Pleamar
No se ve bien. La habitación es oscura, el plano fijo está pobremente iluminado y las hermanas Müller se mueven a base de espasmos para intentar liberarse de las cuerdas. Están atadas a sendas sillas de tijera. Trozos de cinta americana hacen de mordaza y ahogan los gritos. El vídeo solo dura cinco segundos y está dirigido a dieciocho millones de personas, la cifra de suscriptores del canal que las dos jóvenes, bajo el nombre de Pleamar, tienen abierto en YouTube.
Desde hace tres años, cuando empezaron a grabar vídeos caseros sin demasiadas pretensiones, simplemente para divertirse, no han faltado ni un solo jueves a la promesa de subir un vídeo nuevo. Esa es la pauta: un vídeo por semana. Siempre los jueves, siempre a las diez. Y la víspera, un pequeño adelanto del contenido del día siguiente. Una pieza breve, una pildorita para despertar el interés de la audiencia. Algo sencillo: Martina, por ejemplo, anunciando que va a dar consejos de belleza. O Leandra afirmando con una sonrisa traviesa que va a enumerar los defectos de su hermana.
Pero nunca han urdido un reclamo como este: las dos atadas a una silla y tratando de liberarse. ¿Qué contenido están anticipando en este caso? Como broma resulta un tanto macabra, por mucho que hayan demostrado varias veces que son capaces de cualquier payasada. En los comentarios de la gente surgen dudas.
«¿Esto es un fake? ¿Habéis visto eso? ¿Han secuestrado a las Müller o se están riendo de nosotros?»
Los forcejeos de las hermanas pueden pasar tanto por gestos de angustia como por expresiones de actriz sobreactuada. La mordaza de Martina se abomba y se desinfla como si ella estuviera gritando como una posesa. Pero también puede ser que se esté partiendo de la risa. Y la mirada de Leandra, más extraviada que nunca, ¿es presa del pánico, o la leve bizquera que siempre ha padecido encuentra en la broma una tesitura más amplia?
«Ya no saben qué hacer para llamar la atención. A Pleamar se le está yendo la pinza.»
«Pues a mí me da yuyu el vídeo. La plataforma debería retirarlo y que entre la policía.»
El vídeo no se retira.
Los controladores del buen gusto y de que se mantenga a raya la política de la empresa solo ven a dos chicas montando el numerito.
Ese miércoles, la subinspectora de homicidios Nieves González es la canguro de su sobrina Sol, que, a sus once años, es adicta al fútbol y a YouTube. Nieves sabe que para llegar al corazón de la niña basta con compartir las preocupaciones de su mundo infantil. Ha visto con ella vídeos de una familia inglesa de cuatro hijitos que hacen tonterías y travesuras jaleadas por millones de suscriptores. También ha visto vídeos de youtubers gritones que arrasan jugando al golf o al Minecraft. Pero las favoritas de la niña son las hermanas Müller. Le gusta verlas maquillándose, peleándose, hablando de chicos y preparándose para salir de fiesta. Le encanta Leandra, la bizca con mala leche.
Nieves ha empanado unos filetes de pollo para cenar, un menú infalible. Cuando entra en el salón con la bandeja, encuentra a Sol mordiéndose una uña mientras mantiene la vista clavada en el ipad.
—Ya está la cena.
Sol no responde. Una lágrima resbala por su mejilla. Nieves se fija entonces en el teaser de Pleamar, el pequeño avance de cada miércoles. Las dos hermanas amordazadas, el bamboleo grotesco para librarse de las amarras.
—Sol, ¿qué es eso?
—No lo sé. ¿Qué les van a hacer?
Nieves deja la bandeja en la mesa. Se sienta al lado de su sobrina y reproduce el vídeo.
—Están actuando, ¿no?
Sol no lo tiene nada claro.
—¿Me dejas tu móvil?
La niña no quiere buscar algún juego ni llamar a su madre ni chatear con sus amigas. Lo que pretende es consultar las redes sociales de las hermanas Müller.
Al analizar el Instagram de Martina se descubre a una joven fotogénica, descarada, divertida y segura de su belleza. A sus veinte años llama mucho la atención. Alta, rubia, ojos azules y pechos grandes y firmes. Leandra, tres años menor que ella, es bajita y está poco desarrollada. Tiene el pelo castaño y sus ojos pequeños y estrábicos son los de un animal asustado o los de un duende juguetón. No hay acuerdo en si la leve bizquera que padece afea su aspecto o le aporta encanto. Es muy difícil dar con una imagen de ella esgrimiendo una sonrisa directa. En casi todas sus fotos aparece en la sombra, como velada, como si el fotógrafo la hubiera encontrado después de buscarla durante un buen rato. Allí está ella, por fin, cogida en falta, seria, misteriosa o resignada a enseñar sus dientes delanteros en una sonrisa de desgana.
