Lazarus (Inspector Joona Linna 7)

Lars Kepler

Fragmento

cap-1

Prólogo

La luz del cielo blanco muestra el mundo en toda su crudeza, tal como se le debió de aparecer a Lázaro nada más salir del sepulcro.

El suelo de rejilla de acero vibra bajo los pies del cura. Se agarra a la barandilla con una mano al tiempo que se apoya en el bastón para hacer frente al balanceo.

El mar gris se mueve somnoliento, como una lona ondulada de alquitrán.

Un cabrestante arrastra el transbordador por medio de dos cables de acero tendidos entre las dos islas. Emergen goteando del agua y vuelven a hundirse detrás del barco.

Cuando el piloto del ferry inicia la maniobra de atraque, el oleaje levanta espuma y la rampa de desembarque se desliza por el muelle con estrépito.

El cura se tambalea en el momento en que la proa toca las defensas del embarcadero y la sacudida reverbera a través del casco.

Tiene intención de visitar a Erland Lind, el guarda de la iglesia, ya jubilado, que no responde al teléfono y tampoco se presentó a la misa de Adviento en la iglesia de Länna, como suele hacer.

Erland sigue viviendo en la casita del guarda, detrás de la capilla de Högmarsö, que pertenece a la parroquia. Sufre demencia, pero le siguen pagando por cortar el césped y echar arena y sal cuando hiela.

El cura avanza sobre el sinuoso camino de gravilla, con la cara entumecida por el aire frío. No hay gente a la vista, pero justo antes de alcanzar la capilla oye el chirrido de una pulidora en el dique seco del astillero.

Ya no recuerda la cita de la Biblia que ha tuiteado esa mañana, y eso que quería comentarla con Erland.

Contra el fondo sombrío de los campos de cultivo y el lindero del bosque, la capilla blanca casi parece de nieve.

Como la sala de culto permanece cerrada en invierno, el cura se dirige a la casita del guarda y llama a la puerta con la empuñadura curva de su bastón, espera unos segundos y luego entra.

—¿Erland?

No hay nadie en casa. Da unos golpes con los pies en el suelo para sacudirse los zapatos y mira a su alrededor. La cocina está hecha un desastre. El cura deja la bolsa con bollitos de canela sobre la mesa, junto a un molde de aluminio con restos de comida: un poco de puré de patata agrietado, salsa cuajada y dos albóndigas marchitas.

La pulidora enmudece allá abajo.

El cura sale de la casa, comprueba que la puerta de la capilla está cerrada y echa un vistazo dentro del garaje abierto.

Hay una pala sucia de tierra tirada en el suelo, y un cubo negro lleno de trampas para ratas oxidadas.

Con el bastón, intenta levantar la lona de plástico que cubre el quitanieves, pero se detiene al oír un berrido distante.

Vuelve a salir y camina hacia la ruina del viejo crematorio, junto a la linde del bosque. Entre la abundante mala hierba aún asoma el horno con la chimenea ennegrecida.

Mientras rodea un montón de palés de madera, el sacerdote no puede evitar echar una mirada a su espalda.

Ha tenido un mal presentimiento desde el instante en que puso un pie en el ferry.

Es uno de esos días en que la luz es de todo menos reconfortante.

Se escucha de nuevo el extraño bramido, más cerca, como si un ternero estuviera atrapado en una caja de metal.

El cura se detiene y se queda muy quieto, sin hacer ruido.

Todo está en silencio, solo se mueve el vaho que le sale por la boca al respirar.

Detrás de la compostadora, el suelo está embarrado y pisoteado. Hay un saco de sustrato apoyado contra un árbol.

El cura empieza a caminar hacia la compostadora, pero se para al toparse con un tubo metálico clavado en el suelo. Sobresale más o menos medio metro, tal vez indique el límite del terreno.

Amparándose en el bastón, mira hacia el bosque y ve un sendero cubierto de hojarasca y piñas caídas.

El viento atraviesa las coronas de los abetos, un grajo resuena en la lejanía.

El sacerdote da media vuelta, oye el extraño lamento a sus espaldas y aprieta el paso. Deja atrás el horno del crematorio y la casita, echa un vistazo por encima del hombro y piensa que lo único que quiere es volver a la vicaría y sentarse delante de la chimenea con una novela policíaca y un vaso de whisky en la mano.

cap-2

1

Un sucio coche de policía se aleja del centro de Oslo por la carretera de circunvalación. Bajo los quitamiedos, la mala hierba se estremece con el viento y una bolsa de plástico vuela como un globo por la cuneta.

Karen Stange y Mats Lystad han respondido a la alerta de la central de comunicaciones a pesar de lo tarde que es. En realidad habían terminado su jornada y les tocaba irse a casa, pero en este momento van de camino al distrito de Tveita.

Una decena de inquilinos del mismo edificio se han quejado de una peste horrible. El conserje de la finca ha revisado los cubos de basura unas horas antes, pero estaban limpios. El olor parecía provenir más bien de un piso de la undécima planta. A través de la puerta se oía un débil canto, pero el propietario, un tal Vidar Hovland, se negaba a abrir.

El coche patrulla cruza una zona industrial de edificios de poca altura. Detrás de la alambrada de púas hay contenedores, camiones y depósitos de arena y sal para el invierno.

Los bloques altos de la avenida Nåkkves parecen una escalera gigante de hormigón volcada y partida en tres trozos.

Delante de una furgoneta con el anuncio Cerrajerías Morten estampado en un lateral, un hombre con mono gris los saluda. Queda iluminado por los faros del coche, y la sombra de su mano alzada se proyecta a varios pisos de altura sobre la fachada que tiene detrás.

Karen aparca junto al bordillo con suavidad, echa el freno de mano, apaga el motor y baja del coche a la vez que Mats.

El cielo se está cerrando para dar paso a la noche. El aire es gélido. Da la sensación de que podría ponerse a nevar.

Los dos policías estrechan la mano del cerrajero. Va afeitado, pero tiene las mejillas grises y el pecho encogido y se mueve agitado, como nervioso.

—¿Se saben ese en el que la policía sueca recibe una llamada de emergencia desde un cementerio? Habían encontrado trescientos cuerpos enterrados —bromea en voz baja y se ríe mirando al suelo.

El rechoncho conserje permanece sentado en su camioneta, fumando.

—Lo más probable es que el viejo haya dejado una bolsa de basura con restos de pescado en el recibidor —refunfuña mientras abre la puerta del vehículo de par en par.

—Esperemos que así sea —contesta Karen.

—He estado aporreando la puerta y gritando por la ranura del buzón que iba a llamar a la policía —añade el hombre, disparando la colilla del cigarro con los dedos.

—Ha hecho bien en llamarnos —le dice Mats.

En los últimos cuarenta años han aparecido cadáveres en ese lugar en dos ocasiones, uno en el aparcamiento y otro en una de las viviendas.

Los dos policías y el cerrajero siguen al conserje hasta el portal y notan de inmediato el nauseabundo olor.

Todos intentan no respirar por la nariz cuando entran en el ascensor. Las puertas se cierran y sienten bajo los pies el tirón del as

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