Pleamar

Antonio Mercero

Fragmento

libro-3

Pleamar

No se ve bien. La habitación es oscura, el plano fijo está pobremente iluminado y las hermanas Müller se mueven a base de espasmos para intentar liberarse de las cuerdas. Están atadas a sendas sillas de tijera. Trozos de cinta americana hacen de mordaza y ahogan los gritos. El vídeo solo dura cinco segundos y está dirigido a dieciocho millones de personas, la cifra de suscriptores del canal que las dos jóvenes, bajo el nombre de Pleamar, tienen abierto en YouTube.

Desde hace tres años, cuando empezaron a grabar vídeos caseros sin demasiadas pretensiones, simplemente para divertirse, no han faltado ni un solo jueves a la promesa de subir un vídeo nuevo. Esa es la pauta: un vídeo por semana. Siempre los jueves, siempre a las diez. Y la víspera, un pequeño adelanto del contenido del día siguiente. Una pieza breve, una pildorita para despertar el interés de la audiencia. Algo sencillo: Martina, por ejemplo, anunciando que va a dar consejos de belleza. O Leandra afirmando con una sonrisa traviesa que va a enumerar los defectos de su hermana.

Pero nunca han urdido un reclamo como este: las dos atadas a una silla y tratando de liberarse. ¿Qué contenido están anticipando en este caso? Como broma resulta un tanto macabra, por mucho que hayan demostrado varias veces que son capaces de cualquier payasada. En los comentarios de la gente surgen dudas.

«¿Esto es un fake? ¿Habéis visto eso? ¿Han secuestrado a las Müller o se están riendo de nosotros?»

Los forcejeos de las hermanas pueden pasar tanto por gestos de angustia como por expresiones de actriz sobreactuada. La mordaza de Martina se abomba y se desinfla como si ella estuviera gritando como una posesa. Pero también puede ser que se esté partiendo de la risa. Y la mirada de Leandra, más extraviada que nunca, ¿es presa del pánico, o la leve bizquera que siempre ha padecido encuentra en la broma una tesitura más amplia?

«Ya no saben qué hacer para llamar la atención. A Pleamar se le está yendo la pinza.»

«Pues a mí me da yuyu el vídeo. La plataforma debería retirarlo y que entre la policía.»

El vídeo no se retira.

Los controladores del buen gusto y de que se mantenga a raya la política de la empresa solo ven a dos chicas montando el numerito.

Ese miércoles, la subinspectora de homicidios Nieves González es la canguro de su sobrina Sol, que, a sus once años, es adicta al fútbol y a YouTube. Nieves sabe que para llegar al corazón de la niña basta con compartir las preocupaciones de su mundo infantil. Ha visto con ella vídeos de una familia inglesa de cuatro hijitos que hacen tonterías y travesuras jaleadas por millones de suscriptores. También ha visto vídeos de youtubers gritones que arrasan jugando al golf o al Minecraft. Pero las favoritas de la niña son las hermanas Müller. Le gusta verlas maquillándose, peleándose, hablando de chicos y preparándose para salir de fiesta. Le encanta Leandra, la bizca con mala leche.

Nieves ha empanado unos filetes de pollo para cenar, un menú infalible. Cuando entra en el salón con la bandeja, encuentra a Sol mordiéndose una uña mientras mantiene la vista clavada en el ipad.

—Ya está la cena.

Sol no responde. Una lágrima resbala por su mejilla. Nieves se fija entonces en el teaser de Pleamar, el pequeño avance de cada miércoles. Las dos hermanas amordazadas, el bamboleo grotesco para librarse de las amarras.

—Sol, ¿qué es eso?

—No lo sé. ¿Qué les van a hacer?

Nieves deja la bandeja en la mesa. Se sienta al lado de su sobrina y reproduce el vídeo.

—Están actuando, ¿no?

Sol no lo tiene nada claro.

—¿Me dejas tu móvil?

La niña no quiere buscar algún juego ni llamar a su madre ni chatear con sus amigas. Lo que pretende es consultar las redes sociales de las hermanas Müller.

Al analizar el Instagram de Martina se descubre a una joven fotogénica, descarada, divertida y segura de su belleza. A sus veinte años llama mucho la atención. Alta, rubia, ojos azules y pechos grandes y firmes. Leandra, tres años menor que ella, es bajita y está poco desarrollada. Tiene el pelo castaño y sus ojos pequeños y estrábicos son los de un animal asustado o los de un duende juguetón. No hay acuerdo en si la leve bizquera que padece afea su aspecto o le aporta encanto. Es muy difícil dar con una imagen de ella esgrimiendo una sonrisa directa. En casi todas sus fotos aparece en la sombra, como velada, como si el fotógrafo la hubiera encontrado después de buscarla durante un buen rato. Allí está ella, por fin, cogida en falta, seria, misteriosa o resignada a enseñar sus dientes delanteros en una sonrisa de desgana.

Pero Sol no quiere ver fotos concretas. Lo que busca es ver a qué hora han subido la última.

—No han subido nada desde las once de la mañana. Es imposible.

—¿Por qué es imposible? Igual estaban liadas.

—Siempre suben cuatro o cinco fotos al día.

Nieves la mira un instante. Sol está seria, preocupada.

—Anda, vamos a cenar.

—No están actuando —dice Sol.

Nieves apaga el ipad y consigue que su sobrina coma a trompicones. Esa noche se tumba con ella en la cama para ayudarla a dormir. La nota alterada. Sol no deja de darle vueltas al vídeo de Pleamar.

—En el de la semana pasada llevaban seis días sin interna, la habían despedido. Se llamaba Anita, le dedicaban el vídeo porque la querían mucho. Y dijeron que en el de mañana iban a presentar a la chica nueva, que seguro que su madre ya la había contratado.

—Ya verás como mañana lo hacen.

—No, porque lo habrían anunciado en el avance.

—Bueno, no te preocupes. Voy a apagar la luz, tú duérmete, que es muy tarde.

Se tumba en el sofá y trata de leer un rato, pero no se concentra. Piensa en el vídeo. Sugestionada por su sobrina, tal vez, ahora sí la gana una ligera aprensión. Es una noche fría y ventosa, de remolinos en las aceras, portazos en las casas y sacudidas de ramas en los árboles.

libro-4

El inspector Mur

Darío Mur recuerda con precisión el gesto de su mujer cuando entró en la cocina y le dijo que quería hablar con él. Su memoria ha fijado para siempre la mezcla inverosímil de severidad y ternura que había en los ojos de ella y la sonrisa lánguida y algo perezosa que compensaba las notas duras de la mirada, y tal vez le hizo bajar la guardia una sonrisa que después, con el paso del tiempo, le pareció maliciosa y sádica. Hay que ser muy cruel para disfrutar del momento de una ruptura sentimental, pero se puede. Siempre se puede.

—Me he enamorado de otro hombre.

Eso dijo. Sin preámbulos, sin sentarse a la mesa en la que él masticaba una tostada. Se limitó a apoyarse en la encimera y soltó la información como el que anuncia que va a llevar el coche al taller. Darío pensó que la actitud más adecuada en ese momento era continuar desayunando en silencio, pero no quería reforzar las acusaciones de frialdad que había recibi

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