Pero Sol no quiere ver fotos concretas. Lo que busca es ver a qué hora han subido la última.
—No han subido nada desde las once de la mañana. Es imposible.
—¿Por qué es imposible? Igual estaban liadas.
—Siempre suben cuatro o cinco fotos al día.
Nieves la mira un instante. Sol está seria, preocupada.
—Anda, vamos a cenar.
—No están actuando —dice Sol.
Nieves apaga el ipad y consigue que su sobrina coma a trompicones. Esa noche se tumba con ella en la cama para ayudarla a dormir. La nota alterada. Sol no deja de darle vueltas al vídeo de Pleamar.
—En el de la semana pasada llevaban seis días sin interna, la habían despedido. Se llamaba Anita, le dedicaban el vídeo porque la querían mucho. Y dijeron que en el de mañana iban a presentar a la chica nueva, que seguro que su madre ya la había contratado.
—Ya verás como mañana lo hacen.
—No, porque lo habrían anunciado en el avance.
—Bueno, no te preocupes. Voy a apagar la luz, tú duérmete, que es muy tarde.
Se tumba en el sofá y trata de leer un rato, pero no se concentra. Piensa en el vídeo. Sugestionada por su sobrina, tal vez, ahora sí la gana una ligera aprensión. Es una noche fría y ventosa, de remolinos en las aceras, portazos en las casas y sacudidas de ramas en los árboles.
El inspector Mur
Darío Mur recuerda con precisión el gesto de su mujer cuando entró en la cocina y le dijo que quería hablar con él. Su memoria ha fijado para siempre la mezcla inverosímil de severidad y ternura que había en los ojos de ella y la sonrisa lánguida y algo perezosa que compensaba las notas duras de la mirada, y tal vez le hizo bajar la guardia una sonrisa que después, con el paso del tiempo, le pareció maliciosa y sádica. Hay que ser muy cruel para disfrutar del momento de una ruptura sentimental, pero se puede. Siempre se puede.
—Me he enamorado de otro hombre.
Eso dijo. Sin preámbulos, sin sentarse a la mesa en la que él masticaba una tostada. Se limitó a apoyarse en la encimera y soltó la información como el que anuncia que va a llevar el coche al taller. Darío pensó que la actitud más adecuada en ese momento era continuar desayunando en silencio, pero no quería reforzar las acusaciones de frialdad que había recibido tantas veces a lo largo de los veinte años de matrimonio, así que apartó el plato y la taza y se quedó mirando a su mujer con una expresión creíble de estupor.
¿Qué decir en un momento como ese? Las primeras preguntas suelen indagar en el dato de quién es el capullo que ha seducido a la señora casada y en cuándo ocurrió. La curiosidad también se expande para averiguar dónde se produjo la primera infidelidad y cómo. Pero lo único que importa es el qué y eso ya está dicho. Un hombre te ha desbancado, tu mujer se ha ido alejando poco a poco, un pasito más cada día, y tú no te has dado cuenta de nada. Y tu vida se desmorona en un instante.
La conversación no dio mucho de sí. La hora elegida, la del desayuno; el día, jueves.
Marta, una carrera a sus espaldas con varios cargos ejecutivos en empresas de comunicación, decía que el mejor día para despedir a un empleado es el jueves. Hacerlo el lunes o el martes es cruel porque enfrenta al desventurado a una semana eterna. El viernes puede empañar el fin de semana, así que hay que soltar el hachazo el miércoles o el jueves, y de esos dos días mejor el jueves, cuando la semana laboral ya está casi liquidada y el sábado y el domingo se pueden percibir como días propicios para la digestión de la mala noticia. Darío se preguntó si Marta habría aplicado esta tabla de consideraciones psicológicas a la hora de elegir el momento. La podía imaginar repasando la cuestión con su amante, poniendo sobre la mesa los pros y los contras de cada día. El jueves está bien, le damos tiempo a aceptar la realidad, a salir del shock y a buscar a un amigo que lo aloje el fin de semana. Siempre es más fácil que te acoja alguien un sábado que un miércoles, cuando los niños madrugan y las costumbres son más rígidas.
Tenía razón. Los dos primeros días Darío se atrincheró en la casa con el argumento de que era ella, la traidora, la que debía mudarse. Se estableció un pulso entre ambos, un pulso muy desigual, pues Marta exhibía su felicidad por cada rincón de la casa y él solo podía oponer su tristeza y su cabezonería. El sábado asomó un fleco de dignidad y de él tiró Darío para hacer la maleta y refugiarse en casa de un amigo, un subinspector de homicidios que pasó el domingo entero pegando tiros en un videojuego de guerra.
La idea de tomar más distancia le vino un mes después, cuando ya estaba instalado en un estudio y empezaba a disfrutar de la provisionalidad. Necesitaba irse lejos, pero no tan lejos como para no ver a su hija Ángela, que en plena adolescencia conflictiva podía necesitar a su padre. Le pareció que Tenerife era un destino perfecto. Lejos, pero no tanto. Una isla bonita que le traía buenos recuerdos. Allí se podía contagiar de un ritmo de vida tranquilo y agradable.
