de la que quería huir y que al mismo tiempo me atraía como un imán.

Sin salir de la bañera, Camila comenzó a desnudarme. Empezó a desabrocharme la blusa con la cadencia de un deseo contenido en cada botón. Yo simplemente me dejé hacer mientras contemplaba su belleza. Estaba claro que ella tenía todo el control de la situación. Cuando terminó, dejó caer la blusa al suelo. Luego me ordenó con dulzura que me quitara los pantalones, los zapatos y los calcetines, y yo obedecí de nuevo. Después jugó con los tirantes de mi sujetador y dibujó su contorno en mi piel con la uña pintada de color azul. Sentí una bocanada de calor que nacía en lo más profundo de mi vientre. Fui yo la que decidió entonces dejar mis pechos desnudos y ligeramente lánguidos frente a los suyos, tersos y firmes. Ella me atrajo hacia su cuerpo y me invitó a meterme en la bañera vestida tan solo con mis bragas.

—Me gustas —sentenció.

Sé que lo dijo porque adivinó que me sentía vulnerable, desnuda e inexperta frente a la perfección de su cuerpo joven, que parecía esculpido por un artista, pero a mí me gustó escucharlo.

De pie, el agua nos llegaba por la pantorrilla. Conservaba una temperatura agradable. El aroma a vainilla de las velas había invadido el baño. La luz de la luna, casi llena, se colaba por la pequeña ventana y a lo lejos escuchamos pasar el tren de las diez de la noche con destino a Madrid.

—Date la vuelta —me dijo mientras me giraba hasta colocarme dándole la espalda—. Mírate. —El espejo de pared que teníamos enfrente reflejaba mi cuerpo y adivinaba el contorno del de Nora detrás de mí. Aún conservaba algo de vaho, y la tenue luz de las velas en complicidad con la de la luna suavizaba cualquier defecto. Me gustó verme.

—No dejes de mirarte —me ordenó al oído.

Nora diseminó un puñado de besos en mi espalda. Algunos solo fueron leves caricias de sus labios; otros, húmedos círculos dibujados con su lengua y los menos, pequeños bocados con la intensidad suficiente como para rozar la frontera entre el dolor y el placer. Todos me hicieron estremecer con la misma intensidad. Me dolían los pezones de tan endurecidos como estaban y hasta el espejo parecía estar excitado. Cuando llegó a las caderas, deslizó su mano derecha por mi vientre presionando sus pechos contra mi espalda. Serpenteó hasta esconderla, muy despacio, debajo de mis bragas. Entonces abrí las piernas, dándole permiso a que me explorara e hiciera conmigo lo que quisiera. Se me escapó un gemido que hizo equilibrios con su respiración jadeante pegada a mi oreja, componiendo una melodía de placer absoluto.

—Arrodíllate, estarás más cómoda —dijo.

Ambas lo hicimos. El agua caliente me empapó las bragas y Nora continuó jugando con mi clítoris con habilidad. Ella jadeaba cada vez con mayor intensidad y escuchar su placer intensificaba el mío sobremanera. La escena era un lienzo en movimiento dentro del marco del espejo. Dos cuerpos lujurioso

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