Confía en mí,
nunca has soñado
poder gritar
y te enfureces.
Es horrible
el miedo incontenible.
LOS PIRATAS, «El equilibrio es imposible»
—Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá, pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no. [...]
—¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? —dijo Mel—. Creo que en el amor no somos más que principiantes.
RAYMOND CARVER,
De qué hablamos cuando hablamos de amor
¿Quién eras antes de tropezar conmigo?
No eras de nadie y te pegaste a mí.
JOSÉ MIGUEL CONEJO TORRES,
AMARO FERREIRO RODRÍGUEZ,
IVÁN FERREIRO RODRÍGUEZ, «Farsante»
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
RAYMOND CARVER, Catedral
But I can’t help the feeling
I could blow through the ceiling
if I just turn and run.
And it wears me out.
RADIOHEAD, «Fake Plastic Trees»
La casa de cristal
La diferencia entre la maduración y la putrefacción está en la humedad. Así sucede con la carne. Lo escuché en un programa de cocina. Aquí el aire es tan húmedo que no puedo parar de pensar que si muero, mi cuerpo, todos mis tejidos, se descompondrán rápidamente sobre este suelo. Pronto mis células entrarán en un proceso de licuación, se desintegrarán, me convertiré en un amasijo orgánico que poco a poco se cubrirá de larvas y solo permanecerá este olor a sal que lo inunda todo.
Estoy al lado del mar. El sonido de las olas no cesa, me vuelve loca su monotonía. Ayer soñé que dejaba de estar sumida en esta semipenumbra constante. De repente me vi dentro de una habitación diáfana. Las paredes eran de cristal. La habitación donde estoy solo se sustentaba por un esqueleto de hierro, el resto era transparente.
La casa estaba en mitad de una playa y el cielo era de un azul inmaculado, ni rastro de nubes. El exterior permanecía inmóvil, como si de una fotografía se tratase. El sol, en lo más alto, parecía a punto de desplomarse sobre la casa. El calor comenzaba a ser abrasador. Me ovillé en el suelo, escondí la cabeza entre las piernas y cerré los ojos. Todo era un inmenso escenario de atrezo y no quería observarlo. La playa era una playa de las de mi infancia, de las que invitaban a hacer castillos de arena. Una debería morir en una playa así. Una playa en la que el sonido del mar es un arrullo y no un ruido molesto como el rechinar de la cadena de un columpio. Sabía que debía levantarme e intentar abatir esas paredes de cristal. Pero una cárcel no lo es de verdad hasta que pierdes la esperanza de abandonarla. Rompí a llorar y después desperté. Seguía en la misma habitación. El mismo suelo terroso, el frío calando los huesos, la penumbra, el olor a sal, el susurro monótono y ensordecedor. Nada había cambiado.
Da igual cuánto falta para que me mate. Da igual el tiempo que pase, porque el tiempo aquí carece de límites y dimensiones. Se ablanda, se expande, se contrae y finalmente se diluye. Es una línea recta que tiende al infinito. El tiempo ha dejado de tener valor, por eso me da igual que sea hoy o mañana. Ya estoy podrida. Ya siento miles de gusanos royéndome.
Este es mi único consuelo.
Que estoy tan muerta que Nico ya no me puede matar.
Dieciocho meses y veintidós días
Santiago de Compostela, 22 de febrero de 2019
Santi Abad rozó con los nudillos la puerta del despacho del comisario antes de echar una ojeada al reloj y comprobar que solo faltaban dos minutos para las cinco. A esa hora únicamente seguían allí los agentes de guardia. Los viernes por la tarde apenas había movimiento: citas para tramitar DNI y pasaporte y poco más. Él lo sabía, había quedado con el comisario a esa hora para evitar encontrarse con sus compañeros. Una voz desde dentro gritó «adelante».
Abrió la puerta. Resultaba raro no encontrar a Lojo en su mesa de siempre, pero se había jubilado en septiembre. Santi no había ido a la comida de despedida que le habían organizado porque en aquel momento no se sentía capaz de ver a nadie, aunque se había tomado un café con él la semana de su jubilación. Ese había sido su único contacto con la comisaría durante su baja, hasta que ayer por la mañana llamó para pedir una entrevista con el nuevo jefe. Ni siquiera había preguntado su nombre. Ahora, a la puerta de su despacho, se sorprendió al comprobar que el comisario era bastante joven. Más o menos de su edad. Un tipo moreno, con barba y un corte de pelo meticulosamente desaliñado. A Santi le sonó su cara y rebuscó en vano en su memoria para tratar de ubicarla.
—¿Abad? —El comisario se levantó y le tendió la mano.
Santi pensó que parecía un tío cordial. Extendió la suya y se dieron un apretón breve.
—Gracias por recibirme. No quería presentarme el lunes aquí sin que tuviéramos una charla antes.