Pidió una excedencia en el trabajo y se mudó a La Laguna, una ciudad colonial pegada a Santa Cruz. Allí trató de cumplir el sueño de escribir una novela, un sueño viejo que se había ido alimentando a lo largo de varios veranos, cuando tenía más tiempo para fantasear y para medir sus fuerzas con una tarea que le era desconocida. Desistió al cabo de pocas semanas al comprender que carecía de paciencia o de talento, o tal vez al sentirse poco preparado para pelear a cada frase contra su propia medianía. Descubrió lo frágiles que son algunos sueños y quiso convertirse en un lector exigente y concienzudo. Empezó a frecuentar una librería de La Laguna en la que encargaba novelas, biografías y ensayos. Ya que no podía disfrutar del talento propio, lo haría con el ajeno. Le resultaba admirable la capacidad de algunos escritores para llenar una novela de vida y de reflexiones agudas sobre el alma humana. Reflexiones sobre lo poco que sabemos sobre nadie, incluso sobre nosotros mismos.
Él se sentía un hombre práctico que no se dejaba vencer por los infortunios y, sin embargo, entró en barrena tras la ruptura de su matrimonio. ¿Tan enamorado estaba? Creía que no. Pero se había acostumbrado a la suavidad de su rutina y ahora la echaba de menos. También echaba de menos el sexo, y eso le parecía más extraño todavía. Con Marta llevaba años manteniendo una relación sexual esporádica y anodina, como para cubrir el expediente, y ahora añoraba el sexo con ella como si hubieran follado como bonobos. La lectura lo consolaba. La vida en La Laguna le resultaba agradable. Una vida para ir olvidando el mal trago y para reencontrarse a sí mismo.
Hasta que Marta lo informó de las novedades: le había salido un trabajo en Miami y se mudaba allí con su novio. Su hija Ángela quedaba fuera del lote. Ángela, dieciocho años, absentismo escolar, repetidora, varias expulsiones del colegio por mal comportamiento. Marta se quitaba de en medio y le dejaba de regalo al corderito.
Se había terminado su año en el paraíso. En Madrid le esperaban el ruido, los atascos, la niña díscola. Su viejo Scénic en el garaje del piso de Santa Engracia, en el que pensó que ya nunca más viviría. Marta tenía preparada la mudanza: se llevaba los libros, los discos, los recuerdos de los viajes que habían hecho juntos. Le dejaba el premio de mus que él ganó con el comisario como pareja, un armatoste de bronce que pesaba como un muerto. Un trofeo espantoso, una hija rebelde y una tartana. Eso es lo que recuperaba.
Entró en el moderno edificio de la Policía Judicial el último jueves de octubre y mantuvo una entrevista con el comisario Talavera. Le sorprendió la efusividad del reencuentro, como si en esa brigada faltaran manos o como si él hubiera dejado una impronta imborrable en el pasado, algo de lo que no era consciente. El primer miércoles de noviembre se incorporó al trabajo. Un día frío y ventoso, de remolinos en las aceras, portazos en las casas y sacudidas de ramas en los árboles.
El Doctor Milagro
A sus treinta y siete años, la subinspectora Nieves González mantiene el aire alegre y los ideales que la han acompañado durante su juventud. Está convencida de que una sonrisa no casa mal con el trabajo y parece haber firmado en alguna parte un contrato de una sola cláusula: hacerse mayor no es volverse serio. Le gustaría enseñarle ese contrato a Darío Mur. Cuando lo vio por primera vez en el vestíbulo de la Brigada Provincial, le pareció un hombre amargado. Una semana después le parece un hombre gris sin posibilidad de mejora. Todo un reto para una mujer como ella, sacarle una sonrisa.
No lo conoce, le gustaría tener tiempo de encontrarle las cosquillas, ella se tiene por una mujer habilidosa en las relaciones sociales y cree que siempre hay una vía para llegar a todo el mundo, incluso a las personas más secas y más impenetrables. Solo hay que encontrarla. Pero esa exploración tendrá que hacerla mientras investiga con él un caso. Lo comprende cuando el oficial Morillas se le acerca para informar de que los padres de dos jóvenes youtubers han venido para hablar con ellos. Según parece, han denunciado la desaparición de sus hijas en una comisaría y alguien les ha allanado el camino hasta la Policía Judicial. Son personas influyentes. Nieves no tarda en comprender que son los padres de las hermanas Müller.
—Diles que ahora mismo los atiendo —contesta seria mientras se levanta y se dirige hacia la puerta de su jefe.
Entra en el despacho del inspector Mur para ponerle en antecedentes. A Darío no le gusta que le interrumpan la lectura del periódico, un momento sagrado en su vida llena de costumbres fijas. Eso es exactamente lo que acaba de hacer Nieves y por eso la mira conteniendo la impaciencia.
