Algunos días de enero (Inspector Mascarell 12)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Capítulo 1

1

Seguir a alguien era desagradable.

No acercarse mucho, por si acaso el hombre se volvía y luego lo reconocía en otro momento. No separarse demasiado, por si le perdía inesperadamente entre la gente. A sus años, tampoco estaba como para echar a correr.

Y el perseguido, desde luego, iba rápido.

No estaba paseando.

Encima, después de comer, agitando la digestión...

Miquel tuvo que apretar el paso para cruzar la calle antes de que los coches se le echaran encima.

Coches, coches. El día menos pensado la ciudad sería de ellos.

En el 47 apenas si había reconocido Barcelona después de ocho años y medio en el Valle de los Caídos. Ahora, cuatro años y medio después, lo que le costaba era adaptarse a los cambios.

Cada vez más veloces.

Pensó en Raquel, y en cómo sería el mundo dentro de veinte o treinta años.

Pasó una mujer por delante del hombre al que estaba siguiendo. Una mujer de bandera, elegante, maquillada con esmero, zapatos de tacón alto y caminar firme. El hombre no sólo se volvió para verla bien, sino que le dijo algo. Miquel lo vio de perfil. Los ojos se le salían de las órbitas. La mujer no dijo nada, ni le miró. Siguió caminando resuelta y decidida.

Había piropos y piropos.

Miquel acabó de cogerle manía.

Sí, seguir a alguien era la parte menos gratificante de hacer de detective privado.

Y encima, en invierno...

Introdujo las manos hasta el fondo en los bolsillos del abrigo. Tenía que comprarse unos guantes. De lana. Patro ya le insistía, pero él le contestaba que los guantes eran para los viejos.

Los viejos.

Chasqueó la lengua.

Acababa de cumplir sesenta y siete años el 28 de diciembre.

¿Eran muchos, pocos?

Bueno, siempre dependía de cómo se sintiese uno.

Y él se sentía muy bien.

De maravilla.

Aunque el corazón en ocasiones pudiese pararse en el momento más inesperado.

¿Por qué no le decía a Fortuny que haría de detective en primavera y verano exclusivamente?

En realidad, diciembre había sido tranquilo. Ningún caso relevante. Muchos días sin hacer nada, relajado, en casa y en la mercería, jugando con Raquel. Era como si, por Navidad, a nadie le apeteciera meterse en líos. El último caso gordo había sido el de noviembre, justo dos meses antes, con lo del empresario del mundillo del espectáculo.

—¿Quién eres y por qué te estoy siguiendo? —le preguntó al aire sin apartar los ojos del hombre.

No sabía nada de él. Ni el nombre. Lo único que le había dado David Fortuny era la descripción y unas señas. La espera tampoco había sido larga, afortunadamente. El cliente quería saber a dónde iba el tipo y cómo se llamaba. ¿Cómo se llamaba? Bastaba con preguntar en la portería de la casa, ¿no? Bueno, el aviso de Fortuny había sido rápido y breve. A fin de cuentas, la mayoría de los clientes tampoco eran de fiar. Si contrataban a un detective privado en lugar de ir a la policía, era por algo. Por si faltara poco, desde que los detectives privados habían sido legalizados en 1951, contratar a uno también se había puesto de moda, sobre todo si se podía pagar. De pronto, todo el mundo sospechaba de todo el mundo por algún motivo. Un par de semanas antes, un empleado que robaba. Caso fácil. El tipo actuaba como si fuera invisible. La semana anterior el casanova que engañaba a su mujer... con la hermana gemela de la esposa. De locos. Si ésa era la «normalidad» de la posguerra...

Por suerte se había acabado el racionamiento, cada vez había menos cortes de luz... No es que el régimen hubiera levantado la mano. Seguía con el puño apretado. Pero para los pobres empezaba a vislumbrarse una luz.

—Lo mejor es tirar para adelante —decía Patro.

Lo malo era que la memoria seguía ahí, presente, y que los muertos ya no iban a volver.

