El mal camino

Mikel Santiago

Fragmento

mal-5

I

1

Todo comienza con Chucks no cogiendo el teléfono durante días, ni respondiendo al e-mail, ni dando señales de vida en el WhatsApp, lo que probablemente significaba que estaba metido en su sótano, grabando sin parar y durmiendo en un sofá.

Pero ¿y si le hubiera pasado algo?

Le escribí un mensaje el miércoles y después le intenté llamar el jueves por la noche, pero no tuvo el detalle de decir: «Perdón. Ocupado.» Y esa semana yo tampoco había estado muy ocioso que dijéramos: cuando no atendía las llamadas de la prensa, era Miriam y sus viajes a tiendas para comprar mantelerías, baúles, candelabros de bronce y otras chucherías para recargar nuestra ya de por sí recargada cueva provenzal. Así que no había sabido nada de Chucks en siete días y eso me preocupó.

Primero pensé que su silencio entraría dentro de lo razonable si es que se había pirado a navegar por Italia con Jack Ontam y sus amiguitas, pero ¿por qué no me dijo nada en nuestra última charla? Escasos cuatro días antes nos habíamos despedido en el Abeto Rojo (el bar que quedaba a medio camino entre mi casa y su maison) con un «hasta pronto».

Y ahora era viernes, la mañana del 25 de mayo, y estaba solo en casa; mis chicas habían salido pronto esa mañana. Miriam, a una galería nizarda; Britney, al Instituto Nacional Charles de Gaulle, donde las clases acabarían pronto. Yo había hecho mis estiramientos, yoga, cien abdominales y me disponía a comenzar mi «dura» jornada de escritor.

Había preparado una taza de café, puesto dos rosquillas en el plato (eso serían veinte abdominales extra) y con la taza en las manos había cruzado el jardín hasta el cobertizo de madera donde solía trabajar. Entonces, nada más encender mi Mac volví a mirar el teléfono por si Chucks me había respondido al último mensaje («¿estás vivo?, ¿muerto?»). Pero nada. Y eso hacía una semana sin decir ni mu.

Vivíamos en el sur Francia aquel año, y el verano estaba ya asomando detrás de la primavera. Llenando el aire de grillos, hierba quemada, gritos de niños que jugaban en las calles de aquellos pueblos de piedra encaramados en colinas. Las campanas y los perros eran los últimos latidos del día. Los provenzales, gente que no necesitaba conocer el mundo porque todo el mundo los envidiaba a ellos, habían sido unos buenos anfitriones hasta la fecha. Indiferentes. Con ese toque de clase abrupta, de elegancia poseída durante siglos que no necesitaba ser aireada, que les salía por las venas.

Chucks no debería estar allí, pero estaba. Solo, como era su estilo. Y siendo una pieza difícil de encajar en el rompecabezas de nuestra nueva vida. (Algo que también era su estilo.) Entonces recordé a Jimi Hendrix, que la diñó cuando todavía no había acabado «su mejor disco» (según sus propias palabras), y de pronto me imaginé a Chucks en su sótano-estudio, electrocutado por algún cable, o mortalmente atrapado en su montacargas, o envenenado con uno de esos viejos vinos de a mil euros la botella que reposaban entre polvo milenario en las paredes de su estudio.

Y yo era su único amigo en mil millones de años luz a la redonda. Un amigo con quizá demasiada imaginación como para poder quedarse de brazos cruzados un minuto más.

Di un sorbo al café y me levanté de la silla.

Una cazadora de cuero más tarde encendía el contacto de mi Alfa Romeo Spider del 88 y lo hacía rugir un poco entre las paredes del garaje. Salí despacio, pese a las prisas, por el estrecho sendero del jardín frontal y, con un simple toque de botón, cerré la casa y activé todas las alarmas.