—Sí, claro. Estaba deseando que te incorporaras. Estamos en cuadro. Ni te imaginas lo que han sido estos meses. Hemos ido cubriendo tu baja como hemos podido, pero no ha sido fácil. Hemos tenido algunos agentes más de apoyo. Me tocó pelear duro para que me dejaran cubrir un par de vacantes con dos compañeros tuyos que han aprobado la promoción interna. Si a eso le sumas mi propia incorporación, esto ha sido de todo menos una comisaría normal, aunque me atrevería a asegurar que nadie lo ha notado.
Santi sonrió levemente sin saber muy bien qué contestar.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el comisario—. ¿Recuperado?
—Eso han dicho los médicos.
—Más de año y medio entre la baja y las vacaciones. Es mucho tiempo. Espero que vengas con ganas.
—Lo único que sé es que estoy deseando recuperar la normalidad —contestó Santi—, y eso pasa por volver a trabajar.
—Abad, sé que no nos conocemos, pero he oído hablar mucho y muy bien de ti. Imagino que no te acordarás, pero hicimos un curso en Madrid juntos, sobre negociación en los casos con rehenes, en 2013. Yo sí te recuerdo bien porque me pareciste el único de todos aquellos idiotas que hacía las preguntas adecuadas.
—Me acuerdo: fue un curso surrealista, de tíos flipados que han visto demasiadas pelis. En la vida real nadie pide un avión con combustible a la puerta del banco.
Ambos sonrieron y el ambiente se relajó.
—Sé que ha sido una baja psiquiátrica. Lojo me lo dijo. No te enfades, ya sabes cómo es. Yo no he dicho nada ahí fuera, pero ha sido más de año y medio. No me importa qué ha sucedido y qué no, porque lo sé bien. Yo mismo alguna vez me he visto al borde de una crisis. Este trabajo es un infierno: lo que te ha pasado a ti lo vemos a diario en todas las comisarías. El caso Alén fue brutal.
Brutal. Así había sido exactamente. La presión del comisario Lojo y de los políticos exigiendo resultados; la prensa acosándolos a las puertas de la comisaría; la necesidad de encontrar al asesino para que los demás sospechosos pudieran continuar con su vida; las imágenes de la adolescente Xiana Alén en ese charco de sangre emulando una obra de su abuela, la famosa artista Aurora Sieiro... Los recuerdos de ese mes de julio de hacía dos años lo habían acompañado durante todo este tiempo. De entonces eran también los recuerdos del comienzo de su relación con Ana, su compañera de investigación. Abad y Barroso. O Barroso y Abad, como solía corregirle ella.
—He visto todas vuestras notas y lo hicisteis de maravilla. —La voz del comisario lo devolvió al presente—. Lo único que necesito es saber con seguridad que estás bien. Nosotros no nos dedicamos a llenar depósitos de gasolina; nosotros vamos armados y nos enfrentamos a mucha presión todos los días. Necesitamos estar al cien por cien.
—Te lo agradezco, pero mi enfermedad y las razones de mi baja pertenecen a mi vida privada —dijo Santi, visiblemente incómodo.
—Lo siento si te he molestado. Me he explicado mal. Por supuesto que las razones de tu baja pertenecen a tu vida privada y lo último que querría es que me tomases por un entrometido. Lo que intentaba decir es que si prefieres incorporarte gradualmente, empezando con papeleo suave, supervisión a tu equipo desde comisaría, sin trabajo de campo, podemos hacerlo así. No necesito que llegues como un perro de presa dispuesto a morder hasta el hueso. Ya me entiendes.
Santi se quedó callado. Claro que lo entendía. El comisario parecía un buen tipo y sabía que era su responsabilidad asegurarse de que no le iba a causar problemas.
—Estoy bien —contestó al fin.
—Pues entonces esa es una magnífica noticia.
Santi se levantó, dando la conversación por terminada.
—El lunes a primera hora estaré aquí. ¿Mi despacho sigue libre?
—Tal cual lo dejaste. ¿Quieres entrar? Lo tengo cerrado con llave.
—No, el lunes me incorporo. Ha sido suficiente como primera toma de contacto, solo quería decirte que me encuentro bien y que tengo muchas ganas de volver. Espero que con esto baste. En fin, gracias por todo, comisario.
—No me llames comisario. Llámame Álex.
—Veiga, ¿verdad? Ya me acuerdo de ti: de la comisaría de Lugo. Joder, estoy mayor. ¡Claro que me acuerdo!
—Todos lo estamos, el truco está en no admitirlo. Vete y disfruta del fin de semana. El lunes te espero.
Santi asintió y se dirigió a la puerta. El fin de semana no lo disfrutaría porque hacía mucho que en nada se diferenciaban sus lunes de sus domingos y estaba deseando que eso cambiase. Echó a andar hasta su casa mientras pensaba que faltaban dos días y medio para volver a la normalidad. O lo que fuera eso que tenía antes y que él llamaba vida.
El silencio
Lois observó el móvil por enésima vez: seguía en silencio. Abrió el WhatsApp. AA Úrsula. Cinco mensajes consecutivos del propio Lois sin respuesta.
«¿Dónde estás?»
«Si te has quedado en casa de Raquel, avisa.»
«Llámame.»
«Estoy empezando a preocuparme. Llama.»