Ni ellos ni la libertad.

Su perseguido llegó a la parada del tranvía y se detuvo.

Miquel se vio en la necesidad de acercarse, disimulando todo lo que pudo. El hombre llevaba una gabardina y una bufanda. O debajo se protegía con algún jersey grueso, o debía de estar pasando frío porque la gabardina era fina. Visto de cerca era un tanto patibulario: barba de dos días, cabello hirsuto y difícil de peinar, nariz aguileña, barbilla recta, pómulos marcados, huesos de las cejas prominentes, lo cual hacía que los ojos parecieran hundidos y marcados por sombras siniestras. Lo mismo que antes, con la mujer de bandera con la que se había cruzado, ahora se dedicó a mirar a las que esperaban el tranvía.

¿Un mujeriego?

La espera fue breve. El hombre se subió al 33. Primero dejó pasar a dos mujeres, aunque no lo hizo por galantería. Lo hizo para verles el trasero y las piernas, a pesar de llevar las dos sendos abrigos. Miquel ocupó la plataforma en último lugar, siempre atento a hurtarle la imagen a su perseguido en caso de que mirara hacia él, aunque, por lo visto, el tipo sólo tenía ojos para las féminas.

El tranvía siguió su curso.

Se bajaron en la calle Sants. Ellos dos y una mujer. El hombre continuó a pie unos pocos minutos, hacia arriba, perdiéndose por las callejuelas de la zona izquierda. Había menos gente, así que Miquel dejó algo más de distancia entre ellos. La persecución acabó, momentáneamente, cuando el hombre entró en un portal de la calle Olcinellas.

Miquel observó el edificio, viejo, gastado. No quiso entrar y buscar a la portera por si acaso. Mejor esperar. Cruzó la calzada y se instaló en la otra acera, a unos metros. Desde allí contempló mejor la fachada, las ventanas cerradas por el frío. No advirtió ninguna actividad detrás de ellas.

—¡Maldita sea! —farfulló golpeando con los pies en el suelo.

Como el perseguido tardase mucho en bajar...

Casi se sorprendió al verlo reaparecer.

Le dio la espalda, porque estaba solo en mitad de la calle, y despistó lo que pudo. Afortunadamente el hombre no reparó en él. Iba envuelto en sus pensamientos, con la mirada perdida en el suelo. Echó a andar de nuevo.

Dos minutos.

El bar estaba en la calle Riera Escuder. Un bar de barrio, no demasiado lleno por la hora. El hombre desapareció en el interior y, lo mismo que había hecho en la casa de la calle Olcinellas, volvió a salir a los pocos segundos. El mismo rostro, aunque esta vez le echó un vistazo al reloj. Luego miró a ambos lados de la calle. Pareció impacientarse, o estar nervioso. Por si acaso, Miquel se coló en un portal y trató de ocultarse.

Desde la penumbra continuó observando a su perseguido.

Ya no se mostraba calmado. Ahora estaba nervioso. Miró la hora otras dos veces en poco más de un minuto. Reaccionó y caminó calle arriba. Miquel le dio un poco más de margen.

Fue un tiempo perdido.

Lo que hizo el tipo fue, simplemente, dar la vuelta a la manzana por la calle Masriera, la placita Fénix, la calle Hartzenbusch y la calle Constitución, para regresar de nuevo a Riera Escuder.

El bar.

Sólo que esta vez sí se quedó en el interior tras echar un vistazo desde la puerta.

Miquel se arriesgó.

Entró en el bar dispuesto a jugársela. La atención del hombre, sin embargo, estaba en otra parte. Y era correspondida. El nuevo personaje era un joven de unos treinta y pocos años, rostro muy pálido, ojos saltones. Los dos se quedaron mirando unos segundos, hasta que el joven se levantó para ir al retrete del local.

Llevaba una bolsa relativamente grande, voluminosa.

El hombre le dio cinco segundos. Después fue tras él.