—Por lo que me cuentas, no han pasado ni siquiera veinticuatro horas desde que las vieron por última vez.
Nieves toma aire y asiente. El inspector tiene razón. Puede ser un caso típico de dos jóvenes hartas de la presión de la fama que se regalan un par de días de juerga. Pero las redes arden con conjeturas y presagios y una petición de ayuda de la madre de las hermanas se ha hecho viral vía WhatsApp.
—Los padres están preocupados.
En realidad, la rumia no es solo de los padres. En otros tiempos se podría decir que la desaparición de las jóvenes ha sacudido la tranquilidad de la Colonia de los Diplomáticos, uno de los barrios residenciales más exclusivos de Madrid. Pero hoy, en la era de la tecnología colonizadora de hábitos y disciplinas, es más correcto decir que el suceso afecta a los más de dieciocho millones de suscriptores de Pleamar.
—De acuerdo, diles que pasen —dice Darío dejando a un lado el periódico.
Tobías Müller no se ha desprendido del acento alemán a pesar de que lleva veinte años afincado en España. Se le nota en las respuestas escuetas con las que va salpicando la conversación, incluso en las monosilábicas. No habla mucho, pero puede que su laconismo no obedezca a la timidez ni a un complejo por su fuerte acento. Tal vez sea un mero mecanismo de adaptación al medio. Su mujer, María Lizana, participa en una tertulia en un programa del corazón de Telecinco y está acostumbrada a avasallar a base de interrupciones o de largas peroratas. Imposible competir con esa fiera a la hora de tomar la palabra.
Nieves los conoce a los dos. Él es el cirujano plástico de las famosas, lo llaman «el Doctor Milagro». Hace unos meses le dedicaron un reportaje extenso en El País Semanal. Ella sale con frecuencia en televisión y en la prensa rosa. Darío, en cambio, ignora que está delante de dos personas célebres y destina sus primeros esfuerzos a no obsesionarse con el moreno tan visible que lucen en pleno otoño y a digerir y olvidar cuanto antes la reflexión sobre lo mal que encaja el dolor en unos rostros tan bronceados.
El doctor Müller no ha perdonado la hora del aseo personal: desprende un halo de elegancia en su media melena rubia bien peinada, en el afeitado impecable, en la americana marrón que viste sobre una camisa azul sin arrugas. El aroma de su colonia se mezcla con los matices frutales del perfume de ella, que viste un pantalón blanco, una camisa rosa y una chaqueta negra. Es difícil apartar la mirada del fulgor de su gargantilla, que parece envolver su figura en destellos de oro. El rostro no muestra ni una sola imperfección, ni calenturas ni ojeras, como si María hubiera pasado por un salón de maquillaje antes de acudir a la brigada.
Nieves no entiende por qué Darío asiente de forma perceptible. Lo hace porque acaba de encontrar las palabras que expresan con exactitud los sentimientos de la pareja: «sombría preocupación» en el doctor y «angustia» en la madre. Ambos se encuentran, por tanto, en la antesala del dolor. Un aleteo triste compunge por un segundo al inspector antes de entrar en materia.
—¿Por qué creen que a sus hijas les ha podido pasar algo?
—¿Han visto el vídeo? —pregunta María.
—Yo sí —dice Nieves—. Pero no queda claro si es una escenificación o si…
—No dan señales de vida —la interrupción demuestra los modales de una tertuliana ágil, fajada en muchos platós—. Tienen el teléfono desconectado y eso es imposible. Mis hijas viven pegadas al teléfono las veinticuatro horas.
María lanza una mirada de reojo como previendo una apostilla de su marido. Tal vez quiera matizar la exageración de las veinticuatro horas. Pero él se mantiene en silencio. Parece compartir el diagnóstico sobre la adicción de sus hijas a las redes sociales: pueden abandonar a sus padres, incumplir compromisos profesionales, olvidar al novio y a los amigos y dejar los estudios para siempre. Pero no pueden vivir sin el móvil. Ha transcurrido un día desde la desaparición y las hermanas no han subido una foto a Instagram ni han escrito un triste wasap. Les ha pasado algo. El doctor Müller también está convencido de ello.
—¿Se habían ausentado alguna vez sin avisarles a ustedes?
—Sin avisar, jamás. Incluso si salen a un bolo de promoción o a una fiesta de youtubers y van a dormir en casa de una amiga, nos avisan. Siempre lo hacen.
De nuevo la mirada de reojo. Es como si María Lizana estuviera alerta todo el rato, aguardando una interrupción o una respuesta brutal a lo que acaba de decir. Como si la desconcertara el silencio paciente de su marido, su preferencia por la penumbra.
Nieves aguarda hasta ver si su jefe es de los que quieren llevar las riendas de la conversación. Como ve que no es así, decide intervenir.