«Salgo con Sabela. Después de la clase de gimnasia rítmica nos iremos a comer al centro comercial y al cine.»
El último wasap era de esa mañana, a las once y media: habían pasado seis horas desde el último mensaje y más de veintidós desde que Úrsula había salido de casa. Observó a Sabela de reojo intentando aparentar tranquilidad. Estaba viendo la tele. Por supuesto, Sabela había preguntado por Úrsula y él le había mentido. Sin darle apenas importancia, le contó que su madre había salido temprano porque tenía una presentación en Lugo. Cuando acabaron de comer seguía sin noticias de ella, así que le dijo a Sabe que acababa de recordar que tenía trabajo pendiente y que sería mejor dejar el cine e irse a casa.
Lois bajó la tapa del portátil después de casi media hora fingiendo que trabajaba. Había repasado las redes sociales de Úrsula, tanto las privadas como su página oficial. La última publicación de esta era su artículo de opinión de los viernes en el suplemento cultural. Se titulaba «El triunfo de los mediocres». Muy propio de ella.
En teoría, la tarde anterior había dado una charla en la biblioteca pública, sin embargo, no encontró ni una sola publicación en sus redes sobre el evento. Ella siempre lo colgaba todo casi al instante. Entró en la página de Facebook de la biblioteca pública Ánxel Casal, buscando algún rastro de la charla. La última publicación de la biblioteca era de las diez de la mañana del viernes: «Los diez libros más prestados en 2018». En un intento vano de tranquilizarse, se dijo a sí mismo que eso no significaba que la charla no hubiera tenido lugar, sino que simplemente no la habían colgado.
Cogió el móvil y salió del salón para evitar que Sabela lo oyese. Marcó el número de Raquel.
No, no sabía nada de Úrsula. Habían cruzado unos mensajes ayer viernes. No habían quedado la noche anterior y ni siquiera la había acompañado a la charla de la biblioteca porque Raquel se había ido a Cambados para pasar el fin de semana con su madre. Habían hablado de verse el domingo para tomar un café, pero al final ella había decidido quedarse con su madre todo el fin de semana. Lois no quiso inquietarla. Improvisó y con tono despreocupado bromeó sobre la costumbre de Úrsula de salir de casa sin decir adónde iba; incluso a él le resultó convincente: ni Úrsula era amiga de dar muchas explicaciones ni él acostumbraba a pedirlas. Se despidió de Raquel, después de que esta le recordase que no regresaría hasta el lunes pero que llamaría a Úrsula en cuanto llegase a Compostela.
Volvió a revisar el WhatsApp, los mensajes y el registro de llamadas, y durante un buen rato contempló el teléfono, absorto, esperando cualquier tipo de señal que rompiese el silencio. Finalmente, se decidió a llamar a los hospitales y clínicas de Santiago. No había ingresado ninguna paciente de las características de Úrsula en las últimas veinticuatro horas. Llamó también a los de Coruña y Pontevedra, y llegó a marcar el número de la comisaría, aunque colgó antes de que sonase el tercer tono. Sudaba y notó que le temblaban las manos: Sabela estaba en la habitación contigua, esto no podía hacerlo por teléfono.
Llamó a su hermana Patricia y le explicó brevemente lo sucedido. Al igual que había hecho con Raquel, intentó adoptar un aire despreocupado.
—No creo que le haya pasado nada, ya sabes lo despistada que es. Lo más probable es que se olvidase de avisarme de que tenía algún viaje, pero prefiero asegurarme. ¿Te importaría quedarte con la niña mientras me acerco a la comisaría?
Por supuesto que no le importaba, Patri adoraba a Sabela.
Volvió al salón.
Le dijo a Sabela que acababa de recordar que había quedado con un compañero de estudios de Ferrol que este fin de semana vendría a Compostela, pero que la tía Patri la invitaba a merendar y a pasar la tarde con sus primos. La observó mientras se ponía su plumífero negro. No se sentía cómodo mintiéndole. Por suerte, Úrsula solía pasar tanto tiempo fuera de casa que la situación no le resultaba anómala.
Tras dejar a la niña en casa de su hermana, se dirigió a la entrada de la zona vieja de Santiago. Eran las seis y veinte de la tarde cuando llegó a la puerta de la comisaría. En su bolsillo, el móvil seguía en silencio. Faltaban cuarenta minutos para que se cumplieran veinticuatro horas desde la desaparición de Úrsula. Ni siquiera sabía si era necesario esperar. Por si acaso, no entró.
El primer día
Santi Abad recordaba con claridad su primer día de trabajo, hacía quince años, en la comisaría de Vilagarcía de Arousa. Estaba nervioso, pero ninguno de sus compañeros lo notó. Siempre había sido un tío callado, de los que se limitan a observar y a pasar desapercibido, pero el primer día en el trabajo uno es, inevitablemente, el centro de atención.
Hoy se sentía justo así, como un novato en el primer día de trabajo. La psicóloga le había preparado para este momento. Habían hablado durante horas sobre cómo encarar su primer encuentro con Ana, sobre la necesidad de volver a la comisaría y a su trabajo, afrontando ese proceso con normalidad.