Miquel se acodó en la barra. Un camarero con aspecto de muerto viviente se le acercó rápido. No tuvo más remedio que pedir un café.

—¿Con leche?

—Sí.

—Es leche en polvo.

—Entonces no.

El camarero debió de pensar que era un finolis.

Miquel siguió pendiente de la puerta del retrete.

Un minuto.

Dos.

El café quemaba. Al menos la tacita le calentó las manos.

Tres minutos.

Los dos hombres seguían en el retrete.

Cuatro minutos.

Miquel frunció el ceño.

Lo más probable era que tuviese que seguirle de regreso a la casa desde la cual había iniciado la persecución. Otro largo camino a la intemperie.

Y averiguar su maldito nombre.

¿Por qué un cliente hacía seguir a alguien si no sabía quién era?

Cinco minutos.

Algo no iba bien.

¿Se trataba de una cita entre dos hombres para...?

No, en un bar no.

Había sido inspector de policía demasiados años. Y retirado o no, su sexto sentido sabía avisarle de cuándo algo no iba bien.

Dejó la taza sobre el mostrador y caminó hacia la puerta del retrete. Dudó entre llamar o abrirla sin más. Decidió hacer lo segundo. Puso la mano en el tirador y lo movió hacia abajo. Entró casi de golpe poniendo su mejor cara de despistado, como si tuviera la vejiga llena y estuviera a punto de aliviarse.

La puerta no se abrió del todo.

Golpeó contra la cabeza del treintañero, que estaba tirado en el suelo, boca arriba, degollado en medio de un enorme charco de sangre. El ruido fue extraño, igual que si acabase de darle a un tronco. El lugar no era grande, pero tampoco pequeño. Ni rastro de su perseguido. La bolsa estaba abierta y parte de su contenido desparramado por el suelo. Un contenido peculiar: papeles de periódico. Papeles de periódico cortados como si fueran paquetes de dinero y atados con gomas elásticas. El rostro del muerto lo decía todo: estupefacción, ojos abiertos, la realidad del último aliento mientras trataba inútilmente de respirar y comprendía que aquél era el instante final de su vida.

Había algo más.

Tenía la manga del brazo izquierdo arremangada, o subida a causa de la caída o la poca resistencia que hubiera podido ofrecerle al asesino, y por ella asomaba un número grabado en la piel.

Uno de tantos números con los que los nazis marcaban a los judíos en los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial.

Miquel sintió un ramalazo de frío.

Primero, por el giro inesperado de los acontecimientos.

Segundo, porque la ventana frontal estaba abierta y una ráfaga de viento helado se le incrustó en los huesos.

Ni siquiera pudo reaccionar.

La voz de otro hombre, asomado justo por detrás de él, resumió el caos que se le avecinaba.

—¡Por todos los santos! ¿Qué ha pasado aquí?

Capítulo 2

2

Una tarde que empezaba con un seguimiento, a pie y en tranvía, jugando a ser detective privado y en pleno invierno, desde luego no era de las mejores.

Si encima acababa en la comisaría...

Otra vez.

El comisario Amador le habría hecho fusilar. De no haber muerto en diciembre del 49, inesperadamente, a manos de la novia del Monuments Man asesinado, como colofón del caso de los cuadros robados, él ya no estaría en Barcelona haciendo de detective, y mucho menos vivo. El nuevo comisario, Sebastián Oliveros, era mejor persona, se lo había demostrado en junio del año anterior, pero si el cántaro iba tanto a la fuente...

Miquel miró la puerta.

¿Le estaba haciendo esperar aposta?

¿Para ponerle nervioso y que se lo hiciera en los pantalones?

¿Por qué no?

Llevaba una hora y media sentado en aquel pasillo, viendo pasar a policías de uniforme y a inspectores de paisano. Todos le echaban un vistazo, curiosos. Había corrido la voz. Acabaría siendo popular. Pronto le reconocerían por la calle. «Ése fue inspector de policía en la República», «¿No has oído hablar de él? Miguel Mascarell. Dicen que era bueno», «¿Y sigue vivo? Creía que Franco los había pasado a todos por la piedra», «¿Qué está haciendo aquí?».

