Capítulo 1
Madrugada del 26 de abril de 2011
Miren Triggs
No temas, que todo acaba.
—¡Ayuda! —chillo tocándome el vientre, con un hilo de sangre que emana de entre las costillas—. ¡Aguanta, Miren! —me susurro entre dientes, desesperada—. Aguanta, joder.
«Piensa rápido. Piensa. Llama a alguien. Pide ayuda, Miren, antes de que sea tarde».
Noto mis pulsaciones regurgitando mi propia sangre, como si fuese el vómito de mi alma mareada por las curvas de este último viaje. Fue un error. Es el fin.
No
debí
seguir.
No hay nadie en la calle salvo unos pasos que siguen los míos. Su sombra alargada por la luz de las farolas crece y desaparece, una y otra vez: grande, diminuta, enorme, inexistente, gigantesca, etérea. La pierdo de vista. ¡¿Dónde está?!
—¡Socorro! —grito de nuevo a una calle desierta y oscura, que me mira entre las sombras, cómplice de mi muerte.
«Tienes que contar la verdad, Miren. Venga, venga. ¡Venga! Tienes que llegar».
No tengo mi móvil, y aunque lo tuviese, cualquier auxilio ya llega demasiado tarde. Nadie podrá llegar hasta mí para salvarme antes de que él me mate. A quienquiera que llamase ahora pidiéndole ayuda solo encontraría el cadáver de una periodista de treinta y cinco años, que llevaba catorce años con el alma congelada por una noche fría y nefasta.
La luz de las farolas siempre revivían en mí aquel dolor de 1997, aquellos llantos que vociferé en el parque, mientras aullaba temblorosa por los hombres que sonreían durante aquel trauma imborrable. Quizá tendría que terminar todo así, bajo la intermitente luz de otras farolas negras, en la otra punta de Nueva York.
Troto con dificultad. Cada paso es una aguja afilada atravesándome el costado. El camino largo y oscuro por el que me arrastro solo conduce a Rockaway Beach, una larga y ancha playa golpeada por el viento y azotada por el hambre voraz del océano, frente al parque Jacob Riis. No hay nadie a estas horas. No ha amanecido todavía y la luna menguante ilumina con tristeza las huellas de pisadas en la arena. Miro atrás y también alumbra en negro intenso los finos hilos de la sangre que dejo tras de mí con cada paso. Al menos el inspector Miller podrá reconstruir mi último recorrido. Ese es el pensamiento de alguien que va a morir asesinada: qué quedará para identificar al asesino. Restos de ADN en las uñas, sangre de la víctima en el coche. Una vez me mate, me llevará a algún otro lugar y habré desaparecido del mundo para siempre. Tan solo permanecerán mis artículos, mi historia, mis miedos.
Llego al final del camino, giro a la izquierda y, con una agilidad que me destroza las fibras musculares rotas por la herida, me zambullo en un hueco de una de las estructuras de hormigón del antiguo Fort Tilden, abandonado a su suerte.
Lo que un día fueron unas instalaciones militares ahora no son más que unas ruinas inhóspitas frente al mar junto a una playa con forma de lengua que parece proteger Queens de la voracidad del Atlántico. Y al igual que Fort Tilden, yo, que hace unos días era una periodista incansable del Manhattan Press, ahora estoy siendo reducida a una chiquilla que grita temerosa, al mismo ritmo que él corre detrás de mí. En eso me he convertido. En una nueva versión de mis miedos. En un trapo sucio en el que el mundo se limpia sus vergüenzas y secretos. En una mujer pereciendo en manos de un degenerado.
Nadie me pidió ayuda. Y tuve que venir sola. Nadie me rogó que ahondase en aquello, pero una parte de mí chillaba para que buscase a Gina. No sé cómo no me di cuenta. Supongo que necesitaba volver… a sentirme muerta.
La polaroid. Todo empezó con ella. Aquella polaroid de Gina… ¿Cómo he sido tan… ingenua?
Miro a ambos lados en busca de una salida e intento guardar silencio entre los jadeos que explotan desde mi pecho. Oigo sus pasos entremezclados con el vendaval. Siento los granos de arena estampándose contra mi piel, como balas perdidas en una batalla entre el viento y la playa.
—¡Miren! —grita él, colérico—. ¡Miren! ¡Sal de donde estés!
Si me encuentra, es el fin. Si me quedo aquí, moriré desangrada. Noto el sueño. La caricia de la noche. El juego del alma en mi corazón. Ese del que hablan cuando comienzas a perder demasiada sangre. Tapo la herida y me duele como si me estuviesen marcando con hierro al rojo vivo las palabras: «propiedad de nadie».
Cierro los ojos y aprieto los dientes, tratando de contener las punzadas en mi costado, y una idea que creía sin esperanza surge de nuevo.
«Huye».
Levanto la vista desde mi escondite para analizar posibilidades y observo la valla hacia el parque Riis. Si pudiese saltarla, podría correr en dirección a las casas de Rockaway y pedir ayuda, pero la concertina superior que bordea muchas zonas de Fort Tilden tienen aspecto de poder abrirme en canal y desgarrarme las tripas si intento treparla.
Lo noto cerca.
No es su calor lo que siento, sino su frialdad. Su cuerpo gélido, inmóvil, a unos pasos de mí, seguramente con sus ojos observando con desdén el triste escondite en el que me resguardo. Un hijo de Dios relamiéndose por el cordero que va a sacrificar.
—¡Miren! —vuelve a gritar más cerca, incluso, de lo que podría esperar.
Y cometo otro error.