La última vez que la había visto, ella estaba en la puerta de la comisaría, con su exmujer. En el breve instante en que sus miradas se cruzaron comprendió que todas las cosas que no le había dicho a Ana acababan de caer de golpe sobre ella. ¿Cómo explicar que uno es capaz de cruzarle la cara de un tortazo a su mujer, de patearla mientras está en el suelo con los brazos cruzados sobre la cara para protegerse? Recordaba el sonido del llanto de Samanta, y el de sus costillas al romperse; esas eran las cosas que no le había contado a Ana. No sabía qué estaba buscando Sam aquel día. Quizá advertirla, mostrarle lo que había bajo la aparente frialdad del inspector Abad. Lo que quería Samanta ya daba igual. En cualquier caso se había llevado por delante la oportunidad de buscar el momento adecuado para contarle todo a Ana; contarle que era consciente de que algo funcionaba mal dentro de él, pero que todos los días peleaba para recuperar el control.
En los días siguientes la llamó un par de veces y colgó antes de que ella contestase. Grabó mensajes de voz que nunca envió y perdió horas escribiendo wasaps larguísimos que borraba en cuanto ponía el punto final. Nunca se le había dado bien afrontar sus verdades. Lo tuvo claro dos semanas después, el día en que ella, por fin, lo llamó. El teléfono vibró sobre la mesa, seis tonos que duraron una eternidad hasta que saltó el contestador y durante los cuales él comprendió de pronto que no era capaz de hablar con ella. Echando la vista atrás, se dio cuenta de que ese fue el punto de inflexión, el instante en que tomó conciencia de que no podía volver a su vida y a su trabajo. Por eso, cuando agosto tocó a su fin, y tuvo que reincorporarse a la comisaría, le sobrevino un ataque de pánico. Eso lo sabe ahora, pero en aquel momento pensó que era un infarto. Después de dieciséis horas en urgencias descubrió que si pensaba en esa comisaría, la garganta se le cerraba, pero que eso no tenía que ver con su corazón. Como le dijo su psicóloga, respirar deja de ser un acto reflejo cuando uno toma conciencia de que quiere dejar de hacerlo.
Parado a la puerta de la comisaría, pensó que todos esos discursos de autoayuda que le había repetido hasta la saciedad semejaban perder su firmeza ahora que estaba a punto de cruzar el umbral de su antigua vida.
El primer saludo fue el de Lui. Detrás de ella llegaron los de los demás: Javi, Rubén y un par de tíos que no conocía. Como en trance, hizo un gesto con la cabeza y se dirigió a toda velocidad a su despacho mientras musitaba un «hola» escueto y seco.
El despacho estaba igual: solo una mesa con un ordenador y un flexo, la estantería con los manuales de Derecho Penal, el teléfono, dos cartas a su nombre sin abrir en la bandeja metálica donde solían dejar su correspondencia. El tiempo se había detenido sobre esos objetos cotidianos. Finalmente se percató de que su impresora no estaba. Hizo un esfuerzo por serenarse. Esa carrera loca para refugiarse en su despacho no era propia de él. Recordó las palabras de su psicóloga: «Si tienes conciencia de lo que has hecho mal, es que puedes afrontarlo».
Claro que podría afrontarlo, porque la alternativa era quedarse en casa y dejar de ser policía. Además, el consejo le parecía una tontería. Siempre había tenido conciencia de lo que había hecho mal.
Decidió que debía dar la cara y salió del despacho.
La vio de espaldas, hablando con Veiga, que acababa de entrar y aún llevaba el abrigo puesto. Le dio la sensación de que estaba más delgada, aunque no podía asegurarlo bajo ese gran jersey de lana. Lojo le había contado que había aprobado subinspección, junto con Javi, así que no sabía si la encontraría en comisaría, aunque estaba casi seguro de que seguía allí después de su conversación del viernes con Veiga.
Se dirigió hacia ellos, reprimiendo el impulso de darse la vuelta. Resultaba imposible no ponerse nervioso, no se atrevía a mirarla de frente. Había pasado demasiado tiempo y demasiadas cosas. Se estremeció al sentir su proximidad.
—Hombre, Abad, estaba hablando de ti. Vamos a mi despacho. ¿Ya has saludado a todo el mundo?
Santi negó al tiempo que dirigía la mirada hacia Ana. Fue ella la que habló primero.
Hola. Qué bien te veo. Una sonrisa. Y ya está. Se sintió como el gilipollas que acababa de salir de la escuela de prácticas, con la oposición recién aprobada. Sin apenas darse cuenta ya estaban ambos de camino al despacho del comisario. Buscó algo que decir que sonase coherente.
—No tengo impresora.
—Ahora estamos todos conectados en red a la impresora grande del pasillo —dijo Ana, resuelta.
—Enseguida te acostumbrarás —añadió Álex al tiempo que abría la puerta de su despacho.
El comisario se quitó el abrigo y les hizo un gesto para que tomaran asiento.