Sí, ¿qué estaba haciendo allí?

«Ha habido un crimen, y él, casualmente, lo ha visto.»

Casualmente.

Oliveros debía de estar contrastando los primeros datos surgidos de la investigación previa. Cuando lo hiciese pasar, sería para atornillarle. Las probabilidades de acabar en una celda eran altas. Miquel intentaba encontrar argumentos para defenderse. Argumentos de inocencia. No había otros. Si el comisario descubría que trabajaba de detective, o de ayudante de un detective, sería su fin. Por lo tanto, estaba atado de pies y manos. Sabía quién había matado al joven del bar, y no podía decirlo sin descubrirse, sin revelar que le estaba siguiendo.

Volvió a odiar a David Fortuny.

Aunque en realidad la culpa era de él, y un poco de Patro, por animarle.

Otros cinco minutos.

Cerró los ojos y vio al muerto, degollado. Un buen tajo. El asesino había huido por la ventana, que daba a un patio trasero que, a su vez, comunicaba con un descampado propio de la zona, todavía en expansión cerca de las vías del tren. Los recortes de periódico imitando fajos de billetes indicaban que el muerto había tratado de estafar al hombre que él seguía. ¿Era suficiente para matarle? Por lo visto, sí.

¿Qué iba a vender el asesino y qué iba a comprar el muerto?

El cliente de Fortuny tendría que explicar muchas cosas.

Muchísimas.

—Señor...

Abrió los ojos. El policía de uniforme estaba parado delante de él. Le acababa de llamar «señor», con respeto. Viendo lo joven que era no le extrañó. Un veterano no habría sido tan amable. Miquel se puso en pie y sólo en ese momento se dio cuenta de lo cansado que estaba a pesar de llevar una hora y media sentado, esperando a que el comisario le recibiera.

Lo de «recibir» era un eufemismo, claro.

—Por aquí.

—Conozco el camino, hijo.

«Hijo.»

El policía no dijo nada. Se limitó a precederle. La puerta quedaba a tres metros. Miquel cubrió la distancia con seis derrotados pasos. Una vez abierta, no hubo más palabras.

El despacho de Sebastián Oliveros seguía igual, como si allí el tiempo no transcurriera. Los mismos muebles y hasta parecía que los mismos papeles tanto en la mesa como encima de los archivadores. El mapa de Barcelona, el de Cataluña, los retratos de Franco, la bandera, el crucifijo...

El comisario también estaba igual.

O sea, enfadado.

Primero, el cruce de miradas.

Luego, el filo cortante de su voz.

—Siéntese.

El policía ya los había dejado solos. Miquel obedeció la orden. Se sentó en la silla situada delante de la mesa. Amador le golpeó la primera vez, en julio del 47, y cayó al suelo, allí mismo, como un fardo apaleado. En esto, Sebastián Oliveros era muy distinto. O quizá perdurase el recuerdo de abril del 50, cuando Miquel le ayudó en el caso del diplomático asesinado.

Procuró concentrarse.

Oliveros intentaba meterse en su cabeza.

Miquel esperó.

Las primeras dos palabras tardaron bastante en llegar.

—¿Y bien?

Miquel se encogió de hombros.

—¿Qué quiere que le diga?

—¿Quién era ese hombre?

—Ni idea.

—Señor Mascarell...

El tono era más que cortante. Una cuchilla de afeitar estaba lejos de tener su filo.

—Se lo juro. No tengo ni la menor idea.

En el fondo decía la verdad.

Sebastián Oliveros no iba a creerle tan fácilmente.

Esperó, sin apartar los ojos de su interrogado.