—¿Saben si tenían algún problema o si había alguien que quisiera hacerles daño?
—¿Quién iba a querer hacerles daño? —dice María—. Son dos niñas maravillosas, populares, muy queridas. No hay más que poner cualquiera de sus vídeos en YouTube, los comentarios de la gente. Todo el mundo las adora.
—Puede que alguien las envidiara —dice Nieves.
—Exacto.
La palabra, pronunciada por el doctor Müller con su acento alemán, parece aterrizar sobre la mesa como una ficha de dominó. Su mujer lo mira como si se hubiera vuelto loco.
—¿Exacto? A ti te envidia mucha gente y nadie quiere hacerte daño. Y a mí también me envidia mucha gente. Pero eso no significa nada. Es normal, la envidia es del ser humano.
Darío se queda pensando por qué los Müller tienen vidas tan envidiables. Él no se ha sentido nunca merecedor de un sentimiento semejante. Sí, durante su retiro sabático en La Laguna recibió algún mensaje de compañeros que querían cambiarse por él. «Qué bien vives, cómo se lo montan algunos», le decían, ese tipo de fórmulas gastadas. Pero fuera de eso, nada. Nunca. Ahora que está de vuelta en Madrid, trabajando otra vez en la Sección de Homicidios y al cuidado de una hija sobre la que no tiene ningún ascendiente, duda mucho que alguien en su sano juicio pueda sentir envidia de él. Le da pena el cirujano, que abre la boca una vez y recibe una reprimenda.
—No sé si sabrán que para declarar una desaparición hay que esperar a que pasen cuarenta y ocho horas.
—Lo sabemos, pero seguro que usted se hace cargo, como inspector de homicidios, de que en el caso de un secuestro cada minuto cuenta, que las posibilidades de encontrar vivo a un desaparecido disminuyen después de las primeras veinticuatro horas.
Darío encaja en silencio la andanada. No le ha llamado policía, se ha referido a él como inspector de homicidios. Una mujer culta, acostumbrada a tener razón.
—No nos pongamos en lo peor, le aseguro que la mayoría de las desapariciones de jóvenes de esta edad suele terminar en un susto. ¿Es posible que sus hijas se hayan ido a dar un garbeo? Muchos hijos necesitan aire de vez en cuando, escapar de sus padres, mostrar su rebeldía.
—Mire —dice María—. He participado en un montón de tertulias en televisión sobre niños que desaparecen. Me sé de memoria las estadísticas. Pero conozco a mis hijas. Sé que no se han escapado.
—¿Qué relación tenían con ellas? ¿Se llevaban bien?
—Perfectamente.
¿Hay un temblor pequeño en el párpado derecho de María justo después de lanzar una respuesta tan rotunda? En los segundos de silencio que siguen, ¿aguanta el tipo como buenamente puede el doctor Müller?
—¿La convivencia en casa era buena? ¿No había ningún problema abierto con sus hijas?
—Ninguno. Somos una familia normal, con una vida normal.
—En una familia normal hay problemas entre los padres y los hijos, especialmente a ciertas edades.
—A ver, están en la edad de pasar de sus padres y de llevarnos la contraria. Pero fuera de eso, nada. Nos llevamos muy bien con ellas. Cariño, díselo tú.
María se gira hacia el doctor, como si de pronto se hubiera sentido acorralada o como si un reloj interno, afinado a lo largo de varios años de tertuliana, le indicase de pronto que ya toca ceder el turno de palabra. Es verdad que el silencio tan prolongado y tan pétreo del alemán empezaba a resultar muy ruidoso incluso para Darío.
—La carrera.
De nuevo cae la palabra sobre la mesa, como regurgitada por el doctor Müller.
—Eso no viene a cuento —protesta María—. Martina está en tercero de Publicidad. Y sacando unas notas estupendas. Y ahora se le ha metido en la cabeza que quiere dejar los estudios para centrarse en su carrera de youtuber.
—Y eso a ustedes no les parece bien —indaga Darío.
—Pues no. Me he hartado de explicarle que la fama en YouTube es efímera, que va a pasar antes de lo que se cree, que ese mundo quema mucho y que es importante tener algo a lo que dedicarse después.
—Comprendo. Y supongo que esta cuestión les ha hecho discutir.
—Una discusión normal entre una madre y una hija, nada grave. Vamos, que no creo que se haya fugado de casa por eso.
—¿Cómo es una discusión normal? —pregunta Darío.
La señora Lizana lo mira como si la estuviera provocando.
—¿Usted tiene hijos?
—Una hija de dieciocho años.
—Entonces sabrá cómo es una discusión normal.
—Las discusiones con mi hija son a grito pelado y terminan con ella marchándose de un portazo. Puede estar uno o dos días sin volver.
