El final del hombre

Antonio Mercero

Fragmento

libro-4

1

El mundo es de las mujeres. Un velo separa esta verdad de la comprensión de los hombres, y en algunos hogares y oficinas se guarda todavía como un arcano.

En casa de los Bálmez, por ejemplo, la noche de San Isidro los gritos empezaron más tarde de lo normal. Llegaron con claridad hasta el cuarto de baño, donde Mara se estaba lavando los dientes y pensaba que tal vez podría bajar al salón a ver la tele un rato con sus padres. Pero no. La mecha había prendido mientras recogían los platos de la cena.

A Mara le pareció que su madre se defendía con mucha vehemencia, como si hubiera decidido plantarse de una vez por todas. Le gustó la novedad, pero a la vez le dio miedo. Se refugió en su habitación y, a través de la ventana, vio que el chalet de Jon seguía a oscuras. Lamentó haberle prestado su móvil, ahora no podía comunicarse con él.

Del piso de abajo llegó el estrépito de algo que se rompía. No era un vaso, ni un jarrón. Tal vez el marco de una foto. ¿La de ella subida a un caballo? ¿La de ella y Alejandra en la playa, tendidas en la arena y enterradas hasta el cuello? Esperaba que no, esa le gustaba mucho y las fotos desaparecían cuando estallaba el cristal del marco en alguna discusión. Su madre podría comprar otro marco y colocar la foto de nuevo, pero nunca lo hacía.

Cada vez quedaban menos fotos enmarcadas. Ya había desaparecido la de ella de bruja en la última fiesta de Halloween, y también fue retirada la mejor de todas: ella soplando las velas de su tarta de doce años. En esa imagen salía junto a Jon, guapo y sonriente, cómplice secreto y feliz de estar a su lado. Por eso era su favorita. Ese fue el día de la revelación más importante de su vida: Jon salía con su hermana Alejandra no porque le gustara, sino por poder estar cerca de ella, de Mara. Como todavía era una adolescente y él tenía veintitrés años no podían salir juntos, pero él estaba dispuesto a esperar lo que hiciera falta, hasta que la diferencia de edad entre ellos se notara menos. Pobre Alejandra, pensaba Mara, no sabe que Jon la está utilizando como excusa para mantener el contacto conmigo. A veces, solo a veces, una brisa de sensatez le insinuaba que sus pensamientos eran una mera fantasía, que Jon la trataba con cariño porque era la hermanita de su novia y tenía que ganar puntos. Pero prefería pensar lo primero. Un ruido sordo, tremendamente amplificado, golpeó el silencio y Mara contuvo la respiración. Apenas duró unos segundos, hasta que brotó el llanto de su madre, un llanto que era un amasijo de lágrimas, insultos y palabras de súplica. Mara se alegró de tener consigo el iPod de su hermana. Cuando se quedaba sola lo cogía para poder protegerse en caso de que comenzara una discusión. Se colocó los auriculares y puso la música a todo volumen, hasta que le comenzaron a doler los oídos.

Miró por la ventana y, ahora sí, vio que había luz en el jardín del chalet vecino. Le habría gustado poder mandarle un mensajito a Jon y verificar que ya estaba en casa. De todos modos, era fácil imaginárselo en el columpio del jardín fumándose un canuto, como hacía cada noche antes de acostarse. ¿Le daría una calada como hizo en las últimas Navidades?

Se puso un jersey. Todo estaba en silencio. Al salir de su cuarto presintió el llanto ahogado de su madre, que se había metido en el dormitorio. También le pareció oír a su padre preparándose una copa en la cocina. Bajó la escalera con sigilo y salió a la calle. A dos pasos estaba el chalet de Jon. No necesitó llamar al telefonillo porque habían dejado la puerta entornada.

La bombilla del porche le daba al jardín una luz tenue, de bodegón. Vio a Jon en el columpio, la cabeza apoyada en el hierro superior, como si estuviera contemplando las estrellas. Saludó en voz baja. No recibió respuesta, pero no había nada raro en eso: estaba acostumbrada a los silencios melancólicos de Jon. Se sentó junto a él y el columpio se meció suavemente.

Jon tenía un cuchillo hundido en el abdomen. La empuñadura blanca, de nácar, resaltaba en la oscuridad. También tenía sangre en las comisuras de los labios, como si hubiera regurgitado un poco.

Mara comprendió que estaba muerto. Se figuró que lo más normal era avisar a su padre. Pero no se atrevió a hacerlo. Pensó en salir corriendo de allí. El asesino podía estar registrando la casa. Podía estar escondido en el jardín. Pero se dio cuenta de que no tenía miedo. Lo que más le apetecía era quedarse un rato en el columpio junto a Jon.

Se acurrucó en su pecho y le acarició la barba de tres días que a él le gustaba llevar. Se concentró en esquivar el reguerito de sangre que le caía de un labio.

A las doce empezaron los fuegos artificiales de San Isidro. Proyectándose al futuro, en un ejercicio que Jon le había enseñado a practicar, Mara supo que ese instante lo iba a recordar toda la vida.

libro-5

2

La llamada se produjo a las nueve menos cuarto de la mañana. La atendió Andrés Moura, el oficial que estaba de guardia, preparándose ya para el cambio de turno. Una patrulla de zetas se había presentado en un chalet de la colonia del Manzanares, tras el aviso de una mujer con acento latino que decía entre jadeos y sollozos que habían matado al niño, que tenía un cuchillo clavado en la tripa, que estaba muerto y congelado de frío. Que por favor fueran cuanto antes. Los municipales tenían ya la zona acordonada.

El oficial Moura vio llegar al comisario un poco antes de su hora. Desde que había problemas en la Brigada de la Policía Judicial, madrugaba más de la cuenta. Manuel Arnedo torció el gesto al recibir el mensaje y lamentó lo inoportuno que era este homicidio. Sobre su mesa se apilaban los datos de las últimas revelaciones de la prensa: varios comisarios estaban acusados de favorecer los negocios de un empresario chino con conexiones mafiosas. Gálvez, el jefe superior de Madrid, le había pedido un informe sobre el tema, que llevaba varios días llenando páginas en los medios.

Además, las redes sociales ardían cada semana con denuncias de excesos policiales contra manifestantes. Había nervios, la conducta de la policía se examinaba con lupa.

En estas circunstancias, la investigación de un homicidio en un barrio aseado de Madrid llegaba en el peor momento posible. La atención mediática que siempre acompañaba a estos casos multiplicaba el estrés en el trabajo. Los superiores querían resultados cuanto antes, y para eso era necesario doblar turnos y pedir a la gente un esfuerzo adicional.

El comisario Arnedo se quitó las gafas y se frotó los ojos. Un gesto aprendido, más que otra cosa, porque a esas horas, después de una ducha de agua caliente y de dos tazas de café bien cargado, no podía sentir el menor indicio de fatiga. Descolgó el teléfono y pulsó un botón. El timbre no había sonado tres veces cuando la impaciencia le hizo colgar y salir del despacho.

—Moura, ¿ha ido alguien al lugar del crimen?

—Estévez y Lanau.

—¿Carlos Luna no está?

—Entra a las nueve.

—Avís

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