—Mire, yo he ido al baño. He abierto la puerta y me lo he encontrado tendido en el suelo, con la sangre todavía saliéndole por la garganta, y con la ventana por la que acababa de huir su asesino abierta. ¿Qué más quiere que le diga? El señor que ha aparecido inmediatamente después de mí puede corroborarlo. Precisamente lo hemos comentado mientras esperábamos a la policía después de que el dueño del bar les llamara. Según parece, primero ha llegado el muerto, después ha entrado el que lo ha matado. Han ido casi juntos al retrete y... Yo no lo he visto, claro. Eso es lo que he oído. El arma del crimen tampoco estaba allí.

Sebastián Oliveros se cruzó de brazos.

Cinceló una sardónica sonrisa en su rostro.

—¿Me está diciendo que usted, nada menos que el ex inspector Mascarell, estaba en ese bar por casualidad?

—Pues sí.

—¿Usted —se lo repitió todavía más enfático—, todo un reputado policía, se tropieza con un asesinato así, sin más?

—Cosas más raras se han visto.

No le gustó la respuesta. Los ojos se le empequeñecieron.

—¿Y por qué no le creo? —Resopló el comisario.

—Pues no sé qué decirle. —Abrió las manos en un gesto de impotencia.

—Mi antecesor, el comisario Amador, ya le habría devuelto al Valle, o le habría hecho fusilar.

Miquel pensó que no, que el bestia de Amador le habría pegado un tiro él mismo.

Y allí, en aquel despacho.

—¿Qué culpa tengo yo de que me indultaran?

—Amador decía que el mejor rojo es el rojo muerto.

—Le recuerdo que yo no era rojo, comisario. Sólo un fiel servidor de la ley, sin colores ni banderas.

—Si él siguiera vivo...

—Pero no lo está —se atrevió a decir—. Y usted es diferente.

Sebastián Oliveros arqueó una ceja.

Dejó que las palabras de Miquel flotaran en el aire y luego cayeran despacio, copos de nieve en una fría mañana como aquélla.

—Mascarell. —Suspiró—. Sabe que, por una extraña razón, le respeto. De policía a policía. Lo que hizo en abril de 1950 para probar la inocencia de aquel periodista de La Vanguardia fue muy hábil. Pero en junio del año pasado me sacó de mis casillas cuando al que se acusó de asesinato fue a usted.

—No lo hice, y lo demostré. Si me hubiera entregado, usted habría tirado la llave.

—Debería meterle en la cárcel sólo por decir eso.

—Cuando se tiene a un culpable no se pierde el tiempo buscando a otro.

—¿Usted habría actuado así?

—No.

—Yo tampoco.

—Entonces lamento lo que pasó, pero se trataba de mi vida. —No quiso que el tono de su voz indicara pena o arrepentimiento.

—Lo que estoy tratando de decirle, y no se me escape —le previno—, es que en apenas un par de años usted ha estado metido en dos líos... que yo sepa. Y ahora, de pronto, sucede esto.

—Pura casualidad.

—¿Usted cree en las casualidades?

—No. Pero las hay.

—¿Qué hacía en ese bar? —Pareció decidido a ir al grano.

—Tomaba un café.

—¿Y en ese barrio? No está precisamente al lado de su casa.

—Comisario. —Buscó la calma en su tono—. Estoy retirado, o llámelo jubilado, mi mujer lleva la mercería; no soy mucho de quedarme en casa, aunque lo haga para cuidar a mi hija cuando toca. A veces paseo, y cuando lo hago, trato de recuperar la memoria, volver a los lugares que conocí de joven, para ver si siguen igual o han cambiado. Es una forma de volver a vivir, ¿sabe? Por la misma razón, intento dar con la gente que conocí antes de la guerra.

—La Cruzada —le rectificó.

No era la primera vez.

—La Cruzada —asintió Miquel—. En esa calle, la del bar, vivía antes un viejo conocido. Iba a ver si daba con él. Cuando me he encontrado con un solar vacío, me he desanimado mucho. Por eso, por el cansancio, el frío y la desolación que he sentido, he entrado en ese bar a tomar un café y echar una meadita.