Nieves reprime el deseo de girarse hacia Darío, pero acusa la información personal que está suministrando. Se pregunta si es una estrategia para abrir una grieta en María Lizana o si de verdad su jefe tiene problemas serios en casa. En el silencio que guardan los Müller durante unos segundos hay conmiseración y algo de desprecio social por la convivencia barriobajera del inspector y su hija. Es María quien contesta, fría como el acero.
—Las nuestras son más civilizadas.
Nieves no entiende por qué se ha ido formando una corriente tan tensa en la habitación. Están hablando con dos padres desesperados por encontrar a sus hijas. ¿Quién es el culpable de esa atmósfera tóxica? ¿Darío? ¿La tertuliana por estar a la defensiva? ¿El doctor y sus silencios?
—Creo que han despedido recientemente a la interna —suelta de repente Nieves.
Darío no entiende la pertinencia del comentario. De buena gana tomaría el control de la conversación para llevarla por otro camino. Pero enseguida nota la crispación de María y comprende que no hay preguntas inocentes en ningún interrogatorio. Nunca se sabe por dónde va a saltar la liebre.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Sus hijas lo cuentan en un vídeo.
—Dios mío, ¿hay algo que no cuenten?
—Lo cuentan todo —corrobora Müller.
—¿Me puede explicar qué importancia tiene ese tema, por favor?
Más que un ruego, es un desafío lo que María le lanza a la subinspectora.
—Sus hijas parecían muy tristes por el despido de Anita. Hablan mucho de ella, incluso le dedican un vídeo. Tengo entendido que es la mujer que las ha cuidado desde que eran pequeñas.
—Ha estado con nosotros casi veinte años. Por supuesto que es traumático despedir a alguien así, pero hemos perdido confianza en ella.
—¿Por alguna razón especial?
—Me robó un collar de esmeraldas. Un regalo de mi marido.
El doctor asiente.
—¿Cómo sabe que fue ella?
Darío no deja de admirar el aire inofensivo con el que Nieves lanza esas preguntas. Ignora si llevarán a algún lado, pero de momento disfruta con el malestar creciente de María.
—Solo puede haber sido ella.
—¿No puede haberlo cogido alguna de sus hijas?
María clava una mirada de furia en el rostro algo sonrosado de Nieves. La situación se vuelve demasiado agobiante incluso para el doctor Müller, que abandona su silencio.
—Eso no tiene sentido. Mis hijas ganan mucho dinero con sus vídeos. ¿Para qué iban a querer un collar?
Darío reprime la tentación de hablar de su hija, una ladrona contumaz. Robaba dinero a su madre del bolso, roba en las tiendas, ha robado móviles de las mochilas de otros alumnos en el colegio. En un robo sucedido en una casa, el sospechoso número uno es el hijo adolescente. Su tosquedad y su vehemencia deberían delatarlo, pero la ceguera de los padres lo protege.
—Solo quería saber si habían pillado a la interna con las manos en la masa, a lo mejor una cámara de seguridad la ha grabado, o ella misma ha pedido perdón por su descuido…
—Ha sido Anita. No me pida que aporte pruebas, por favor —ruega María, ya cansada del tema.
—De acuerdo, siento haberla molestado con la pregunta, pero es muy importante para nosotros obtener toda la información. ¿Hay algo más que nos quieran contar?
—Mis hijas están todo el día colgando fotos. No cuelgan nada desde las once y veinte de ayer. Eso no es normal. Y luego está el vídeo de anoche. No es una escenificación. Está claro que les ha pasado algo. Hablen con sus amigas, por favor. Hablen con su representante. Alguien sabrá algo. Los padres siempre somos los que menos sabemos de la vida de nuestros hijos. No pierdan más el tiempo con nosotros, que si la interna o que si discutíamos por la carrera. La explicación de lo que les ha pasado no está en casa, está fuera.
—De acuerdo —dice Darío—. Haremos todo lo que podamos.
Se levanta para dar por terminada la conversación. Tiende la mano a María Lizana, que la roza apenas. Se la tiende también al alemán y él la estrecha con firmeza mientras lo mira a los ojos.
—Las han secuestrado.
Después de tanto silencio, la frase parece salir de una cueva y llevar pringado el barro de las verdades más profundas.
Pajaritas
La puerta la abre Andrés, un treintañero que viste pantalones con tirantes, camisa rosa y una pajarita gris con estampado marino. Darío intuye que esa indumentaria es moderna, pero a él le parece estar ante un dandi trasnochado de hace cien años. A Nieves, en cambio, le hace gracia. Sobre todo al ver que Anelis Guzmán, la dueña de la agencia de representación, también lleva una pajarita sobre una camisola blanca. Parece que ese complemento es algo más que el logo de esa agencia de representación de famosos.
La primera intención de Andrés ha sido la de mostrarse como un buen centinela e impedir el paso a los policías con el pretexto de que su jefa estaba muy ocupada. Pero Anelis ha abierto la puerta de su despacho de par en par.
—¿Son policías? Que pasen, los estaba esperando. Gracias, Andrés.
