Justicia (Trilogía Justicia 1)

Javier Díez Carmona

Fragmento

Capítulo 1

1

El cubano se recostó en la barandilla y cerró los ojos. La lluvia resbalaba por los surcos de su rostro oscuro, una lluvia fría y persistente que mantenía a los últimos noctámbulos refugiados en los pubes, y a los habituales madrugadores de los domingos encogidos bajo el peso de las mantas.

El cubano extrañaba el calor. Con los zapatos anegados y el alma encogida, estudiaba el cauce y dejaba a su mente evadirse de un presente hecho de soledad y ausencias para regresar a los luminosos amaneceres de Santa Clara, donde el sol alimentaba los estómagos hambrientos de su niñez, o a los largos paseos vespertinos por el malecón habanero en compañía de mujeres cuyos rostros era ahora incapaz de perfilar. A la glacial brisa del Cantábrico contraponía los vendavales angoleños; a la monotonía de una lluvia que mojaba sin ser vista, los aguaceros del Congo, esas tormentas que resumían en su cálida ferocidad parte de la esencia del gran continente negro. El exasperante lagrimear de un cielo agazapado tras la niebla no presagiaba nada bueno.

Pero el cubano no era una persona propensa a la autocompasión. Había en el mundo ciudades más feas que aquella partida en dos por un riachuelo al que orgullosamente llamaban «la ría», y él conoció muchas de ellas. Ciudades de hielo sobre asfalto y nubes de toxinas recostadas sobre los tejados. Urbes de chabolas hacinadas en cerros dispuestos a derrumbarse bajo el primer chaparrón. Vertederos de miseria donde brotaban cabañas, casas, barrios y pueblos enteros; donde la gente moría sin saber que la vida era algo distinto de la supervivencia; donde la palabra dignidad era tabú y la escuela una ilusión. No. Bilbao no estaba tan mal. Todo es cuestión de perspectiva.

Se incorporó con un suspiro. Desde su renuncia voluntaria al sol, a las tardes de ron y plática, al aroma a combustible mal quemado, acostumbraba acudir allí, al lugar donde el puente de la Ribera cruza el Nervión en un salto más torpe que ágil, en busca de respuestas. Pero no hay respuestas sin las preguntas adecuadas. Y el cubano no conseguía dar con las claves del silencioso interrogatorio al que, noche tras noche, sometía a las piedras del puente, a las turbias aguas de la ría, a las farolas y al persistente sirimiri.

Rodeado por el murmullo de una ciudad que se resistía al amanecer, deslizó la mirada sobre aceras, tejados y cirros oscurecidos. El domingo bostezaba entre las cumbres del Ganeta y el Pagasarri sin llegar a iluminar con su luz mortecina unas calles donde apenas cuatro borrachos desperdigados alteraban la hastiada calma de la madrugada. A su espalda quedaba lo que los bilbaínos llaman el Casco Viejo, el corazón medieval de una villa mercantil que derribó sus murallas atraída por las promesas del comercio, las finanzas y la modernidad. Lejos, quizá en torno a la catedral de Santiago, el rumor de las mangueras delataba el trabajo de los barrenderos. Pero en la Ribera solo algún vehículo siseaba sobre el asfalto antes de perderse tras la curva del teatro Arriaga o cruzar el puente de la Merced para sumergirse en otra dimensión, en un Bilbao más siniestro y oscuro, en un Bilbao desconocido para la mayor parte de sus ciudadanos.

Por allí vagaban preguntas y recuerdos inventados. Por esas callejas de cocaína en las esquinas, de putas que exhibían su piel negra y la nostalgia de su patria, de mendigos que hurgaban en los contenedores. Por ese barrio maldito, evitado por los bilbaínos de bien, temido por las madres, silenciado por los medios de comunicación. Allí se apelotonaban sin orden ni concierto traficantes, proxenetas, ancianas de piernas varicosas y mirada curiosa, ertzainas de porte chulesco y, sobre todo, extranjeros. Magrebíes, congoleños, senegaleses, asiáticos, turcos y latinoamericanos formaban el sustrato mayoritario de los barrios altos de Bilbao, donde los varones adinerados disfrutaron, cuando las márgenes del Nervión vomitaban humo y acero, de los placeres del cabaré, la buena mesa y el contubernio obrero y patronal. Ahora, cuando museos de curvas imposibles ocupan el espacio de los astilleros, y las humaredas se deben solo a la mala combustión de los vehículos, la explosión de vida de esos barrios alejados de la ciudad habla quinientos idiomas con miles de acentos, sueña con la supervivencia y los papeles, aprieta los dientes y, tal vez, una navaja, y afronta el día a día con la única certeza de la incertidumbre. Por allí buscaba el cubano respuestas a preguntas que no lograba plantear.

Y allí fue donde la vio. Aunque la distancia era mucha, aunque los separaba una ría, el aparatoso andamiaje de una pasarela y la bruma de la llovizna, el cubano sabía distinguir los matices de un solo vistazo. Sabía intuir el peligro.

Y en el escaso segundo en que una mujer de pelo enlacado vestida con una elegante gabardina ocupó su espacio visual, comprendió que algo pasaba. Algo despertó de golpe en él, ese algo intangible que, en el pasado, lo libró de más de una emboscada. No sabría explicar qué fue. ¿El leve encogimiento de sus hombros? ¿La expresión de aquel rostro que apenas si distinguía? ¿O acaso llegó a verlo solo un instante antes de que su cerebro fuera capaz de procesarlo? No. No había un detonante. Parte era experiencia. Parte, instinto. Pero supo que aquella mujer estaba en peligro.

Echó a correr luchando contra el tiempo incrustado en sus huesos y sus articulaciones, cuando apareció la sombra. Sin ruido, como si se deslizara sobre la acera, se abalanzó sobre su presa, que cayó al suelo sin un lamento. El cubano trepaba los primeros escalones de la pasarela maldiciendo en voz baja su edad y en voz alta al asesino, cuando este, ajeno a sus gritos, se inclinó sobre el cuerpo inerte de la víctima, le arrebató el bolso y, dejando tras de sí el brillo fugaz de una navaja, se perdió entre las sombras de unas calles acostumbradas a la violencia, el mutismo y el olvido.

Capítulo 2

2

Cuando la respiración de la mujer adquirió la regularidad del sueño, Giancarlo, como ella lo conocía, decidió que llevaba demasiado tiempo soportando el calor de aquel cuerpo desnudo. Abandonó el lecho procurando no despertarla y comenzó el registro.

Giancarlo, como ella lo conocía, era un adonis italiano de facciones perfectas, ojos azules de mirada intensa y cuerpo forjado en una batalla inacabable contra las olas del mar y los vaivenes del cuerpo femenino. Las

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