—¿Quiere que le baje al sótano y le interroguen?

No lo dijo en un tono duro, sino más bien amable, pero sonó igual que un latigazo.

A Miquel se le encogió el alma.

También el estómago, que le crujió de manera inmisericorde, como si algo, allí dentro, se hubiera descompuesto de golpe.

Los sótanos de la comisaría de Vía Layetana eran un mundo sin retorno.

—No —musitó mientras negaba con la cabeza.

—¿Sabe que, si me miente, y lo descubro, será peor?

—Sí, lo sé. Y se lo repito: no tengo ni la menor idea de quiénes eran esos hombres. Ni el asesinado ni el asesino. Se lo juro por mi hija. Imagino que al menos ustedes sí sabrán quién era el muerto por su documentación, ¿no?

—El asesino ha tenido tiempo de limpiarle los bolsillos —dijo Sebastián Oliveros.

—¿Un robo?

—Vamos, Mascarell. Había una bolsa con periódicos fingiendo ser fajos de dinero, no me haga reír —espetó el comisario—. Esos dos quedaron para intercambiarse algo. A partir de aquí, teoría uno: el asesino abrió la bolsa antes de lo esperado y reaccionó rápido; teoría dos: se produjo el intercambio, el asesino mató al otro para recuperar lo suyo, y al abrir la bolsa se dio cuenta del engaño. Sea como sea, no perdió el tiempo. Quizá ya lo pensara todo así de buenas a primeras.

Miquel recordó el número del brazo.

Cerró la boca.

Lo mejor era fingir que los detalles superfluos se le habían escapado. ¿Qué más daba que el muerto fuese el superviviente de un campo nazi?

Llegaba el momento de la verdad. O el comisario le dejaba ir o pasaría una pésima noche «abajo».

Y ya no era tan fuerte como para aguantar nada, y menos una paliza o una tortura.

Esperó.

El veredicto fue rápido.

—Váyase, Mascarell.

—Sí, será lo mejor. —Suspiró con ganas de gritar de alivio mientras se incorporaba.

—Usted me da que pensar, ¿sabe?

—¿Yo? —Se detuvo ya en pie.

—Creo que ya se lo he dicho alguna que otra vez. Está vivo de milagro, tiene una mujer joven y guapa, una hija a sus años, un pequeño negocio que le asegura la vida... Cualquier otro estaría dando saltos de alegría y agradeciéndole a Dios tanta suerte. En cambio...

—¿En cambio qué?

—No sé por qué se la juega.

—Yo no me la juego, señor comisario.

Por primera vez, los ojos de Sebastián Oliveros se hicieron crepusculares.

Reapareció su atisbo de humanidad y respeto.

—¿Es verdad que mi antecesor le agredió en este despacho?

—Dos veces.

—¿Qué siente al estar aquí de nuevo?

—No pienso en ello, aunque... sí es cierto que siento nostalgia de la comisaría. Usted debería ser el primero en comprenderme. En otro tiempo habríamos sido camaradas.

La palabra «camarada» quizá no hubiera sido la mejor.

Aún tenía connotaciones comunistas.

Pero ya estaba dicha.

—Cometa un error, por pequeño que sea, y el respeto que le tengo se irá al garete, ¿me comprende?

Una espada de Damocles suspendida sobre la cabeza.

Pero ¿acaso no había sido así desde que salió del Valle en julio del 47?

—Gracias, señor comisario. —Se dirigió a la puerta.

Esperó una última palabra.

No llegó.

Cuando abandonó la comisaría y cambió de acera para subir Vía Layetana arriba, seguía temblando.

Capítulo 3

3

Era tarde.

Tarde para ir a ver a David Fortuny y discutir por el maldito lío en el que acababa de meterse. Tarde para hablar del cliente y el motivo de que hiciera seguir a un hombre que acababa de matar a otro delante de sus narices. Tarde para hacer otra cosa que no fuera irse a casa, abrazar a Patro y cenar en paz.