Había una distancia de quince kilómetros entre nuestra casita en Saint-Rémy y la maison de Chucks en el valle de Sainte Claire. Una estrecha carretera regional que subía, bajaba y se contorneaba en una curva tras otra, surcando campos de lavanda, viñedos y pequeños pueblitos de casas viejas, paredes de hiedra y ventanas rebosantes de flores.

Conduje con el Exile on Main Street de los Stones a un volumen quizá poco aconsejable. Sonaba «Tumbling Dice», canción que rara vez no me hace cantar, pero yo iba pensando en Chucks. Traté de recordar si me había dicho algo el lunes. ¿Alguna fan que venía a visitarle (y con la que podría estar protagonizando un momento John-Yoko en el sofá cama del estudio)? ¿Algún viaje programado?

Nada. Todo lo que ese día me contó Chucks era lo feliz que estaba aquí, en la Provenza y en su nueva vida de «hombre de las cavernas», y la grabación de su último disco:

—Siempre pensé que la magia estaba solo en Londres. Que si alguna vez me iba de Londres perdería el jodido Mojo. Y mira lo que está saliendo en esta maldita bodega.

Habíamos escuchado el disco sentados detrás de la mesa de mezclas de su «caverna», una bodega de vinos reconstruida como estudio de grabación. Era lo mejor que había escrito en diez años. Mágico. Como regresar a su primer y segundo disco de principios de los noventa, cuando Chucks era The Blind Sculpture, un atribulado y bello veinteañero a medio camino entre Jim Kerr y Bryan Ferry que había descubierto que podía crear canciones inmortales. Y en aquel disco, en Beach Ride, había unas cuantas de ellas. Para empezar, la que daba título al disco, que tenía un alma tan gruesa como las paredes de un castillo.

—Voy a volver, Bert. Después de tantos años en el desierto. Voy a volver.

A mí no me cabía ninguna duda. El disco se lanzaría en octubre y Jack Ontam, su agente, ya estaba cerrando fechas en Estados Unidos y Canadá para el verano siguiente. Una colaboración estelar de Lana del Rey (desde Los Ángeles, lástima, porque Britney se hubiera muerto por conocerla) y otra de Dave Grohl le auguraban buena prensa de lanzamiento. Y no era ninguna locura pensar que Beach Ride competiría por un Brit o al menos un MTV Music Award. Lo que estaba claro es que Chucks estaba al comienzo de una nueva carrera, más madura, en la que estaría sobrio más de cinco días a la semana para disfrutar de su éxito.

Llegué a Sainte Claire, desde allí había una desviación por un pequeño puente que cruzaba el Vilain, después un bosque y por allí se encontraba Villa Chucks. Le mas des citronniers, un mas provenzal a tres naves, techados de parra y paredes pintadas de azul pastel. «Renacentista —decía Chucks como si supiera de lo que hablaba—, es renacentista.» Creo que se lo oyó decir a la agente de la inmobiliaria y se lo apuntó para sorprender a sus visitas. Pero lo cierto es que era una casa hermosa. Rodeada de limoneros, jardines de rocalla, terrazas y escaleras de piedra que bajaban hasta una piscina con forma de media luna. Chucks nos había invitado a cenar una vez a Miriam y a mí; y por mucho que a Miriam le disgustase Chucks, tuvo que admitir que había tenido un gusto exquisito a la hora de comprar. «Y suerte —había añadido yo al recordar el precio que Chucks me había confiado en cierta ocasión—. Por ese dinero en Londres vives en una caja de zapatos.»

Frené el Spider frente a la puerta principal e hice sonar el claxon. Chucks tenía una sirvienta, Mabel, una mujer francesa con aspecto de adivinadora del tarot que siempre salía a recibirme cuando aparecía por allí. Esperé verla, con su delantal blanco, remangada y una sonrisa suspicaz en el rostro, como si planeara asesinarnos y trocearnos esa misma tarde. Chucks también tenía una perra labrador, Lola, pero ninguno de los dos hizo acto de presencia

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