Algunos días de enero (Inspector Mascarell 12)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Capítulo 1

1

Seguir a alguien era desagradable.

No acercarse mucho, por si acaso el hombre se volvía y luego lo reconocía en otro momento. No separarse demasiado, por si le perdía inesperadamente entre la gente. A sus años, tampoco estaba como para echar a correr.

Y el perseguido, desde luego, iba rápido.

No estaba paseando.

Encima, después de comer, agitando la digestión...

Miquel tuvo que apretar el paso para cruzar la calle antes de que los coches se le echaran encima.

Coches, coches. El día menos pensado la ciudad sería de ellos.

En el 47 apenas si había reconocido Barcelona después de ocho años y medio en el Valle de los Caídos. Ahora, cuatro años y medio después, lo que le costaba era adaptarse a los cambios.

Cada vez más veloces.

Pensó en Raquel, y en cómo sería el mundo dentro de veinte o treinta años.

Pasó una mujer por delante del hombre al que estaba siguiendo. Una mujer de bandera, elegante, maquillada con esmero, zapatos de tacón alto y caminar firme. El hombre no sólo se volvió para verla bien, sino que le dijo algo. Miquel lo vio de perfil. Los ojos se le salían de las órbitas. La mujer no dijo nada, ni le miró. Siguió caminando resuelta y decidida.

Había piropos y piropos.

Miquel acabó de cogerle manía.

Sí, seguir a alguien era la parte menos gratificante de hacer de detective privado.

Y encima, en invierno...

Introdujo las manos hasta el fondo en los bolsillos del abrigo. Tenía que comprarse unos guantes. De lana. Patro ya le insistía, pero él le contestaba que los guantes eran para los viejos.

Los viejos.

Chasqueó la lengua.

Acababa de cumplir sesenta y siete años el 28 de diciembre.

¿Eran muchos, pocos?

Bueno, siempre dependía de cómo se sintiese uno.

Y él se sentía muy bien.

De maravilla.

Aunque el corazón en ocasiones pudiese pararse en el momento más inesperado.

¿Por qué no le decía a Fortuny que haría de detective en primavera y verano exclusivamente?

En realidad, diciembre había sido tranquilo. Ningún caso relevante. Muchos días sin hacer nada, relajado, en casa y en la mercería, jugando con Raquel. Era como si, por Navidad, a nadie le apeteciera meterse en líos. El último caso gordo había sido el de noviembre, justo dos meses antes, con lo del empresario del mundillo del espectáculo.

—¿Quién eres y por qué te estoy siguiendo? —le preguntó al aire sin apartar los ojos del hombre.

No sabía nada de él. Ni el nombre. Lo único que le había dado David Fortuny era la descripción y unas señas. La espera tampoco había sido larga, afortunadamente. El cliente quería saber a dónde iba el tipo y cómo se llamaba. ¿Cómo se llamaba? Bastaba con preguntar en la portería de la casa, ¿no? Bueno, el aviso de Fortuny había sido rápido y breve. A fin de cuentas, la mayoría de los clientes tampoco eran de fiar. Si contrataban a un detective privado en lugar de ir a la policía, era por algo. Por si faltara poco, desde que los detectives privados habían sido legalizados en 1951, contratar a uno también se había puesto de moda, sobre todo si se podía pagar. De pronto, todo el mundo sospechaba de todo el mundo por algún motivo. Un par de semanas antes, un empleado que robaba. Caso fácil. El tipo actuaba como si fuera invisible. La semana anterior el casanova que engañaba a su mujer... con la hermana gemela de la esposa. De locos. Si ésa era la «normalidad» de la posguerra...

Por suerte se había acabado el racionamiento, cada vez había menos cortes de luz... No es que el régimen hubiera levantado la mano. Seguía con el puño apretado. Pero para los pobres empezaba a vislumbrarse una luz.

—Lo mejor es tirar para adelante —decía Patro.

Lo malo era que la memoria seguía ahí, presente, y que los muertos ya no iban a volver.

Ni ellos ni la libertad.

Su perseguido llegó a la parada del tranvía y se detuvo.

Miquel se vio en la necesidad de acercarse, disimulando todo lo que pudo. El hombre llevaba una gabardina y una bufanda. O debajo se protegía con algún jersey grueso, o debía de estar pasando frío porque la gabardina era fina. Visto de cerca era un tanto patibulario: barba de dos días, cabello hirsuto y difícil de peinar, nariz aguileña, barbilla recta, pómulos marcados, huesos de las cejas prominentes, lo cual hacía que los ojos parecieran hundidos y marcados por sombras siniestras. Lo mismo que antes, con la mujer de bandera con la que se había cruzado, ahora se dedicó a mirar a las que esperaban el tranvía.

¿Un mujeriego?

La espera fue breve. El hombre se subió al 33. Primero dejó pasar a dos mujeres, aunque no lo hizo por galantería. Lo hizo para verles el trasero y las piernas, a pesar de llevar las dos sendos abrigos. Miquel ocupó la plataforma en último lugar, siempre atento a hurtarle la imagen a su perseguido en caso de que mirara hacia él, aunque, por lo visto, el tipo sólo tenía ojos para las féminas.

El tranvía siguió su curso.

Se bajaron en la calle Sants. Ellos dos y una mujer. El hombre continuó a pie unos pocos minutos, hacia arriba, perdiéndose por las callejuelas de la zona izquierda. Había menos gente, así que Miquel dejó algo más de distancia entre ellos. La persecución acabó, momentáneamente, cuando el hombre entró en un portal de la calle Olcinellas.

Miquel observó el edificio, viejo, gastado. No quiso entrar y buscar a la portera por si acaso. Mejor esperar. Cruzó la calzada y se instaló en la otra acera, a unos metros. Desde allí contempló mejor la fachada, las ventanas cerradas por el frío. No advirtió ninguna actividad detrás de ellas.

—¡Maldita sea! —farfulló golpeando con los pies en el suelo.

Como el perseguido tardase mucho en bajar...

Casi se sorprendió al verlo reaparecer.

Le dio la espalda, porque estaba solo en mitad de la calle, y despistó lo que pudo. Afortunadamente el hombre no reparó en él. Iba envuelto en sus pensamientos, con la mirada perdida en el suelo. Echó a andar de nuevo.

Dos minutos.

El bar estaba en la calle Riera Escuder. Un bar de barrio, no demasiado lleno por la hora. El hombre desapareció en el interior y, lo mismo que había hecho en la casa de la calle Olcinellas, volvió a salir a los pocos segundos. El mismo rostro, aunque esta vez le echó un vistazo al reloj. Luego miró a ambos lados de la calle. Pareció impacientarse, o estar nervioso. Por si acaso, Miquel se coló en un portal y trató de ocultarse.

Desde la penumbra continuó observando a su perseguido.

Ya no se mostraba calmado. Ahora estaba nervioso. Miró la hora otras dos veces en poco más de un minuto. Reaccionó y caminó calle arriba. Miquel le dio un poco más de margen.

Fue un tiempo perdido.

Lo que hizo el tipo fue, simplemente,

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