—Bueno, sé que te acabas de incorporar, Santi, pero este sábado ha pasado algo que me tiene bastante preocupado, y de verdad quisiera que te ocupases directamente de esto.
—Tú eres el jefe. ¿De qué se trata?
—Ha desaparecido Úrsula B.
—¿La escritora?
—Como si hubiera otra —intervino Ana con sarcasmo—. Yo estaba de guardia, su marido se presentó aquí el sábado y nos dijo que Úrsula salió el viernes a las siete de la tarde para dar una charla en la biblioteca Ánxel Casal y que ya no se volvió a saber nada de ella. Me limité a aconsejarle que mantuviera la calma y yo misma me acerqué a su casa para hacer una inspección superficial. No faltaba nada: ni ropa, ni dinero. En las redes de la escritora no ha habido movimiento. Hoy tendremos que ponernos en marcha y rápido.
—¿Y si lo hacemos público? Es muy conocida. A lo mejor se trata de una pelea conyugal y se ha cogido un fin de semana de descanso. Cuando el desaparecido es alguien famoso, la colaboración ciudadana es muy efectiva.
Ana negó con la cabeza.
—Opino que es mejor que nos movamos sin hacer ruido hasta que nos hagamos una composición de lugar. Ahí no ha habido ninguna pelea. El marido estaba desconcertado y asustado, y no es ningún gilipollas. Me ha parecido un tío inteligente que sabía a lo que se estaba enfrentando.
—¿Un secuestro? —preguntó Santi—. ¿Están en condiciones de asumir un rescate?
—Si te refieres a si tiene dinero, supongo que sí, aunque tampoco es Amancio Ortega. Úrsula B. es la escritora gallega que más vende. Imagino que su situación económica debe de ser buena, pero no tengo ni idea. Si el móvil es solo dinero, se me ocurren mejores candidatos. No sé, empresarios, por ejemplo.
—Lo primero será ir a la biblioteca —dijo Santi.
—Luego volved a su casa e interrogad al marido. Hacedme un informe exhaustivo esta tarde. Me parece buena idea que volváis a trabajar juntos. Yo voy a dedicarme a apoyaros desde aquí: les diré a los chicos de la unidad de informática que analicen sus redes sociales. Al ser un personaje público, vamos a ver qué encuentran, a lo mejor tenía a algún tarado detrás. ¿Te parece bien, Abad?
Fue Ana la que habló por él.
—Nos parece bien.
—Pues entonces poneos en marcha.
Ambos salieron al pasillo y Santi dijo que iba a por su cazadora. Ella no contestó.
Hola. Qué bien te veo. Una sonrisa. No había estado tan mal, pensó Santi. En todo caso, bastante mejor que él, que tan solo había sido capaz de mirarse los zapatos y preguntar por la impresora.
Naranja, blanco, naranja
Viene todos los días, aunque solo unos minutos. Lo oigo en el piso superior, mientras se mueve con tranquilidad, a su antojo. Apenas un instante. Luego baja, abre la puerta y deja la comida: un sándwich, una manzana o simplemente pan. Como si disfrutase manteniendo mi estómago alerta. Rugiente. Feroz.
La habitación está casi a oscuras; tan solo hay una ventana con cristales decorados, como si se tratase de la vidriera de una iglesia. Muy de los setenta. Rombos naranjas y blancos que dejan pasar algo de claridad durante el día y que durante la noche reciben la luz de una farola, iluminando tan solo una pequeña parte de la estancia mientras el resto se cubre de una oscuridad densa. La luz de esa farola dibuja líneas geométricas en el suelo de tierra. A veces perfilo con el dedo índice los bordes de esa realidad bicolor. Rombo naranja, rombo blanco, rombo naranja, rombo blanco.
De noche, si me quedo en mi esquina, me desoriento. Busco a tientas el grifo que está en un extremo de la habitación, justo al lado del retrete que es la única referencia que tengo para ubicarme en este espacio de doce metros cuadrados. La ventana se abre en la pared de enfrente, tan alta que, aunque consiguiese romperla, nunca podría llegar hasta ella. Tampoco tengo a mano ningún objeto contundente para lanzarlo contra ese cristal. Esa es mi única posibilidad de asomarme al mundo exterior. La fragilidad de ese cristal inalcanzable resalta la solidez de la puerta, que está a mi izquierda. No pierdo el tiempo en empujarla. Ni en gritar. Ni en llorar. Todo eso ya lo hice el primer día. Y el segundo. Pronto comprendí que era inútil porque estaba muerta desde el momento en que me desperté aquí.
Debí creerle el día en que le conocí.
—¿Quieres que te firme el libro?
—No.
—¿No? Entonces, ¿qué quieres?
—Todo.
Lo dijo sonriendo con la boca. Solo con la boca. Me había fijado en él durante la presentación: me miraba a los ojos, sin pudor, sin alterar el gesto, sin sonreír. Incluso sentado destacaba por encima de los demás. Ya entonces me di cuenta de lo alto que era. A pesar de que me esforzaba por apartar la vista de él y concentrarme en las preguntas del periodista que hablaba a mi lado, le buscaba con la mirada una y otra vez.
