Agatha Raisin y la quiche letal (Agatha Raisin 1)

M.C. Beaton

Fragmento

Capítulo 1

1

Agatha Raisin esperaba sentada a la mesa recién recogida de su despacho de South Molton Street, en el barrio londinense de Mayfair. Por los murmullos y el tintineo de vasos que llegaba de la oficina dedujo que sus empleados estaban listos para despedirla.

Era el día de su jubilación anticipada. Agatha había creado su propia agencia de relaciones públicas y trabajado duro todos estos años para hacerla prosperar. Había recorrido un largo camino y dejado muy atrás sus orígenes de clase obrera en Birmingham. Había sobrevivido a un matrimonio desgraciado, se había divorciado y lo había superado, con el espíritu maltrecho pero resuelta a salir adelante. Y todo ese esfuerzo había tenido un único fin: cumplir el sueño de vivir en un cottage en los Cotswolds.

Esta región del corazón de las Midlands quizá sea uno de los pocos paisajes hermosos creados por la mano del hombre: pueblos pintorescos, casas de dorada piedra caliza, jardines de ensueño, pastizales, senderos serpenteantes e iglesias centenarias. Agatha había visitado los Cotswolds de niña, durante unas cortas y mágicas vacaciones de verano. Sus padres habían salido de allí despotricando y lamentando no haber ido, como siempre, a uno de esos complejos turísticos de la cadena Butlins. Agatha, sin embargo, había encontrado en los Cotswolds todo lo que deseaba en la vida: belleza, tranquilidad y seguridad, y ya entonces se prometió a sí misma, aun siendo apenas una niña, que algún día viviría en una de aquellas preciosas casitas de campo, en un pueblo tranquilo, lejos del ruido y los malos olores de la ciudad.

En todos estos años en Londres Agatha nunca había vuelto a los Cotswolds, siempre quiso conservar su sueño intacto, hasta que hace muy poco por fin compró la casita de sus sueños. Era una lástima que el pueblo se llamara Carsely y no Chipping Campden o Aston Magna o Lower Slaughter o cualquier otro de aquellos enigmáticos topónimos de la zona, pensaba Agatha, pero la casa era perfecta, y el pueblo no aparecía en la ruta de las guías turísticas, así que se libraba de las tiendas de artesanía, los salones de té y los autocares de turistas a diario.

Agatha tenía cincuenta y tres años, pelo castaño, facciones cuadradas, complexión fornida, y un acento de Mayfair tan marcado como cabía esperar, salvo en los momentos de emoción o nervios, en que se le escapaba el viejo tono nasal del Birmingham de su juventud. A pesar de dedicarse a las relaciones públicas, un sector donde conviene tener cierto encanto, Agatha carecía de él por completo. Ella conseguía resultados siendo una especie de poli bueno y poli malo a la vez, alternando estrategias de acoso y engatusamiento en nombre de sus clientes, y los periodistas a menudo les daban cobertura sólo para quitársela de encima. También era una experta chantajista emocional, y cualquier insensato que aceptara uno de sus regalos o invitaciones a comer acababa sufriendo una persecución implacable y descarada hasta devolvérselo en especies.

Era popular entre sus empleados puesto que éstos conformaban un grupo pusilánime y frívolo, el tipo de gente que forja leyendas sobre cualquiera que les infunde miedo. La describían como «todo un carácter», y como todos los así descritos son expertos en opinar sin filtros, Agatha no tenía verdaderos amigos. Su vida social siempre había estado relacionada con el trabajo.

Agatha se levantó para unirse a la fiesta y la invadió una ligera sensación de vértigo, algo que nunca acostumbraba a pasarle. Ante ella se extendía una larga secuencia de días en blanco: sin obligaciones, sin ruido ni alboroto. ¿Sabría sobrellevarlo?

Se apartó la idea de la cabeza y cruzó el Rubicón para entrar en la sala de la oficina y despedirse.

—¡Aquí viene! —gritó Roy, uno de sus ayudantes—. Aggie, hemos preparado un ponche de champán muy especial. Una auténtica bomba.

Agatha aceptó un vaso de ponche. Su secretaria, Lulu, se le acercó y le dio un paquete envuelto en papel de regalo mientras los demás se arremolinaban a su alrededor con más regalos. Agatha tenía un nudo en la garganta y una vocecita repitiendo en su cabeza: «¿Qué has hecho? Pero ¿qué has hecho?» Un perfume, de Lulu; un par de braguitas con abertura en medio, de Roy, claro; un libro de jardinería, un jarrón, y así sucesivamente.

—¡Que hable! —gritó Roy.

—Gracias a todos —dijo Agatha con brusquedad—. No me voy a China, ¿sabéis? Podéis venir a visitarme. Vuestros nuevos jefes, Pedmans, se han comprometido a no cambiar nada, así que supongo que las cosas seguirán más o menos como siempre para vosotros. Gracias por los regalos. Los guardaré con cariño, excepto el tuyo, Roy. Dudo que a mi edad vaya a encontrarles alguna utilidad.

—Uno nunca sabe lo que le depara la suerte —dijo Roy—. A lo mejor algún granjero calenturiento te persigue entre la maleza.

Agatha bebió más ponche, comió sándwiches de salmón ahumado, y luego, cargada con los regalos, que Lulu le había metido en dos bolsas de la compra, bajó las escaleras de Raisin Comunicaciones por última vez.

En Bond Street, apartó de un codazo a un hombre de negocios delgado y nervioso que acababa de parar un taxi y le soltó con todo el descaro: «Yo lo he visto primero.»

Pidió al taxista que la llevara a Paddington Station.

Cogió el tren de las 15.30 h a Oxford y se dejó caer en el asiento del rincón de un vagón de primera clase. Todo estaba preparado y esperándola en los Cotswolds. Un interiorista había «remodelado» el cottage; su coche la esperaba en la estación de Moreton-in-Marsh para el corto trayecto hasta Carsely; una empresa de mudanzas había trasladado todas sus pertenencias desde su piso de Londres, que ya había vendido. Estaba libre. Podía relajarse. Ya no tenía que aguantar el temperamento de ninguna estrella del pop, ni lanzar al mercado ninguna pretenciosa marca de alta costura. Lo único que tenía que hacer a partir de ese momento era complacerse a sí misma.

Agatha se quedó adormilada y se despertó sobresaltada con el anuncio del jefe de tren: «¡Oxford, esto es Oxford! ¡Llegada a término!»

No era la primera vez que Agatha se preguntaba por el uso de la expresión «llegar a término» en los ferrocarriles. Como si el tren estuviera a punto de saltar por los aires. ¿Por qué no decían simplemente «última parada»? Miró la pantalla de horarios, una especie de televisor mugriento colgado en el andén 2 donde se leía que el tren a Charlbury, Kingham, Moreton-in-Marsh y todas las demás estaciones hasta Hereford ya estaba en el andén 3. Cargada con las bolsas, cruzó el paso elevado. El día era frío y gris. La euforia que le había producido verse liberada del trabajo y el ponche de Roy empezaban a evaporarse.

El tren salió lentamente de la estación. A un lado asomaban unas barcazas y al otro una serie interminable de parcelas descuidadas, seguidas de una lúgubre extensión de campos anegados por la lluvia. Agatha sintió una punzada de desilusión.

Esto es absurdo, pensó. Tengo lo que siempre he querido. Estoy cansada, nada más.

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