El hombre perdido

Jane Harper

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Desde arriba, a la distancia, podía distinguirse un pequeño círculo trazado en el suelo arcilloso. No era un círculo perfecto: el borde zigzagueaba, había tramos más gruesos y más estrechos, y zonas en las que desaparecía del todo. Además, no estaba vacío.

En el centro había una lápida de un metro de altura. Cien años de arena, viento y sol la habían desgastado, pero seguía allí, perfectamente erguida. Estaba orientada al oeste, hacia el desierto, cosa rara en una zona donde el oeste casi nunca era la primera opción.

El nombre de quien yacía debajo se había desvanecido hacía tiempo. Para los habitantes de la zona —sesenta y cinco personas, aparte de las cien mil cabezas de ganado— era simplemente «el ganadero», y aquel lugar, «la tumba del ganadero». Nunca había sido un cementerio: el ganadero había muerto allí, y allí lo habían enterrado, y en más de un siglo no se le había sumado nadie.

El visitante que pasara las manos por la piedra gastada sentiría unas muescas en las que reconocería fragmentos de una fecha: un uno, un ocho y tal vez un nueve, mil ochocientos noventa y algo. Debajo, vería tres palabras, las únicas todavía legibles, quizá por estar mejor resguardadas de los elementos, o porque las cincelaron con más cuidado o por considerar que esa inscripción era aún más importante que el nombre del difunto. Decía: «QUE SE PERDIÓ.»

Podían pasar meses, hasta un año entero, sin que una sola persona apareciera por ahí, y mucho menos se detuviera a leer la inscripción desvaída o volviera los ojos entornados hacia el oeste, donde se ponía el sol. Ni siquiera el ganado se quedaba mucho tiempo. Por norma general, el suelo era árido, salvo un mes al año, cuando lo cubrían las aguas turbias de la crecida. Las vacas preferían vagar por el norte, donde había mejor pasto y los árboles daban sombra.

De ahí que la tumba estuviera casi siempre sola, junto a una delgada cerca de tres alambres para el ganado. La cerca se extendía una decena de kilómetros al este, hasta una carretera, y varios cientos al oeste, hasta el desierto, donde el horizonte era tan plano que parecía posible percibir la curvatura de la Tierra. Era un territorio de espejismos, en el que los escasos arbolillos que se alzaban a lo lejos temblaban y flotaban sobre lagos inexistentes.

Al norte y al sur de la cerca había dos haciendas solitarias; digamos que eran vecinas, aunque estaban a tres horas de distancia. Desde la tumba como tal no se veía la carretera que conducía al este, si es que cabía calificar como tal aquella ancha pista de tierra que podía pasar días en silencio, sin que un solo vehículo la recorriera.

La pista iba a dar a la localidad de Balamara —una sola calle, en realidad—, la cual abastecía, por decirlo de algún modo, a una población dispersa que, de reunirse, casi habría cabido en una sala grande. Mil quinientos kilómetros más al este quedaban Brisbane y la costa.

A lo largo del año, en días convenidos, un helicóptero hacía vibrar el cielo por encima de la tumba. Los pilotos trabajaban desde el aire, valiéndose del ruido y el movimiento para dirigir el ganado por terrenos del tamaño de un pequeño país europeo. En ese momento, sin embargo, el cielo se cernía vacío e imponente.

Más tarde —demasiado tarde— el helicóptero pasaría volando deliberadamente cerca del suelo, lentamente, y distinguiría el centelleo del metal del coche. Al piloto, la tumba, situada algo más lejos, sólo le llamaría la atención por casualidad, mientras trazaba círculos en busca de un lugar apropiado para aterrizar.

No vería el círculo dibujado en la tierra; lo que le llamaría la atención sería el destello de tela azul contra el rojo del suelo: una camisa de trabajo desabrochada y mal puesta. Hacía días que se alcanzaban máximas de cuarenta y cinco grados: la piel que se hallaba al descubierto estaba agrietada por el sol.

Más tarde, los que estaban en tierra verían las huellas y alzarían la vista hacia el lejano horizonte, intentando no pensar en quién podía haberlas dejado.

La lápida proyectaba una pequeña sombra escurridiza —la única a la vista—, que crecía y se encogía al girar, como un reloj de sol. El hombre de la camisa azul había intentado seguir esa sombra, primero a gatas, luego arrastrándose. Había intentado encogerse para caber en aquella sombra, en muchos momentos adoptando posturas extrañas, arañando y pateando el suelo a medida que lo invadían el miedo y la sed.

La caída de la noche le concedió un respiro, hasta que el sol volvió a salir y reanudó su espantosa rotación. El segundo día, con el sol cada vez más alto en el cielo, la vuelta ya no fue tan larga, pero no porque el hombre no se esforzara: persiguió la sombra hasta que ya no pudo más.

Al círculo dibujado en la tierra le faltaba muy poco para cerrarse y completar las veinticuatro horas, cuando por fin el ganadero tuvo compañía. Mientras el planeta giraba y la sombra seguía avanzando, el hombre yacía inmóvil en el centro de una tumba polvorienta bajo un cielo monstruoso.

Capítulo 1

1

Nathan Bright no veía nada, hasta que de repente lo vio todo.

Había subido la pendiente con las manos aferradas al volante para que el abrupto terreno no le arrebatara el control del coche y, de pronto, lo tuvo todo ante sus ojos. Visible, pero a varios kilómetros todavía, que le dieron demasiados minutos para asimilar la imagen que se iba ensanchando en su campo visual. Miró de reojo el asiento del copiloto.

Estuvo tentado de decir «No mires», pero no se molestó. No tenía sentido. Era imposible no fijarse.

Aun así, detuvo el coche más lejos de la cerca de lo estrictamente necesario. Echó el freno de mano, sin apagar el motor, para no desconectar el aire acondicionado. Uno y otro protestaban con chirridos discordantes contra el calor de Queensland en diciembre.

—Quédate en el coche —dijo.

—Pero...

Dio un portazo sin escuchar el resto. Cuando llegó a la cerca, separó los alambres de arriba y pasó de su lado al de sus hermanos.

Junto a la tumba del ganadero había otro cuatro por cuatro, también en punto muerto, y seguro que con el aire acondicionado también a tope. Justo cuando Nathan franqueaba la cerca, se abrió la puerta del conductor y salió su hermano pequeño.

—Buenas —dijo Bub una vez que Nathan se hubo acercado lo suficiente para oírlo.

—Buenas.

Se reunieron al lado de la lápida. Nathan sabía que en algún mom

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