Todo. Eso fue lo que dijo. Sentí un escalofrío y escudriñé sus ojos pequeños, casi ocultos por un flequillo moreno y largo. Debí limitarme a sus ojos, pero no lo hice. Observé sus manos: el anillo de casado en el anular derecho, las heridas en los pulgares, semejantes a las mías. Las mismas que me hacía cuando estaba nerviosa. Al momento me vi reflejada en esa pequeña manía. Le devolví la sonrisa y dejé el bolígrafo suspendido en la primera página de su ejemplar mientras la siguiente persona de la cola empezaba a impacientarse.
—¿Todo? No te lleves mi inspiración o no podré escribir más libros.
—Entonces esperaré a que escribas un par más.
Ahí sí que me eché a reír.
—Dime tu nombre —insistí.
—Pon el que quieras.
Lo dejé por imposible. «Con cariño, para el hombre que lo quiere todo. Úrsula B.»
Me dio las gracias y se fue.
Cuando acabé de firmar, cogí el móvil para llamar a Lois y encontré el mensaje de un número desconocido.
«Me llamo Nico.»
Recuerdo la sensación de desconcierto y cómo la sorpresa mitigó el miedo. A fin de cuentas, madurar era eso, perder la capacidad de sorprenderse. Eso fue lo que sucedió: que esa fue mi primera sorpresa real en años. Debí creerle. Lo quería todo.
Me tumbo en el suelo y cierro los ojos. Imagino mi cara bañada por la luz blanca y naranja que se filtra por esa ventana.
Naranja.
Blanco.
Naranja.
Blanco.
No news, bad news
La biblioteca pública Ánxel Casal estaba apenas a diez minutos a pie, y Santi y Ana caminaron con paso ligero. A pesar de ser un lunes de febrero, la zona vieja de Santiago de Compostela ya presentaba un trasiego importante de peregrinos que se hacían selfis en la plaza del Obradoiro. Santi pensó que en unos segundos esas fotografías serían expuestas en redes sociales y observadas por una infinidad de personas con más atención que el que las sacaba. El Camino, como la vida, se había convertido en una mera exposición pública carente de sentido. Sacudió la cabeza. Se estaba poniendo intenso, le pasaba mucho últimamente.
Miró de reojo a Ana. En efecto estaba un poco más delgada y también más pálida, aunque esto último era normal porque estaban en febrero y la última vez que la había visto era verano y estaban a punto de irse de vacaciones juntos. Más de año y medio. El tiempo había pasado muy lento lejos de la comisaría. Los días estaban dotados de una elasticidad desconocida y se superponían unos a otros, convirtiéndose en una eterna tarde de domingo en la que el lunes no llegaba jamás. Quizá porque no tenía nada que hacer, aunque la única realidad era que no tenía fuerzas para hacer nada. Desechó el pensamiento y se concentró en caminar y mantener el silencio.
La biblioteca Ánxel Casal era relativamente nueva, con poco más de diez años y con un programa cultural bastante dinámico. Aunque acababa de abrir, ya había bastante movimiento. Lo normal, teniendo en cuenta que Santiago era una ciudad universitaria y los estudiantes eran poco amigos de estudiar en sus casas. En época de exámenes, las bibliotecas universitarias de Compostela se reforzaban y ampliaban sus horarios hasta altas horas de la madrugada.
Santi cedió el paso a Ana en la puerta y ambos se fijaron en el tablón de anuncios de la entrada, donde un cartel anunciaba la charla de Úrsula B. el pasado viernes a las ocho de la tarde. Bajo el rótulo publicitario «Mujeres que hablan hacia la nada» se mostraba la imagen del último libro de Úrsula: Pasión adjetivada.
Santi se dirigió a la bibliotecaria a quien conocía de vista. Durante su baja había frecuentado bastante la biblioteca. No solía pedir consejo ni se involucró en las actividades de esta, pero aun así, sabía que por las mañanas en el mostrador estaba la rubia de las camisetas molonas y por la tarde un tío con el pelo engominado y gafas de pasta que a él le daba bastante repelús, sin motivo alguno, todo hay que decirlo, porque nunca habían cruzado más palabra que algún «hola» o «adiós».
—Buenos días —dijo Santi adelantándose a Ana—. Estaba buscando el último libro de Úrsula B.
—Está en la sección de narrativa, pero está prestado. Puedes consultar en la página web para ver si está disponible en formato digital, aunque me imagino que estará prestado también. Suele tener lista de espera.
—¡Vaya, qué pena! Estuvo aquí el viernes, ¿no?
—Pues no. Había una charla convocada, pero se suspendió.
—¿Se suspendió?
—Sí —contestó la rubia lacónicamente.
Ana y Santi cruzaron una mirada de entendimiento.
—Una pena —continuó él.
La rubia alzó la vista. Hoy llevaba una camiseta de princesas Disney que mostraba una Cenicienta llena de tatuajes y una Blancanieves vestida con cazadora de cremalleras, aunque la favorita de Santi era una que le había visto una vez, de color negro y con el lema «Achilipunk».