Justo en el preciso momento en el que aúlla mi nombre con su voz rota, me levanto y corro una última vez tratando de agarrarme a la vida, aunque todo va a acabar: me desangro, estoy sola y me voy sintiendo más y más débil.
Con cada paso vuelve a mi mente la imagen de Gina, su rostro ilusionado, su historia de dolor. La siento tan cerca que casi puedo tender la mano y acariciar su rostro de quince años, mirando feliz a la cámara en la foto que usaron para su desaparición. ¿Por qué no lo vi venir?
De pronto, todo cambia. Durante unos segundos percibo que ha dejado de seguirme. «Vuelvo a la vida, saldré de esta. Contaré la historia de Gina. Tengo que hacerlo. Lo vas a lograr, Miren».
«Estás a salvo».
En la lejanía percibo el horizonte nocturno de los rascacielos de la ciudad. Cuando estoy cerca de ellos, siempre me siento enana, pero de lejos, parecen pilares de cuarzo brillando con luz ancestral.
Su sombra aparece otra vez. Me fallan las fuerzas. Ya apenas puedo andar. La calle desierta, la luna llena atenta: «Estás muerta, Miren», parece decir. «Nunca dejaste de estarlo».
Cada paso que doy me desgarra por dentro; cada grito en el que me sumerjo se pierde en la más absoluta indiferencia. Solo el rugido lejano del océano se cuela de vez en cuando entre mis pasos débiles arrollando mis jadeos en la oscuridad.
—¡Miren, no corras! —vocifera.
Avanzo por la playa con dificultad, peleándome contra la arena que parece tener hambre de mis pies. Salto una pequeña valla de madera destartalada que sirve para contener la arena y, para mi suerte, alcanzo una calle asfaltada repleta de casas apagadas que conectan el centro de Neponsit, uno de los vecindarios de Rockaway, con la playa.
Aporreo la puerta de la primera de ellas, al tiempo que pido auxilio, pero estoy tan cansada que apenas se me escapa un suspiro. La vuelvo a aporrear, casi sin fuerza, pero no parece que haya nadie en el interior. Miro atrás, desesperada, temiendo que él aparezca de nuevo, pero no está en ninguna parte. Me engulle el rugido del mar. Una ola reconstruye los pedazos de mi alma. ¿Estoy a salvo?
Avanzo hasta la siguiente casa, de pilares redondeados en el porche, con barandillas de forjado y, en cuanto golpeo la puerta con la aldaba y los nudillos, una luz se enciende en su interior.
Mi salvación.
—¡Ayuda! —grito con fuerzas recobradas—. ¡Llame a la policía! Me persigue un…
Una mano aparta la cortina tras el cristal de la puerta y deja ver el rostro envejecido de una mujer de pelo blanco con cara de preocupación. ¿Dónde la he visto antes?
—¡Ayúdeme, señora! ¡Por favor!
Me mira arqueando las cejas y me dedica una leve sonrisa que no me reconforta.
—Dios santo, ¿qué te ha pasado, hija? —dice, al tiempo que abre la puerta y deja ver el camisón blanco que lleva—. Esa herida no tiene buena pinta, querida —añade con voz cálida—. Debería llamar a una ambulancia.
Me miro el abdomen. Un pozo rojo inunda mi camiseta desde el costado hasta la cadera. Tengo ambas manos cubiertas de mi propia sangre e incluso la aldaba de la puerta está llena de ella. «Quizá Jim descubra que llegué hasta aquí, aunque será mejor que no lo haga. Así estará a salvo. Así, al menos, uno de los dos seguirá con vida».
—No me…, no me encuentro bien —digo entre jadeos cada vez más débiles.
Trago saliva que me sabe a sangre antes de intentar hablar de nuevo, pero escucho unos pasos a mi espalda y todo se precipita. No tengo tiempo de girarme.
En el mismo instante en que la anciana eleva su mirada por encima de mi cabeza, percibo una sombra junto al marco de la puerta, noto el frío de su mano que me tapa la boca y, de golpe, la fuerza de su brazo rodea mi cuerpo.
Es el fin.
Siento la muerte en los ojos negros de la anciana, en el vacío de mi pecho, en mi último aliento con su mano tapándome la boca y, sin yo quererlo…
… lo recuerdo todo.
Capítulo 2
Fort Tilden
23 de abril de 2011
Tres días antes
Ben Miller
Corre, hermana,
antes de que lleguen los monstruos
que nos prometieron.
El inspector Benjamin Miller había aparcado su coche, un Pontiac gris con matrícula de Nueva York, en mitad de un camino de tierra del interior de la explanada de setos, zarzas y vegetación salvaje de Fort Tilden, justo frente a tres vehículos de policía con las luces encendidas.
Ya había anochecido cuando lo llamaron a su móvil. Estaba justo a punto de llevarse a la boca un trozo de pollo al horno que Lisa, su mujer, había cocinado para la cena. Ella había puesto cara de preocupación en cuanto vio a Ben con el teléfono en la oreja y escuchó el golpe del tenedor sobre el plato. Al verle el rostro serio se lamentó internamente, porque sabía lo que sucedía después de llamadas como aquella.
—¿Creéis que es Allison? —preguntó entonces el inspector Miller al auricular, para añadir tras una pausa—: Entiendo. ¿Dónde? ¿Fort Tilden? Voy de camino.
—¿Tienes que ir ahora? —le había preguntado Lisa al verlo ponerse en pie, aunque ella ya sabía la respuesta.
Le molestaba que el trabajo de Ben siempre estuviese presente, que fuese una constante en su vida y en su ánimo, pero llevaban tantos años bañándose en la desesperanza de las desapariciones, que ella se sentó a la mesa y dio un simple trago a su vaso de agua mientras esperaba, no una respuesta, sino algo de información sobre el motivo.
