El olor de la noche (Comisario Montalbano 8)

Andrea Camilleri

Fragmento

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Dos

Entretanto, Mimì se había apresurado a socorrer a la señorita Mariastella, que, a pesar de estar sentada, había empezado a oscilar como un árbol azotado por el viento.

—¿Quiere que le vaya a buscar algo al bar?

—Un vaso de agua, gracias.

En aquel momento oyeron, procedente del exterior, una ensordecedora salva de aplausos y gritos de: «¡Bravo! ¡Viva el aparejador Garzullo!» Estaba claro que entre la muchedumbre había muchas personas estafadas por Gargano.

—Pero ¿por qué la toman tanto con él? —preguntó la mujer mientras salía Mimì. No paraba de retorcerse las manos y su rostro, antes pálido, estaba por reacción más colorado que un tomate.

—Bueno, algún motivo puede que tengan —contestó diplomáticamente el comisario—. Usted sabe mejor que yo que el contable ha desaparecido.

—De acuerdo, pero ¿por qué hay que pensar enseguida en algo malo? Puede haber perdido la memoria por culpa de un accidente de tráfico, de una caída, cualquier cosa… Yo me tomé la libertad de telefonear… —Dejó la frase sin terminar y movió la cabeza con desconsuelo—. Nada —dijo como si diera por concluido un pensamiento.

—Dígame a quién telefoneó.

—¿Usted ve la televisión?

—A veces. ¿Por qué?

—Me habían dicho que hay un programa que se llama ¿Quién lo ha visto? y que trata sobre personas desaparecidas. Conseguí el número y…

—Entiendo. ¿Qué le dijeron?

—Que no podían hacer nada porque yo no estaba en condiciones de facilitarles los datos indispensables: edad, lugar de la desaparición, fotografía, cosas de este tipo.

Se hizo el silencio. Las manos de Mariastella se habían convertido en un solo nudo inextricable. Por un instante, el condenado instinto de policía de Montalbano, que estaba tumbado dormitando, se despertó de golpe vete tú a saber por qué.

—También debe tener en cuenta, señorita, la desaparición del dinero junto con el contable. Se trata de miles de millones, ¿sabe?

—Lo sé.

—¿Usted no tiene ni la menor idea de dónde…?

—Yo sé que invertía el dinero. En qué y dónde, lo ignoro.

—¿Y él y usted…?

El rostro de Mariastella se convirtió en una llamarada de fuego.

—¿Qué… qué quiere decir?

—¿Él y usted han tenido algún contacto después de la desaparición?

—Si lo hubiéramos tenido, se lo habría dicho al señor Augello. Es él quien me interrogó. Y le repito lo que le dije a su subcomisario: Emanuele Gargano es un hombre que tiene un solo objetivo en la vida: hacer felices a los demás.

—No tengo la menor dificultad en creerla —dijo Montalbano.

Y era sincero. En efecto, estaba convencido de que el contable Gargano seguía haciendo felices a putas de altos vuelos, barmans, directores de casinos y vendedores de coches de lujo en alguna isla perdida de la Polinesia.

Mimì Augello regresó con una botella de agua mineral, unos vasos de plástico y el móvil pegado a la oreja.

—Sí, señor, sí, señor, ahora mismo se lo paso. —Le ofreció el artilugio al comisario—. Es para ti. El jefe superior.

¡Vaya por Dios, menuda lata! Las relaciones entre Montalbano y el jefe superior Bonetti-Alderighi no se podían definir precisamente como cordiales y basadas en el mutuo aprecio y la simpatía.

Si el jefe lo llamaba por teléfono, significaba que tenía algún asunto desagradable que discutir. Y, en aquel momento, él no estaba de humor para eso.

—A sus órdenes, señor jefe superior.

—Venga inmediatamente.

—Dentro de una horita como máximo estaré…

—Montalbano, usted es siciliano, pero, por lo menos en la escuela, habrá estudiado el italiano. ¿Entiende el significado del adverbio «inmediatamente»?

—Espere un momento que lo repaso. Ah, sí. Significa «sin interposición de lugar o de tiempo». ¿He acertado, señor jefe superior?

—No se haga el gracioso. Dispone exactamente de media hora para llegar a Montelusa.

Y cortó la comunicación.

—Mimì, tengo que ir a ver al jefe superior enseguida. Coge el revólver del aparejador y llévalo a la comisaría. Señorita Cosentino, permítame un consejo: cierre ahora mismo este despacho y váyase a casa.

—¿Por qué?

—Verá, dentro de poco todo el pueblo se enterará de la ocurrencia del señor Garzullo. Y no se puede descartar que algún imbécil quiera repetir la hazaña, sólo que esta vez podría tratarse de alguien más joven y más peligroso.

—No —dijo con firmeza Mariastella—. Yo no abandono este puesto. ¿Y si, por casualidad, vuelve el contable y no encuentra a nadie?

—¡Imagínese qué desilusión! —dijo Montalbano, enfurecido—. Y otra cosa: ¿va usted a presentar una denuncia contra el señor Garzullo?

—De ninguna manera.

—Mejor así.

El denso tráfico que había en la carretera de Montelusa empeoró el humor de Montalbano. Además, el comisario se sentía incómodo porque le escocía la arena que tenía entre los calcetines y la piel y bajo el cuello de la camisa. A unos cien metros a mano izquierda y, por tanto, en dirección contraria a la suya, se encontraba El Descanso del Camionero, donde hacían un café de primera. Al llegar casi a la altura del local, puso el intermitente y giró. Estalló un cataclismo, un guirigay de frenazos, bocinas, gritos, insultos y tacos. Milagrosamente, consiguió llegar indemne a la explanada del local, bajó y entró. Lo primero que vio fue a dos personas a las que reconoció de inmediato a pesar de que se encontraban casi de espaldas. Eran Fazio y Galluzzo, tomándose una copichuela de coñac por barba, o eso por lo menos le pareció a él. ¿Un coñac a aquella hora de la mañana? Se situó entre ambos y pidió al camarero un café. Al reconocer su voz, Fazio y Galluzzo se volvieron de golpe.

—A vuestra salud —dijo Montalbano.

—No…, es que… —empezó a justificarse Galluzzo.

—Estábamos un poco pasmados —dijo Fazio.

—Necesitábamos tomarnos algo un poco fuerte —rem

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