—Creo que hay alguna otra novela de Úrsula, si lo que te interesa es la autora. —La bibliotecaria desplegó una gran sonrisa dirigida solo a Santi.
—Lo que nos interesa es la autora —intervino Ana tras cruzar la mirada con él—. Somos policías. Estamos buscándola. Necesitamos saber por qué se suspendió la charla.
—¡Qué fuerte! Pues no sé mucho. El viernes por la tarde recibí un wasap de mi compañero diciendo que la autora no aparecía. Me preguntaba si había recibido algún correo de ella sobre la cancelación de la charla, le dije que no y le pasé el teléfono de la escritora para que la contactase. Luego volvió a escribirme diciendo que suspendíamos el evento porque ella no recibía los mensajes y tampoco respondía al teléfono. A mí me extrañó. Tenemos bastante trato con ella. Suele venir a clubes de lectura y es bastante profesional, muy atenta, siempre. No era propio de ella dejarnos colgados sin avisar.
—Bueno, pasaremos por la tarde para hablar con tu compañero —dijo Santi.
Se dirigieron a la salida.
—Úrsula no avisó de que no vendría a la charla —añadió en cuanto abandonaron el edificio.
—No pinta bien —dijo Ana.
—No, parece que no. Hay que empezar con todos los trámites para el seguimiento de su móvil, pero lo primero es lo primero: vamos a su casa. ¿Qué tal es su marido?
—Un tío serio como un palo, que estaba muy preocupado. Pero mucho. Ya te dije que no era ningún idiota. Hizo una declaración concisa y muy clara; distinguía perfectamente qué era importante y qué no, aunque tampoco le interrogué a fondo porque apenas habían pasado veinticuatro horas.
—Pues ahora ya van a ser casi tres días. Estará desquiciado. ¿Qué impresión te dio?
—Pues me dio la impresión de que ocultaba algo y que ese algo no era el paradero de su mujer.
Santi estuvo a punto de soltar eso de que todos tenemos algo que ocultar, pero se calló a tiempo. Metió las manos en los bolsillos y se subió el cuello de la cazadora, para así poder hablar del frío que hacía. Como si no fuera lo normal en febrero en Compostela y ellos fuesen dos extraños en un ascensor. O simplemente dos extraños.
Sonrisas
Úrsula B. era una persona accesible. Álex Veiga llegó a esa conclusión con una simple ojeada al informe de sus redes sociales. En Instagram aparecía etiquetada en cientos de imágenes y en todas ellas tenía la misma expresión. Cara de foto, pensó Álex: la de alguien acostumbrado a posar y mostrar su mejor perfil. Fotografías en presentaciones de libros, en aeropuertos, en restaurantes y cines. Una mujer que nunca negaba una foto y una sonrisa. Muy profesional, se dijo, y al mismo tiempo muy peligroso, si no se pone filtro.
En su página oficial estaba colgado el link para comprar los siete libros que tenía publicados; uno de ellos, ganador de uno de los galardones mejor dotados de todo el panorama literario español, y todos habían dado el salto a idiomas extranjeros. A Álex le gustaba bastante como escritora, aunque nunca le había llamado la atención como personaje público. Esto no significaba nada; no era muy dado a seguir o perseguir a famosos ni dentro ni fuera de las redes.
Volvió a repasar los resultados que le ofrecía Google: fotografías de Úrsula en su estudio, al lado de su ordenador con frases típicas como «Silencio, se escribe». Nadie era ajeno al postureo de las redes, ni siquiera los escritores. Por lo menos no ponía morritos. Era una mujer de unos cuarenta años, morena y de ojos oscuros. No destacaba especialmente, ni muy alta ni muy baja, proporcionada y de rasgos agradables. Agradable era una palabra que encajaba muy bien con ella. Álex desconfiaba de buenas a primeras de toda esa afabilidad.
Buscó en vano una foto de su marido o de su familia: Úrsula mantenía su vida privada fuera de las redes sociales y de inmediato empezó a caerle mejor. Todo ese escaparate quizá era necesario para vender libros, pero no les iba a desvelar mucho de la mujer que se escondía tras la escritora.
En muchas de las fotos la acompañaba una mujer rubia de pelo corto y ojos claros. Entró en su perfil. Raquel Moreira. Siempre aparecía en segundo plano, y en eventos de carácter profesional. Úrsula la había felicitado por su cumpleaños: «Hoy cumple años la mujer que trabaja haciendo mi vida más fácil. A miña Raqueliña linda». Debía de ser una especie de ayudante. Anotó su nombre en una libreta.
El perfil de Raquel Moreira también era público y estaba totalmente vinculado a la escritora. Más fotos de Úrsula. El estreno de la película basada en su primera novela, la que había dado lugar a la trilogía que sustentó su éxito fulgurante. La presentación de su último libro en Madrid. Imágenes en México, en la Feria del Libro de Guadalajara. Londres. Milán. Frankfurt. La escritora se movía. Y mucho.