—Parece serio, Lisa —respondió él—. ¿Recuerdas a Allison Hernández?
—¿La niña de once años de Nueva Jersey?
—No…, la de Queens. Quince. Morena, pelo largo.
—Ah…, sí. Fue la semana pasada, ¿no? ¿La han encontrado?
—Creen que sí.
—¿Muerta? —preguntó Lisa, con un tono lleno de rutina y tristeza.
Ben no había respondido. Tan solo se había limitado a guardar silencio y a coger sus cosas antes de despedirse mientras agarraba la chaqueta gris del perchero. En un porcentaje reducido de ocasiones su trabajo terminaba así: con una llamada de unos adolescentes o de una pareja de senderistas, que divisaban un cadáver en el lecho del río Hudson, flotando tras días a la deriva o, como había sucedido no hace mucho, descuartizado en el interior de una maleta. En este último caso, los miembros de la unidad científica debían reconstruir no solo lo ocurrido, sino también un cuerpo.
—Mañana es… —dijo Lisa, con tono de aviso.
—Lo sé. Estaré aquí temprano —respondió él, triste.
Había conducido durante un largo camino desde Grymes Hill, en Staten Island, donde vivía en una casa de madera pintada en blanco, con cubreventanas azules y jardín resplandeciente, pero valla descuidada. Para llegar a Fort Tilden había cruzado el puente Verrazano-Narrows hacia Brooklyn, acompañado de un incesante flujo de luces rojas, mientras él pensaba en los padres de Allison y en cómo contarles la noticia. Luego bordeó Brooklyn por la costa, hasta llegar al puente de la avenida Marine, el acceso más rápido a la península de Rockaway. Justo cuando estaba cruzando el puente se dio cuenta de que la comitiva de vehículos que viajaba con él había desaparecido y que se estaba adentrando en una zona, sin duda, alejada del bullicio y el estrés de la ciudad. El vacío, el espacio y la enorme amplitud entre los edificios de la zona nada tenían que ver con el sentimiento de opresión en las inmediaciones de Manhattan. Rockaway parecía, ya desde el mismo puente de entrada, tener un ritmo distinto a todo cuanto estaba acostumbrado. Nada más llegar a la explanada desierta que se abría en la conexión del puente, observó varias señales que dirigían hacia Fort Tilden. Pronto giró a la derecha y, a medio camino de Rockaway Bulevard, vio dos agentes de policía fuera de su vehículo, en la entrada de un camino de tierra que se adentraba en el parque Riis.
—Soy el inspector Miller, Unidad de Desaparecidos —dijo, abriendo la ventanilla. Olía a mar. Se notaba el viento húmedo salino en el aire—. Me han llamado por lo de la chica que han encontrado aquí, en Fort Tilden. Puede ser de uno de los casos que llevo.
Los agentes se miraron con cara de preocupación.
—¿Dónde han encontrado el cuerpo? —insistió—. Verán…, no suelo venir por esta zona. ¿Alguno me indica el camino?
El más bajo de los dos se atrevió a hablar:
—Es al fondo, tras la valla. Estamos esperando a los de la científica. Es horrible. Nunca he visto algo así.
El inspector Miller se adentró por el camino sin bajarse del vehículo, mientras divisaba a lo lejos las luces intermitentes de los coches de policía que custodiaban una estructura de hormigón abandonada entre la vegetación salvaje que había invadido el parque. Mientras avanzaba con cuidado para no dañar los bajos del Pontiac, había repetido en su mente las palabras del agente: «Nunca he visto algo así».
Un agente estaba terminando de montar la cinta policial, anudándola al espejo retrovisor de una de las patrullas que iluminaban con sus faros encendidos el edificio en ruinas y lleno de grafitis frente al que estaban aparcados. Una agente con el pelo recogido en la coronilla hablaba con dos chicos de unos catorce años, cuyas bicicletas BMX estaban tiradas en el suelo junto a uno de los coches policiales.
Antes de bajarse del vehículo, el inspector agarró una carpeta que tenía en el asiento del copiloto en cuya portada estaba escrito en rojo «Allison Hernández». La abrió y permaneció unos instantes mirando la fotografía de la primera página: una chica de pelo castaño oscuro, casi negro, y nariz puntiaguda miraba a la cámara con alegría. No quiso leer nada más de aquella primera página. Se sabía su historia de memoria, incluso la ropa que llevaba cuando desapareció: unos vaqueros negros y una camiseta blanca con el logo de Pepsi. Volvió a dejar en el Pontiac la carpeta y mostró su identificación al policía que fijaba el perímetro casi sin hablar.
—¿Dónde…? —preguntó Miller.
—Ahí dentro. Tenga cuidado con el hierro oxidado de la puerta.
—¿La encontraron ellos? —añadió, señalando en dirección a los dos chicos.
El policía asintió, casi sin hablar.
—¿Habéis avisado a sus padres?
—Vienen de camino. Tendrán que acompañarnos a comisaría.
—¿Me indica el camino hasta…?
—Preferiría no verla de nuevo, señor, si no le importa. Tengo una hija de su edad y…
El inspector Miller se dio cuenta de que las manos del policía temblaban. Era un tipo de unos cuarenta años que tenía aspecto de llevar bastantes de servicio en la calle viendo de todo y aun así parecía estar demasiado afectado para su experiencia. Una ciudad con nueve millones de habitantes es muy creativa a la hora de presentar sus cadáveres, por eso, cuando se comenzaba a trabajar en el cuerpo de policía, los agentes se inmunizaban pronto de ver escenas grotescas.