El despacho de Anelis muestra un desorden que a Darío le resultaría inaceptable. La mesa es un batiburrillo de contratos, dosieres, currículums, books de fotos, revistas, libros y objetos de papelería. El sofá parece un expositor de productos de cosmética, bolsos, ropa y bisutería que tienen toda la pinta de ser regalos que la agente recibe por sus servicios de mediación. Los otros posibles asientos, dos sillas junto a la pared, también están llenos de cajas de zapatos y ropa sin estrenar.
—¿Es usted la representante de Martina y Leandra Müller? —Darío lanza la pregunta al comprender que la conversación va a tener lugar de pie.
—De Pleamar, sí que lo soy. Me encelé con esas chicas por el nombre artístico, me chifla. Pleamar, la marea alta que arrasa con los dibujos en la arena, que se lleva las toallas, que se lleva las chanclas, que se lo lleva todo. Es el nombre de unas chicas ambiciosas que se quieren comer el mundo.
—¿Tiene idea de dónde están?
—Eso es lo que me gustaría que me dijeran ustedes, dónde se han metido esas dos. Llevo toda la mañana apagando fuegos con los clientes a los que les han dado plantón.
Nieves carraspea para informar a Darío de que va a hablar ella. Aunque no es un código preconvenido, funciona.
—Antes ha dicho a su ayudante que nos estaba esperando. ¿Por qué? No la habíamos avisado.
—He oído su aleteo desde aquí —contesta Anelis, y acto seguido prorrumpe en una carcajada.
Darío la mira con enorme seriedad.
—Disculpe, esas chicas están desaparecidas desde ayer y sus padres están muy preocupados. ¿Ha visto el vídeo de anoche?
Suena un politono estruendoso en el móvil de Anelis. Está sobre la mesa, vibrando de tal forma que parece que va a saltar sobre ellos en cualquier momento.
—Mire, toda la mañana con el móvil. ¿Cómo cree que estoy yo? Díganme que el vídeo de anoche es una mamarrachada de las niñas, no quiero ni pensar en que las hayan secuestrado.
—Eso no lo sabemos todavía. ¿A qué clientes dice que han dado plantón? —pregunta Nieves.
—Ayer tenían unas fotos promocionales. Y esta mañana tenían que sacar unos pendientes en Instagram. No han hecho ninguna de las dos cosas. Y a ver esta noche, que tienen que vender unas botas en su vídeo.
Coge una cajita del sofá, saca unos pendientes y se los prueba. Antes de que pueda reaccionar, Darío tiene ante sí el rostro mofletudo de Anelis, que esboza una mueca que quiere ser divertida y seductora a un tiempo, pero que a ojos del policía resulta grotesca.
—¿Qué tal me quedan? —le pregunta.
—Oiga, ¿podemos hablar en serio, sin risas ni payasadas?
—Te los regalo —le dice a Nieves tendiéndole los pendientes—. A mí no me convencen.
—Gracias, pero no es correcto que un funcionario acepte regalos.
—No debería haber cogido a esas chicas, son muy conflictivas, me agotan —Anelis exhala un suspiro enorme.
—¿En qué sentido son conflictivas?
—Bueno, Leandra no. La que se pone pesada es Martina. Dice que la marca no se puede anunciar de forma descarada, que eso produce rechazo. Se ve que la niña estudia Publicidad y le quiere dar lecciones a todo el mundo. Que genera rechazo en el público ver que anuncias unas botas, yo me toco el melón y me lo creo.
Darío trata de pasar por alto la ordinariez, aunque le cuesta unos segundos. Es Nieves quien toma la iniciativa.
—A ver si lo he entendido. Martina prefiere anunciar los productos de una forma más sutil…
—Tan sutil que nadie ve que lleva las botas puestas. ¿Quiere ver cómo lo hacen otras youtubers a las que también represento? ¿Han visto los vídeos de Acacia?
—No sé quién es esa chica —dice Nieves.
—Acacia tiene casi tantos suscriptores como Pleamar, y no se pone picajosa a la hora de anunciar los productos. Los muestra, pone la mano y a otra cosa. ¿Tan difícil es? ¿No estamos todos en este negocio para ganar dinero?
—¿Usted discutía con Martina por esta cuestión de la publicidad? —pregunta el inspector.
—¿Que si discutíamos? Los gritos se oían en todo el barrio. Pero esa chica es muy cabezota. Le ponía los vídeos de Acacia y era peor, porque no la aguanta. Dice que ha comprado seguidores en Instagram, que todo el mundo lo sabe.
Una llamada telefónica interrumpe la conversación. Es el móvil de Darío, que él consulta con una ansiedad llamativa. Responde al instante. Pronuncia frases escuetas, cortantes, ávidas.
Soy yo. Dónde. Cómo está. Voy para allá.
Guarda el móvil en el bolsillo interior de su chaqueta y toma aire.