Y estaba cansado.

¿Era consciente de lo que acababa de jugarse?

La paciencia de Sebastián Oliveros no iba a ser eterna.

Casi le asombraba más el carácter del comisario que ninguna otra cosa.

¿Un fascista con principios?

Miquel caminó a buen paso hasta la calle Gerona. Luego enfiló por ella con menos vigor porque, no en vano, aunque leve, era de subida. Rebasó el cruce con la calle Aragón dispuesto a gastar sus últimas fuerzas en caso necesario. Por suerte para él, ningún tren pasaba en ese momento por las vías hundidas en el subsuelo ni había humo llenando de niebla y porquería el aire. Se tranquilizó y continuó andando hasta el siguiente cruce, el suyo.

Cuando entró en el portal se sintió a salvo.

—Buenas noches.

La portera soltó un gruñido.

No era una mala mujer, pero él había aparecido por allí de una forma sospechosa. Primero como realquilado de Patro. Después, ya con los rumores desatados, como marido de ella. El paso del tiempo no había hecho mucho por cambiar el talante de alguno de los vecinos. Una mujer que, anteriormente, había tenido una vida «difusa», que vivía sola, y que luego se casaba con un hombre que le doblaba la edad...

Los prejuicios no tenían sello de caducidad.

Miquel se detuvo en la puerta de su piso.

Comprobó la hora.

Raquel ya debía de llevar un buen rato dormida. Se había perdido la cena y acostarla.

—Mierda... —Suspiró.

Luego sonrió de oreja a oreja, un tanto falsa y exageradamente, y entró sin tratar de aparentar que lo hacía de forma discreta.

Patro apareció, como siempre que llegaba tarde y no la avisaba, en medio del pasillo.

Incluso llevaba un amenazador cucharón en la mano.

—Ya era hora —le reprochó.

La falsa y exagerada sonrisa desapareció.

¿Iba a engañarla?

—Lo siento. —Abrió las manos antes de llegar hasta ella.

—¿El señor detective está cansado? —Patro le puso el cucharón por delante, como si fuera una espada, impidiéndole abrazarla.

—Va, menos coñas —protestó Miquel con los brazos extendidos.

—Ya —dijo Patro—. El reposo del guerrero.

Le apartó el cucharón, la abrazó y la besó.

Un beso que, no mucho antes, dudaba de poder volver a darle.

Un beso que le supo a gloria.

Los labios de Patro eran cálidos, apetecibles, húmedos.

—¿Estás bien? —le preguntó ella al notar su apasionada ternura.

—Regular.

—Con lo que a ti te gusta espiar y seguir a la gente...

Se lo había dicho antes de irse: «Me toca seguir a un hombre que ni siquiera sé quién es».

Patro le mordió la punta de la nariz.

—Ha sido aburrido, y más con este frío —contemporizó Miquel.

—¿Has cenado algo? —Se apaciguó ella.

—No —dijo sin dejarla ir.

—Te caliento un poco de sopa.

—Espera.

Siguió abrazado a su mujer, aunque sabía que eso podía despertar sospechas. Para evitar la consabida pregunta acerca de si estaba bien, le dijo:

—Raquel duerme, claro.

—¿Tú qué crees?

—¿Ha preguntado por mí?

—No.

—¿No?

—¿Te crees que se ha puesto a hablar hoy por primera vez, así, sin más?

—Bueno, pero un gesto...

—Sí, hombre, sí —le tranquilizó—. Señalaba la puerta, como si te esperara. Le he leído su cuento y le he prometido que mañana le leerías dos. Va, déjame ir, pesado.

—Eso es lo malo de los matrimonios veteranos. —Suspiró él con resignada ironía, sacando su mejor lado humorístico—. Con los años, adiós a la pasión.

Patro se detuvo casi provocativamente, brazos en jarras y ojos traviesos.

—Mira que eres, ¿eh?

—Hace un frío que pela. ¿Nos acostamo

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