—Está bien. ¿Dónde?
—Ahí dentro. Están Scott y Carlos. La segunda sala a la izquierda.
—¿Me deja la linterna? —le pidió Miller, tendiendo la mano.
El agente la sacó de su cinturón y antes de que tuviese tiempo de dársela, un policía latino de peinado perfecto, moreno y metro setenta, surgió desde la oscuridad de la puerta.
—¿¡Agente Miller!? —preguntó de un grito, cuyo sonido se mezcló con el de una ola rompiendo en la lejanía. La orilla del océano estaba a unos doscientos metros, pero el ruido navegaba por el viento, como si fuese una canción sobre los sueños—. Creemos que es Allison. Estamos esperando a los de la científica para tomarle las huellas y ADN para confirmarlo.
—¿Puedo verla? —fue lo primero que dijo Miller.
—¿Es usted religioso? —preguntó el agente Carlos, con cara de preocupación.
—¿Desde cuándo eso importa?
—Hoy sí, inspector. Dios no estará contento con lo que le han hecho a esta chica.
—¿Lo es usted?
—Por supuesto, inspector. Dios le dio fuerzas a mi madre para cruzar el desierto y la frontera cuando estaba embarazada de mí, y también para convertirme en lo que soy ahora. Dios ha sido generoso conmigo. Cuando llegue a casa, besaré a mi mujer y rezaré a Dios para pedirle perdón.
El inspector Miller se dio cuenta de que Carlos parecía afectado y que había comenzado a andar hacia la puerta de acceso a la estructura de hormigón abandonada y lo invitaba a seguirlo. Era una especie de nave, casi en ruinas, con algunos huecos donde antes quizá habían existido ventanas y de las que solo quedaban los marcos, cuyo óxido resplandecía rojizo por el efecto de los faros de los coches patrulla.
Carlos avanzó varios pasos por delante de Miller y se adentró en la oscuridad al mismo tiempo que encendía su linterna y dejaba ver el interior lleno de pintadas, escombros y colchones deshechos de los que ya solo quedaban los muelles.
—Tenga cuidado con dónde pisa —dijo Carlos, mientras avanzaba por el pasillo.
—¿Por qué ha dicho antes que iba a pedirle perdón a Dios? —inquirió Miller mientras lo seguía.
Carlos se detuvo un segundo, se volvió hacia él y respondió, serio:
—Por no santiguarme frente a la cruz.
Aquella frase permaneció resonando unos segundos en su cabeza, el tiempo justo mientras Carlos giraba a la izquierda y se perdía tras el hueco donde antes debía de haber una puerta, junto a un carro de la compra oxidado y tirado en el suelo. Miller no le perdió de vista para no extraviarse y, para su sorpresa, cuando entró a la siguiente estancia, se encontró en un espacio mucho mayor del que parecía desde fuera, con el techo a doble altura. La luz de una luna creciente se colaba por los huecos de los cristales rotos de la parte superior de las paredes. A Miller le pareció una sala enorme, al menos lo que llegaba a ver en la oscuridad que rompía el haz proyectado de la linterna de Carlos. De pronto, se percató de que había otra luz bailando en el fondo que iluminaba uno de los rincones de la nave.
La linterna más lejana se volvió hacia Miller para cegarlo.
—Él es Miller, de la Unidad de Desaparecidos —dijo Carlos a Scott, que ya se encontraba en el centro de la sala, esperando al inspector mientras iluminaba el suelo que este tenía delante, en una especie de aviso para que no se tropezase con decenas de sillas mugrientas, perfectamente alineadas en filas de doce, que miraban todas hacia la pared del fondo.
—¿Qué… es… todo esto? —inquirió Miller, confundido.
—Una especie de… iglesia —respondió Carlos visiblemente afectado—. Y ella… —añadió con voz rota al tiempo que alzaba la linterna hacia una imponente cruz roja que se erguía en la pared y que el inspector no había logrado ver en la oscuridad— … ella hace las veces de Dios.
El inspector sintió que sus piernas se precipitaban en el vacío y su estómago acompañó aquella sensación, como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiese engullido en un abismo tan oscuro como los miedos de su niñez. En su garganta se agolpó un nudo que había trepado desde su corazón al ver el cuerpo inerte de Allison clavado sobre la madera pintada de rojo. Con los pies apoyados uno sobre otro y los brazos extendidos sobre los extremos de la traviesa superior, se encontraba el cuerpo de una chica joven de melena morena, con el torso desnudo y la cintura cubierta por un trapo blanco ensangrentado. Nunca había visto nada igual.
Miller tragó saliva al tiempo que proyectaba sobre la cara de ojos cerrados el rostro sonriente que Allison tenía en la fotografía que acababa de mirar en el coche, antes de entrar allí. Tenía medio rostro pintado de negro con una especie de brochazo que le cubría los ojos, como si fuese un antifaz de pintura que le otorgaba a Allison el aspecto de alguien que no quería mirar. Bajo la cruz, el suelo estaba encharcado por la sangre que había brotado de una herida en el costado. La cabeza de la adolescente descansaba hacia un lado, como si estuviese durmiendo para toda la eternidad.
—¡¿Quién ha hecho esto?! —exclamó, incrédulo.
Capítulo 3
Nueva York
23 de abril de 2011
Tres días antes
Miren Triggs
Cuando apuestas tu alma,
ganes o pierdas,
nunca vuelves a ser el mismo.
