La Otra Gente

C.J. Tudor

Fragmento

Capítulo 1

1

Lunes, 11 de abril de 2016

M1 norte

Lo primero en lo que se fijó fue en los adhesivos que bordeaban la luneta del coche y recubrían el parachoques:

«Toca el pito si estás cachonda».

«No me sigas, me he perdido.»

«Cuando conduces como yo, más te vale creer en Dios.»

«Tengo el claxon estropeado. Atento a mi dedo.»

«Los hombres de verdad aman a Jesucristo.»

Vaya batiburrillo de mensajes. Aunque una cosa quedaba meridianamente clara: el conductor era un capullo. Gabe habría apostado lo que fuera a que llevaba una camiseta con un eslogan y tenía en la oficina una foto de un mono con las manos en la cabeza y el letrero: «No es necesario estar loco para trabajar aquí, pero ayuda».

Le sorprendía que el tipo pudiera ver algo entre tantas pegatinas. Por otro lado, al menos proporcionaba material de lectura a la gente durante los atascos. Como aquel en el que se encontraban atrapados en ese instante. Una larga fila de vehículos avanzaba a paso de tortuga a causa de las obras en la autopista; daba la sensación de que se habían iniciado en algún momento del siglo anterior y que durarían hasta bien entrado el milenio siguiente.

Gabe suspiró y tamborileó con los dedos sobre el volante, como si así pudiera aligerar el tráfico o hacer que apareciera una máquina del tiempo. Ya casi iba con retraso. No del todo. Aún no. Todavía estaba dentro de los límites de lo posible que llegara a casa a tiempo. Pero no albergaba muchas esperanzas. De hecho, las esperanzas lo habían abandonado cerca de la salida 19, como a todos los conductores lo bastante espabilados para confiarse a su GPS y tomar un desvío por una carretera comarcal.

Lo más frustrante era que ese día había conseguido salir a buena hora. Habría podido llegar sin problemas a las seis y media, a tiempo para la cena y para acostar a Izzy, como le había prometido —prometido de verdad— a Jenny que haría esa noche.

«Una vez por semana, nada más. Es todo lo que te pido. Una noche en la que cenemos juntos, tú le leas a tu hija un cuento en la cama y finjamos que somos una familia normal y feliz.»

Eso le había dolido. Ella quería hacerle daño.

Por supuesto, Gabe habría podido replicar que era él quien había preparado a Izzy para el colegio por la mañana, mientras Jenny salía pitando para reunirse con un cliente. Era él quien había consolado a su hija y le había aplicado crema antiséptica en el mentón cuando el temperamental gato de la familia (adoptado por Jenny) la había arañado.

Pero no le ha dicho nada, porque ambos sabían que eso no compensaba todas las ocasiones perdidas, los momentos en que él no había estado allí. Jenny era una mujer bastante razonable, pero en lo que a asuntos familiares se refería, tenía los límites bien marcados. Si alguien los traspasaba, ella tardaba mucho tiempo en dejarlo volver al redil.

Era una las cosas que él amaba de ella: su devoción inquebrantable hacia su hija. La madre de Gabe había sido más devota del vodka barato, y él nunca había conocido a su padre. Juró que él sería distinto, que siempre estaría al lado de su pequeña.

Y sin embargo allí estaba, atrapado en la autopista, con muchos números de llegar tarde. Otra vez. Jenny no se lo perdonaría. No quería pensar demasiado en las posibles consecuencias.

Había intentado llamarla, pero había saltado el buzón de voz. Ahora le quedaba menos de un uno por ciento de batería en el móvil, que se apagaría en cualquier momento, y justo ese día, como no podía ser de otra manera, Gabe se había dejado el cargador en casa. No podía hacer otra cosa que permanecer sentado, luchando contra el impulso de pisar el acelerador a fondo y llevarse por delante los demás vehículos, tabaleando sobre el volante con agresividad mientras contemplaba al puto don Pegatinas que tenía delante.

Muchos de los adhesivos parecían viejos, pues estaban descoloridos y arrugados. Por otro lado, era un coche antiguo. Un Cortina, o algo por el estilo. Estaba pintado con un espray de aquel color tan de moda en los años setenta: una especie de dorado sucio. Plátano mohoso. Crepúsculo contaminado. Sol moribundo.

El inestable tubo de escape escupía de forma intermitente un turbio humo gris. El parachoques entero estaba salpicado de herrumbre. Gabe no alcanzaba a ver el distintivo de la marca. Seguramente se le había caído, junto con media matrícula. Solo quedaban las letras «T», «N», y parte de un número que podía ser un 6 o un 8. Frunció el ceño. Estaba convencido de que aquello no era legal. Seguro que el cacharro de mierda no estaba ni en condiciones de circular, ni asegurado, ni en manos de un conductor cualificado. Más valía no acercarse demasiado.

Estaba planteándose cambiar de carril cuando el rostro de la niña apareció tras la luneta, justo en el centro del marco formado por los adhesivos medio despegados. Parecía tener unos cinco o seis años, cara redonda, mejillas sonrosadas y el fino cabello rubio recogido en dos coletas en lo alto de la cabeza.

Lo primero que le pasó a Gabe por la cabeza fue que ella debería llevar puesto el cinturón de seguridad.

Lo segundo que pensó fue: «Izzy».

La niña clavó la vista en él. Se le desorbitaron los ojos. Abrió la boca, dejando al descubierto el diente delantero que le faltaba. Gabe recordaba haberlo envuelto en un pañuelo de papel antes de colocarlo debajo de la almohada para que lo recogiera el Ratoncito Pérez.

Sus labios formaron la palabra «¡Papá!».

En ese momento, una mano procedente del asiento delantero la agarró del brazo y tiró de ella hacia abajo con brusquedad. Ella desapareció de la vista. Se esfumó. Ya no estaba.

Gabe se quedó contemplando el espacio vacío tras el parabrisas.

«Izzy.»

Imposible.

Su hija estaba en casa, con su madre. Probablemente viendo el Disney Channel mientras Jenny preparaba la cena. No podía ir en el asiento de atrás del coche de un desconocido, en dirección a Dios sabe dónde y sin el cinturón de seguridad abrochado.

Las pegatinas le impedían ver al conductor. A duras penas alcanzaba a vislumbrarle la cabeza por encima del «Toca el pito si estás cachonda». A la mierda. Tocó el claxon de todos modos. Luego hizo señales con las luces. Pareció que el cacharro aceleraba un poco. Las obras de la autopista terminaban unos metros más adelante, y las señales de ochenta kilómetros por hora cedían el paso a las que indicaban el límite de velocidad nacional.

«Izzy.» Pisó el acelerador. Su coche era un Range Rover nuevo. Tiraba como una bestia. Aun así, el viejo y destartalado montón de chatarra que tenía delante se alejaba. Apretó el pedal con más fuerza. El velocímetro subió poco a poco, a ciento diez, ciento veinte, ciento treinta y cinco... Cuando empezaba a ganar terreno, el automóvil de delante se pasó de golpe al carril central y adelantó var

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