Tendrían que investigar si tenía algún perfil privado. Y el de su marido. Tendrían que hacer muchas cosas, pensó. Confiaba en que Abad pudiera con todo lo que se venía encima. Si la escritora no aparecía o aparecía muerta, se iba a montar un buen circo. Y Abad se vería obligado a aguantar la presión.
No debió decirle lo de que sabía que su baja era psiquiátrica —era un tipo reservado, así lo recordaba de aquel curso en Madrid—, y sabía más cosas. El anterior comisario era de todo menos discreto y le había dejado caer que, durante la investigación del caso de la chica Alén, Abad y Barroso habían sido equipo dentro y fuera de la comisaría, pero eso era una información que no pensaba compartir con Abad. No sabía si la baja del inspector tenía que ver o no con su relación con Barroso, pero él no iba a dejarse influenciar por los chismes de Lojo. Tenía a Abad por un policía serio y meticuloso. Si había vuelto, el mensaje debía ser que confiaba en él.
Fijó la vista en el ordenador. En la mujer de melena y ojos negros.
—¿Dónde estás, Úrsula? —preguntó Álex mientras desde la pantalla ella le devolvía, cómo no, su permanente sonrisa.
Número desconocido
«¿Por qué sonríes tanto?»
Ese fue su segundo mensaje. Yo estaba en la Feria del Libro de A Coruña. Recuerdo el móvil iluminándose y mi vista dirigirse rápidamente a la pantalla, de reojo y con disimulo, por si era algo urgente de casa. El número desconocido captó mi atención. Por aquel entonces no tenía guardado su contacto aún. No puedo decir que hubiera olvidado nuestro primer encuentro, pero me había parecido ridículo guardar su número con un nombre que ni siquiera estaba segura de si era verdadero o no.
La fila de personas que esperaban para que les firmase el libro no era muy larga. Era agosto y hacía un día espléndido. Recuerdo haber pensado que yo no estaría en esa fila si pudiese estar en la playa. Y a pesar de ello, sonreía, me levantaba para pasar el brazo alrededor del lector de turno, me acomodaba el cabello, mostraba mi mejor perfil y sonreía a sus móviles. Y daba las gracias. Gracias por venir. Gracias por comprar mi libro. Espero que te guste. Es tan distinto al anterior. Las mismas frases de todas las presentaciones.
Abrí el WhatsApp y le eché una ojeada rápida. Después del «Me llamo Nico» de hacía exactamente tres semanas, al que yo no había contestado, aparecía ese nuevo mensaje.
Alcé la vista y barrí el espacio a la búsqueda del tipo alto y moreno. Ni rastro.
Seguí firmando libros, entre inquieta e intrigada. Cuando la cola acabó, uno de los organizadores me llevó a tomar algo.
Me excusé y fui al baño, buscando un poco de intimidad para poder escribirle, a sabiendas de que no era racional y que podía ser un loco.
«¿Estabas aquí? ¿En la feria?»
Contestó al instante.
«¿Tú qué crees?»
Luego nada más.
Silencio.
Tras refrescarme y retocar mi maquillaje, en un intento de justificar la demora, salí al encuentro del organizador de la feria. Estaba deseando volver a casa, pero pedí un refresco por mera cortesía, mientras pensaba en los cuarenta y cinco minutos de trayecto que me separaban de Santiago y en que mañana tendría que ir a un club de lectura en Ourense. Apuré la bebida y me despedí tras agradecer de nuevo la invitación a la Feria.
En cuanto entré en el coche me llegó la foto.
En ella se me veía en la terraza que acababa de abandonar. Yo bebía y el organizador de la feria, Pablo, hablaba con el camarero.
Estaba allí.
Un matrimonio normal
—¿Cogemos el coche o viven cerca? —preguntó Santi camino de la comisaría.
—Viven en Santa Marta. Vamos en coche.
—¿Cómo fue la inspección del otro día?
—Ya te lo dije, superficial. Verifiqué que no faltaba ropa ni dinero, eché una ojeada: todo muy light. Estaba convencida de que no sería nada. Generalmente este tipo de denuncias acaban en «me cabreé con mi marido y me fui a dormir a casa de una amiga». Además, ya sabes que nunca te cuentan la verdad de buenas a primeras.
Ya en la comisaría, Santi entró un momento para poner al día a Veiga, y cuando salió se sorprendió al ver que Ana ya lo esperaba fuera y estaba al volante.
—¿Ahora conduces tú?
—A Javi no le gusta conducir y me he acostumbrado, pero sigo sin tener coche.
—Nunca entenderé cómo eres capaz de vivir en las afueras sin coche.
—No todos podemos permitirnos vivir en el centro de Santiago.
—Pues parece que no es el caso de la escritora, ¿no?
—Pues no. Ya verás qué pedazo de dúplex tienen.
El barrio de Santa Marta había crecido de forma desmesurada en pleno boom inmobiliario. Estaba muy bien situado, cerca del hospital y del Campus Sur, en una ciudad que no tenía ya mucho espacio hacia donde expandirse, y los pisos se habían pagado a precios desorbitados. A ninguno de los dos se les escapaba esa circunstancia.
—O sea, que tienen pa