Mi editora no podía creerse que yo fuese a reaccionar así, corriendo con prisa hacia la puerta de la librería, para buscar a la persona que me había dejado el sobre con aquella extraña fotografía. Supongo que no estaba acostumbrada a ver a una de sus autoras salir así tras una firma. Pero ni siquiera yo esperaba aquella reacción por mi parte. Cuando quise darme cuenta, me sorprendí jadeando, casi sin aliento por el miedo instantáneo, oteando entre los paraguas de la calle y buscando en todas direcciones unos ojos que reconociese amenazantes. Me había vuelto impredecible incluso para mí misma.
Era la última de las firmas que tenía fijadas por contrato con la editorial, tras acceder a publicar un libro sobre mi búsqueda durante doce años de Kiera Templeton, una niña de tres años que había desaparecido en 1998, en la cabalgata de Acción de Gracias, y cuyo desenlace inesperado había detallado inicialmente en un artículo publicado para el Manhattan Press, el periódico en el que trabajaba y el más importante de Estados Unidos.
No tenía previsto publicar un libro sobre Kiera ni era mi intención hacerlo cuando la buscaba. Pero no pude renunciar a la oferta de la editorial. Un manuscrito, doce presentaciones en librerías, un millón de dólares. Había pedido un tiempo en la redacción para centrarme en la novela y, en lo que tardé en escribirla, navegué en una deriva en la que lentamente me alejé cada vez más del periódico y de lo que siempre había sido. El éxito inesperado del libro me absorbió por completo y, sin darme cuenta, me vi atrapada por la vorágine de las entrevistas y presentaciones y había perdido el control de todo cuanto hacía. Tenía pensado volver pronto, ese fue siempre el plan, pero poco a poco la realidad y el éxito me habían apartado de lo que en realidad hacía que me sintiera yo misma.
En las once firmas anteriores me había comportado como necesitaban que lo hiciese: audaz, explicando los pormenores de la historia de la pequeña Templeton; cariñosa con los lectores, que querían ver mi firma garabateada en sus ejemplares; cordial con los libreros, que se habían dejado una fortuna en adquirir por adelantado decenas de miles de libros que lideraban los escaparates y expositores de todo el país. La novela se había convertido en la más vendida de Estados Unidos y yo era incapaz de disfrutar de aquel éxito. Creo que, en realidad, no estaba preparada para aquello y tampoco lo buscaba. La chica de nieve se había convertido en la búsqueda de medio planeta, en el enigma de una generación que ansiaba saber qué había sido de Kiera, qué le había sucedido y, sobre todo, si había sufrido. Pero el único dolor que plasmé entre aquellas palabras, el que inundaba sus páginas, siempre fue el mío, y quizá eso hizo que cada una de las doce firmas estuviese abarrotada.
No hay nada que atraiga más que ver a alguien sufrir. Es imposible apartar la vista. El llanto nos absorbe, el drama nos domina y la prensa lo sabe. Vino tanta gente a aquella última firma que no pude ver quién me había dejado encima de la mesa el sobre marrón junto al resto de regalos y detalles de los lectores.
Cuando lo agarré, pensé que era una carta platónica. Un fan enamorado que se habría dejado llevar en su fantasía y habría llegado a la conclusión de que quizá lo que había escrito en mi libro demostraba que yo era una buena pareja con la que pasar el resto de su vida. Nada más lejos de la realidad. Yo no era una buena compañía ni para mí misma, y lo decía porque me conocía mejor que nadie. Se trataba de un sobre marrón acolchado y en él alguien había escrito, con letra irregular: «¿Quieres jugar?». La mente de la librera que me estaba ayudando a meter los sobres y regalos en una bolsa había lanzado aquella idea romántica con rapidez:
—Seguro que es una de esas propuestas eróticas. Ábrelo y nos reímos.
No recordaba a nadie que me hubiese dejado aquella carta durante la firma, aunque en realidad no había estado atenta, ya que alrededor de la mesa había habido mucha gente arremolinada, haciéndose fotos y charlando mientras yo firmaba, concentrada y agradecida por el apoyo.
Pero una sensación extraña sobrevolaba aquel sobre, como si fuese acompañado de la melodía de un final trágico. La letra irregular del «¿Quieres jugar?» transmitía un desorden que ya se me había clavado en el alma.
—Tal vez es un fan loco. Dicen que todos los escritores tienen uno —añadió la librera en tono jocoso.
—Tiene letra de estarlo —respondí, seria.
En realidad, aquellas dos simples palabras parecían dispuestas a dinamitarlo todo. Una parte de mí no quería creer aquella sensación y deseaba con todas mis fuerzas encontrar en su interior algo con buenas intenciones. Durante toda la firma me había sentido acompañada de miradas de ilusión y buenas palabras, y mi alma destrozada se había anclado a aquella luz que parecía equilibrar un mundo ya demasiado oscuro.
Rompí el sobre e introduje la mano en él. Por el tacto no sentí ningún peligro, tan solo un papel frío y suave. Pero cuando lo saqué, comprobé lo que era: una fotografía polaroid oscura y mal encuadrada con una imagen que me dejó tan aturdida como helada. En el centro, una chica rubia y amordazada, mirando a la cámara, en el interior de lo que parecía una furgoneta. En el margen blanco inferior, con la misma letra desordenada, el autor había escrito: «Gina Pebbles, 2002».
Aún sentía la adrenalina recorrerme la punta de los dedos con los que sostenía la polaroid con verdadero pavor, mientras oteaba a lo lejos, en la calle, a alguien a quien pudiese reconocer de la firma. Llovía, como siempre lo hacía en los peores momentos, y aquello convirtió mis intentos en vanos. Caían pequeñas gotas que siempre parecían lágrimas. Una veintena de paraguas bloqueaba la vista a ambos lados de la acera y aquella visión me trasladó de golpe a esa soledad que volvía a mí de cuando en cuando, a pesar de estar rodeada de gente por todas partes.