—¿Algún problema? —pregunta Anelis.
—Me llaman de una comisaría de Aluche. Mi hija está detenida por hacer pintadas en la puerta del colegio y por insultar al policía que quería llamarle la atención.
—¿Cuántos años tiene su hija?
—Dieciocho. No sabe lo despacio que se hacen mayores. Me tengo que ir.
—Salgo contigo —dice Nieves, sorprendida por el impudor con el que su jefe airea sus intimidades. No le pega nada ser así, piensa, más bien lo contrario. Tal vez sea el primer prejuicio que tenga que desmontar sobre él.
Darío le tiende su tarjeta a la representante.
—Nos ha servido de gran ayuda. Si recuerda algo más sobre las chicas, lo que sea, no deje de llamarme. Cualquier detalle puede ser importante.
—Descuide. Y no se entretenga más, corra. Vaya a sacar a la niña de la pocilga.
La niña torcida
Ángela ha cometido seis faltas graves, algunas constitutivas de delito.
Ha hecho una pintada en la puerta del colegio. Vandalismo.
La pintada decía: «Sonia es una zorra». Insultos graves, pues, a una compañera de clase. Indicios obvios de bullying.
Dos municipales la han pillado redondeando la a final de la frase y, cuando le han llamado la atención, ella se ha puesto chula y los ha insultado. Según el informe, ha llamado «pringao» a uno de los policías, el que se ha dirigido a ella. Injurias y no sé cuántas cosas más.
Cuando le han pedido que ponga las manos en la pared, con la intención de detenerla, ha echado a correr junto a Rodri, compañero de clase y de fechorías. Resistencia a la autoridad.
En la persecución, al verse acorralada, ha saltado desde un puente con una caída de cuatro metros. Esto no es un delito, pero sí una irresponsabilidad. Tanto es así, que Rodri, su compañero, que la ha seguido en el salto desesperado, ha tenido la desgracia de caer en mala postura y partirse las cervicales. Está en el hospital, intubado, muy grave.
Ángela ha tratado de reanimarlo. Al moverlo de forma apremiante ha podido agravar sus lesiones. Aunque, para ser justos, hay que admitir que socorrer a su amigo en lugar de rematar la huida revela un fondo de nobleza y de lealtad.
En la comisaría se ha producido una escena delirante: el policía insultado quería hacer trizas el expediente y olvidarlo todo, y era Darío el que insistía en que se respetara el protocolo y se llevara el caso hasta sus últimas consecuencias, incluso a las puertas del juez, si hacía falta. De nuevo le sorprendió el aura que desprende su cargo de inspector de homicidios, él que lo asume cada mañana como una penitencia.
Su hija estaba en el calabozo, llorosa y con un ataque de nervios que no parecía fingido. Quería saber qué tal estaba Rodri, «no reaccionaba —decía entre hipidos—, tenía los ojos en blanco, parecía muerto». Darío le dio el parte médico, obtenido por boca de los policías, y se llevó a la niña a su casa. Ella insistía en pasar por el hospital para ver qué tal estaba su amigo, pero no era el momento. Había que ponerse serio, marcar límites, ejercer como padre, lo que quiera que sea eso. En el coche, tuvo lugar la siguiente conversación:
—¿Quién es Sonia, la de la pintada?
—Una chica de mi clase.
—¿Por qué la llamas zorra?
—Porque es una zorra.
—¿Te ha robado un novio?
—No voy a hablar contigo de eso.
—Quiero saber por qué llamas zorra a una compañera de clase.
—Vete a la mierda.
En este punto, Darío consideró que lo mejor era mantenerse en silencio el resto del camino.
Ahora, en casa, Ángela está encerrada en su habitación y Darío es su carcelero. Su cabeza bulle de ideas, preocupaciones y frases escogidas de libros buenos. ¿En qué momento se jodió el Perú?, piensa. Le entran ganas de releer Conversación en La Catedral, pasar la tarde tumbado en el sofá con Zavalita y encontrar el consuelo que siempre le ofrece la literatura.
¿En qué momento se jodió mi hija? Puede verla con tres años, él volviendo a casa del trabajo y oyendo al instante sus pasos precipitados en el parqué para abrazarlo antes incluso de que vacíe los bolsillos en el platito de la entrada. La recuerda a los cuatro años, aún miedosa de subir sin ayuda la escalera del tobogán, a esa edad en la que los otros niños ya han conquistado una autonomía temeraria. ¿En qué momento se jodió?
A los siete años era la niña más tímida del mundo en los cumpleaños familiares. Todavía le costaba relacionarse con algunos de sus primos. A los diez salía a montar en bici con Darío y sonreía feliz al verse capaz de seguir el ritmo de pedaleo de su padre. ¿A los trece?
El ruido de la cisterna indica que la prisionera ha salido de su cuarto. Darío nota cómo se le tensa el corazón. Teme que