Es difícil sentirte acompañado cuando el mundo entero camina con la cabeza alta, incapaz de bajar la vista hacia los que nos arrastramos en nuestras pesadillas.
—¿Qué pasa, Miren? —dijo la voz lejana de mi editora, Martha Wiley, detrás de mí.
No le respondí.
A lo lejos divisé la figura de un hombre, caminando junto a una niña con un abrigo rojo. Recordaba a aquella niña. Unos minutos antes había estado frente a mí en la librería y me había dicho aquellas palabras que aún resonaban en mi cabeza:
—Cuando sea mayor, quiero ser como tú y encontrar a todos los niños perdidos.
Corrí hacia ellos para alcanzarlos, esquivando gente, cuerpos y abrigos mojados. Sentí la lluvia calar mi jersey, expandiéndose desde mis hombros como si las gotas fuesen pequeños cubos de hielo que se derretían sobre mí.
—¡Esperad! —grité.
Algunas personas que caminaban por la acera se giraron hacia mí, pero solo el tiempo justo para darse cuenta de que no importaba. ¿Conoces esa sensación? ¿Esa indiferencia en la que nadamos por la calle? Si hubiese pedido ayuda, la reacción hubiese sido la misma. Cada uno camina en su propio infierno y pocos se arriesgan para apagar el de los demás.
De pronto los vi detenerse en la esquina y, tanto el hombre como la niña, esperaron bajo un paraguas negro el tiempo justo para que se parase un taxi junto a ellos.
—¿¡Habéis dejado…!? —chillé entre jadeos cuando al fin los alcancé.
La niña se giró hacia mí, asustada. El hombre que iba con ella, seguramente su padre, me observó preocupado.
—¡¿Qué ocurre?! —preguntó, confuso, mientras abrazaba a su hija, protegiéndola.
La puerta del taxi estaba abierta, ya habían cerrado el paraguas y esperaban mi respuesta, bajo la lluvia.
Aquella mirada de la pequeña me dejó sin palabras. Percibí el miedo en sus ojos, la confusión en su alma. Su mirada de ilusión mientras presentaba el libro se había evaporado y se había convertido en algo de lo que no me sentía orgullosa.
—¿Habéis dejado…? —La pregunta parecía haberse respondido sola y decidí no completarla—. Quiero decir… —me retracté, con la lluvia anegando mi cuerpo y mi esperanza—. Esta pequeña se ha dejado allí un pequeño regalo por ser la persona más especial de la firma —dije, tratando de tranquilizar a la niña. Debía de tener ocho o nueve años—. Se ha dejado esto —añadí, sacando de mi chaqueta el bolígrafo con el que había estado firmando los ejemplares.
El padre me miró confundido. Parecía haberse dado cuenta de que algo me atormentaba. No me gustaba ser tan transparente, pero a veces era inevitable que saliese a la luz quien yo era de verdad. Tanto el padre como la niña se montaron en el taxi, en silencio. Lo noté en sus ojos. Sentí lo que quería decirme: «Eres un bicho raro».
El padre cerró la puerta del taxi y le dijo alguna dirección al conductor.
—Coge el bolígrafo, pequeña —insistí a través de la ventanilla, sabiendo que mi desesperación era el motivo de sus ojos de terror—. Es para ti. Algún día serás una gran periodista.
La niña alargó la mano, en silencio, y sus finos dedos agarraron el bolígrafo con tristeza.
—¿Le importa? Tenemos que irnos. Esto no ha sido buena idea —dijo el padre.
Retiré la mano de la ventanilla y el taxi se alejó en dirección norte, sus luces rojas se difuminaron entre los demás coches, al igual que lo había hecho la esperanza de que yo tenía solución. Sentí mi cuerpo hecho pedazos, a pesar de tener tan solo algunas cicatrices pequeñas repartidas por la espalda.
La voz de Martha Wiley se alzó tras de mí con un tono que más bien parecía una puñalada, al tiempo que me tapaba con su paraguas verde.
—¿Te has vuelto loca, Miren? No puedes dar esa imagen a los libreros. ¿Entiendes? Y mucho menos perseguir a los lectores. ¿Acaso se te ha ido la cabeza? Esto es inadmisible. Tendrías que…
—Lo…, lo siento —dije, intentando apaciguar a Martha—. Es que la fotografía…
—No me importa el motivo, pero me alegro de que lo sientas. No voy a tolerar más comportamientos como este, Miren. Puedo pasar que seas tímida, y valoro de verdad lo que te esfuerzas por salir de tu… zona de confort en las firmas, pero necesito que vendas libros. Y ello depende de tu imagen. No puedes ser histriónica. No puedes parecer una lunática. Mañana tenemos dos entrevistas, una en Good Morning America, y tienes que ser más… alegre. Te quiero ver reír y hacer bromas.
—¿Entrevistas? —pregunté, confundida—. Yo… tengo que volver a la redacción.
—¿Redacción? Estamos vendiendo más que nunca, Miren. No podemos dejar que la rueda se pare.
—Solo tenía doce presentaciones firmadas por contrato. Esta era la última.
—¿La última? ¿Estás loca? Tienes que estarlo, no tiene otra explicación. Eso se pone en los contratos para comprometer al autor en la promoción, pero… cuantas más presentaciones y más exposición en los medios, más libros se venden. En el contrato también pone que el autor participará en todas las acciones de marketing que decida la editorial para impulsar la venta del libro durante el año siguiente a su publicación. El libro se acaba de publicar. Es un éxito. Todo el mundo habla de él. Todo el mundo quiere verte.
Agaché la cabeza y observé la fotografía. Había dejado de oírla en cuanto recitó aquella cláusula del contrato.
—¡Miren! Te estoy hablando.
—Tengo que volver a la redacción. Hace tiempo que…, que no me siento viva —dije en voz alta, pero sin hablar con ella.
—Ya habrá tiempo de que vuelvas al periódico, Miren —alzó la voz a mi lado—. Ahora lo importante es que te centres en la entrevista de mañana. ¿Tienes pensado lo que te vas a poner?
No podía apartar la vista de los ojos asustados de Gina en la polaroid, que acumulaba diminutas gotas de lluvia que competían por recorrer la imagen hasta el borde. La expresión de terror, el trapo que le cubría la boca, la posición de sus brazos, como si tuviera las manos atadas tras la espalda, su pelo rubio.
—¿Es por esa fotografía? Eso es una broma de mal gusto. Alguno de tus fans te ha querido poner a prueba y lo ha conseguido. Olvídalo. Esta noche te vas a casa. Te duchas, descansas y mañana te recojo. No me decepciones, Miren. Hemos apostado mucho por esta novela.
Noté cómo levantaba la mano para parar un taxi y cómo, unos segundos después, las ruedas de uno frenaban a nuestro lado.
—Súbete, Miren. Ya me disculpo yo con la librera. Qué vergüenza. Mañana a las ocho estoy en tu casa.
Abrió la puerta y levanté la mirada de la foto para ver a Martha Wiley, vestida de traje negro, con su paraguas verde, señalándome con rostro serio el interior del taxi.
—¿A qué esperas? —inquirió con tono molesto.
Estaba empapada. El frío de la lluvia era tan doloroso como la idea de subirme a aquel taxi y estar al día siguiente maquillada, delante de todo el país, hablando de la novela y de Kiera Templeton. Suspiré con resignación y di un paso hacia la puerta. No me imaginé esta vorágine cuando acepté escribir sobre ella. No pensé en que me alejaría de todo cuanto soy.
—Me alegro de que entres en razón —dijo finalmente —. Vamos a vender millones de libros, Miren. ¡Millones! Además, tengo una buena noticia que no te he contado aún. He conseguido que te entreviste la mismísima Oprah. ¡Oprah! Todavía no tengo la fecha, pero es un notición. ¡Vamos a arrasar, Miren!
Agaché la cabeza de nuevo hacia la imagen de Gina. Tan débil. Tan vulnerable. Tan… indefensa. Su mirada era la mía. Sus ojos clamaban ayuda. Mi alma necesitaba encontrarla.
Me detuve en seco justo en el momento en que estaba junto a Martha y dije:
—Esta ha sido la última presentación, Martha. Cancela todo lo que hayas organizado.
Casi dejó caer el paraguas por la sorpresa, pero no tardó en sentirse insultada:
—¿Acaso no has escuchado nada de lo que te he dicho? —alzó la voz, indignada—. Mañana a las ocho en tu casa. Deja de decir tonterías.
—Ya he acabado, Martha —aseveré.
—¿Perdona?
—Si quieres hablar conmigo, envíame un e-mail.
—El contrato dice bien claro…
—Me importa una mierda el contrato —la interrumpí, con tono serio, y creo que eso la hizo explotar aún más.
—¿Cómo te atreves a…?
—Adiós, Martha —la corté de nuevo, porque me acababa de dar cuenta de que ella odiaba que lo hiciese.
Me di la vuelta y, sin decirle nada más, caminé bajo la lluvia alejándome de ella.
—¡Miren! ¡Vuelve aquí y súbete al taxi!
Estaba temblando, pero no por mí. Era por Gina. Quienquiera que me hubiese dejado el sobre con su fotografía me había dado dos motivos para aquel desplante: mi rescate y, quién sabe, el de Gina. Oí la voz de Martha a lo lejos y su timbre me recordó al llanto de un bebé encaprichado.
—¡Estás acabada, Miren! ¿Me oyes?
Alzó la voz un poco más, algo que parecía imposible.
—¡Completamente acabada! —chilló una última vez, justo antes de que yo girase una esquina y la perdiese de vista.
Estaba jadeando. Estaba nerviosa. Sentía aquella obsesión brotando entre mis dedos. Me detuve en seco y me dejé llevar. Las lágrimas fueron primero. Después la inseguridad.
—¿Quién te ha traído, Gina? —le dije a la foto—. ¿Dónde estás?
No sabía entonces que intentar responder a aquellas dos simples preguntas precipitaría la serie de acontecimientos dramáticos que vinieron después.
Capítulo 4
Manhattan
23 de abril de 2011
Tres días antes
Jim Schmoer
La verdad siempre encuentra el camino
para destrozarlo todo.
El profesor Jim Schmoer se subió a la mesa de la clase y leyó los titulares de aquel día ante la sorpresa de sesenta y dos jóvenes alumnos que lo miraban incrédulos.
—Ayer murieron ochenta y una personas en las protestas en Siria a manos de las fuerzas de seguridad del propio estado —vociferó, consiguiendo acallar a parte de la clase.
Minutos antes había entrado sin decir nada y había esperado en silencio apoyado en la mesa, mientras sostenía en su mano dos periódicos que solía leer nada más llegar. Aquel día parecía que nada importaba. Fuera el sol brillaba con intensidad, aunque la predicción del tiempo que había oído en la radio insinuaba una fuerte lluvia para la tarde. La primavera, tan radiante como cambiante, ya era una realidad y su llegada parecía haber invadido el follaje de los árboles y el espíritu de los alumnos ilusionados que acudían desde todo el país aquel sábado a lo que Columbia llamaba Sábados inmersivos, en los que estudiantes del último curso del instituto experimentaban la vida en la universidad por un día. Algunos estudiantes incluso lo habían visto entrar de reojo y habían decidido ignorarlo y seguir charlando unos segundos más. En ellos aún flotaba la idea de que los estudios en Columbia iban a ser un paseo como en sus institutos, y quizá por eso habían decidido continuar saludándose entre ellos para conocerse, aunque muchos no volverían a pisar aquellas clases después de aquel día.
Jim Schmoer sabía que en la cabeza de los estudiantes de primero de Periodismo aún flotaba la idea de que permanecían ajenos al mundo, quizá con la absurda ocurrencia de que el mundo real no se colaba de lleno en el académico. En cierto modo, aquella creencia no podía ser más errónea, especialmente en una carrera como Periodismo, donde la realidad no solo se filtraba en cada clase, sino que trastocaba los apuntes, los trabajos y muchas veces, incluso, adquiría la forma de un profesor al que no se le pagaba el sueldo. La realidad llegaba cada día a los quioscos de todo el país, entraba en las casas de la gente a través de las pantallas, flotaba en el aire sobre una frecuencia de radio y, por supuesto, impartía lecciones en aquella aula que a veces era mejor no sentir como ajena.
—Además, entre los fallecidos —añadió Jim Schmoer sin titubear— se encuentran dos niños de siete y tres años que fueron víctimas del fuego cruzado entre policías y manifestantes.
Todos se quedaron helados tras escuchar aquel segundo párrafo.
—Se llamaban Amira y Jamal. Una bala disparada por la policía atravesó el cuerpo de Jamal, de tres años, y lo derribó en mitad de la carretera que cruzaba corriendo tras su madre. Su hermana Amira regresó a por él y un adoquín arrancado del suelo, que se usaba como proyectil contra el ejército, impactó en su cabeza. La muerte de ambos fue instantánea.
Se hizo un silencio sepulcral. El tono de Jim había sido tan severo que la clase entera pareció afectada. Aquella exposición luego le costaría dos correos electrónicos de padres y madres preocupados por el estilo de Columbia, que parecía haber traumatizado a sus hijos, y que anunciaban además que reconsiderarían si matricularlos en la facultad.
—Bien. Y ahora que tengo su atención. Déjenme preguntarles: ¿quién ha leído los principales periódicos de hoy?
Solo cuatro jóvenes levantaron la mano. Estaba acostumbrado a aquella respuesta en esa jornada de puertas abiertas, en la que demostraba cómo era un día típico en «Introducción a periodismo de investigación». Con los alumnos ya matriculados, la situación cambiaba curso a curso, hasta cuarto, cuando prácticamente encontraba en clase a alumnos críticos, periodistas incipientes y hambrientos de verdad. Su labor ese día más que enseñarlos era motivarlos a amar la pasión, a vomitar sobre las mentiras, a clavarles la espina de que la verdad y los datos eran las armas contra los tiranos. Convertirlos en pequeños perros de presa de la información. En hacer que les indignase que ciertas historias, si no se contaban, no saliesen a la luz. Con los de segundo, donde impartía «Periodismo político», su objetivo personal era aleccionarlos a cuestionar cada afirmación que salía de los gabinetes de prensa de los partidos, convirtiendo a cada alumno en una bomba capaz de derrumbar cualquier discurso asentado sobre los pilares de la mentira. Pero su grupo favorito se encontraba en cuarto, a los que mostraba las entrañas y pormenores del periodismo de investigación. A elegir un tema y sacarle las tripas. A encontrar las sombras en la luz resplandeciente que pretendían simular corporaciones, empresarios y políticos.
—Pues bien —continuó—, en ningún lugar de la noticia que hoy publica el Manhattan Press, sobre el alzamiento en Siria y el triste número de víctimas a manos de su propio gobierno, se ha hablado de los dos niños. ¿Por qué creéis que ha pasado eso?
Un alumno a la izquierda se lanzó a preguntar, herido en su orgullo por no haber leído las noticias esa mañana, a pesar de haber prometido a sus padres que se aplicaría para rentabilizar la experiencia de aquel fin de semana, tras un largo viaje en coche desde Michigan.
—¿Para evitar el morbo y el sensacionalismo?
Jim negó con la cabeza y apuntó desde lo alto de la mesa a una chica de pelo liso a su derecha, desprevenida.
—Porque…, ¿porque no lo sabían? —improvisó.
El profesor dejó escapar una sonrisa y señaló a otro alumno que segundos antes se había estado riendo a carcajadas en la última fila.
—No…, no sé, profesor. No…
—Bien —respondió Jim, para luego continuar—, tiene una explicación muy simple y quiero que se os grabe desde ya en la cabeza. No se habla de ninguno de los dos niños fallecidos por una simple razón: me lo acabo de inventar —admitió finalmente, con la intención de enseñar una lección vital—. La verdad es lo único que importa y lo único que debe publicarse en el periodismo serio. La simple y pura verdad. Y por eso necesito que seáis críticos. El mundo necesita que seáis críticos con toda la información. Que cuando yo diga que dos niños han muerto, abráis vuestros ejemplares y comprobéis que es verdad. Que cuando un político diga que parte del presupuesto de la ciudad se está usando en construir parques infantiles, os tiréis vosotros mismos por los malditos toboganes. Tenéis que comprobarlo todo. Necesitáis confirmar lo que se cuenta. Porque si no lo hacéis no seréis periodistas, sino cómplices del engaño.
La clase contuvo la respiración, casi emocionada. A Jim no le sorprendió la reacción. Con cada curso que empezaba usaba aquel discur