Justicia (Trilogía Justicia 1)

Javier Díez Carmona

Fragmento

Capítulo 1

1

El cubano se recostó en la barandilla y cerró los ojos. La lluvia resbalaba por los surcos de su rostro oscuro, una lluvia fría y persistente que mantenía a los últimos noctámbulos refugiados en los pubes, y a los habituales madrugadores de los domingos encogidos bajo el peso de las mantas.

El cubano extrañaba el calor. Con los zapatos anegados y el alma encogida, estudiaba el cauce y dejaba a su mente evadirse de un presente hecho de soledad y ausencias para regresar a los luminosos amaneceres de Santa Clara, donde el sol alimentaba los estómagos hambrientos de su niñez, o a los largos paseos vespertinos por el malecón habanero en compañía de mujeres cuyos rostros era ahora incapaz de perfilar. A la glacial brisa del Cantábrico contraponía los vendavales angoleños; a la monotonía de una lluvia que mojaba sin ser vista, los aguaceros del Congo, esas tormentas que resumían en su cálida ferocidad parte de la esencia del gran continente negro. El exasperante lagrimear de un cielo agazapado tras la niebla no presagiaba nada bueno.

Pero el cubano no era una persona propensa a la autocompasión. Había en el mundo ciudades más feas que aquella partida en dos por un riachuelo al que orgullosamente llamaban «la ría», y él conoció muchas de ellas. Ciudades de hielo sobre asfalto y nubes de toxinas recostadas sobre los tejados. Urbes de chabolas hacinadas en cerros dispuestos a derrumbarse bajo el primer chaparrón. Vertederos de miseria donde brotaban cabañas, casas, barrios y pueblos enteros; donde la gente moría sin saber que la vida era algo distinto de la supervivencia; donde la palabra dignidad era tabú y la escuela una ilusión. No. Bilbao no estaba tan mal. Todo es cuestión de perspectiva.

Se incorporó con un suspiro. Desde su renuncia voluntaria al sol, a las tardes de ron y plática, al aroma a combustible mal quemado, acostumbraba acudir allí, al lugar donde el puente de la Ribera cruza el Nervión en un salto más torpe que ágil, en busca de respuestas. Pero no hay respuestas sin las preguntas adecuadas. Y el cubano no conseguía dar con las claves del silencioso interrogatorio al que, noche tras noche, sometía a las piedras del puente, a las turbias aguas de la ría, a las farolas y al persistente sirimiri.

Rodeado por el murmullo de una ciudad que se resistía al amanecer, deslizó la mirada sobre aceras, tejados y cirros oscurecidos. El domingo bostezaba entre las cumbres del Ganeta y el Pagasarri sin llegar a iluminar con su luz mortecina unas calles donde apenas cuatro borrachos desperdigados alteraban la hastiada calma de la madrugada. A su espalda quedaba lo que los bilbaínos llaman el Casco Viejo, el corazón medieval de una villa mercantil que derribó sus murallas atraída por las promesas del comercio, las finanzas y la modernidad. Lejos, quizá en torno a la catedral de Santiago, el rumor de las mangueras delataba el trabajo de los barrenderos. Pero en la Ribera solo algún vehículo siseaba sobre el asfalto antes de perderse tras la curva del teatro Arriaga o cruzar el puente de la Merced para sumergirse en otra dimensión, en un Bilbao más siniestro y oscuro, en un Bilbao desconocido para la mayor parte de sus ciudadanos.

Por allí vagaban preguntas y recuerdos inventados. Por esas callejas de cocaína en las esquinas, de putas que exhibían su piel negra y la nostalgia de su patria, de mendigos que hurgaban en los contenedores. Por ese barrio maldito, evitado por los bilbaínos de bien, temido por las madres, silenciado por los medios de comunicación. Allí se apelotonaban sin orden ni concierto traficantes, proxenetas, ancianas de piernas varicosas y mirada curiosa, ertzainas de porte chulesco y, sobre todo, extranjeros. Magrebíes, congoleños, senegaleses, asiáticos, turcos y latinoamericanos formaban el sustrato mayoritario de los barrios altos de Bilbao, donde los varones adinerados disfrutaron, cuando las márgenes del Nervión vomitaban humo y acero, de los placeres del cabaré, la buena mesa y el contubernio obrero y patronal. Ahora, cuando museos de curvas imposibles ocupan el espacio de los astilleros, y las humaredas se deben solo a la mala combustión de los vehículos, la explosión de vida de esos barrios alejados de la ciudad habla quinientos idiomas con miles de acentos, sueña con la supervivencia y los papeles, aprieta los dientes y, tal vez, una navaja, y afronta el día a día con la única certeza de la incertidumbre. Por allí buscaba el cubano respuestas a preguntas que no lograba plantear.

Y allí fue donde la vio. Aunque la distancia era mucha, aunque los separaba una ría, el aparatoso andamiaje de una pasarela y la bruma de la llovizna, el cubano sabía distinguir los matices de un solo vistazo. Sabía intuir el peligro.

Y en el escaso segundo en que una mujer de pelo enlacado vestida con una elegante gabardina ocupó su espacio visual, comprendió que algo pasaba. Algo despertó de golpe en él, ese algo intangible que, en el pasado, lo libró de más de una emboscada. No sabría explicar qué fue. ¿El leve encogimiento de sus hombros? ¿La expresión de aquel rostro que apenas si distinguía? ¿O acaso llegó a verlo solo un instante antes de que su cerebro fuera capaz de procesarlo? No. No había un detonante. Parte era experiencia. Parte, instinto. Pero supo que aquella mujer estaba en peligro.

Echó a correr luchando contra el tiempo incrustado en sus huesos y sus articulaciones, cuando apareció la sombra. Sin ruido, como si se deslizara sobre la acera, se abalanzó sobre su presa, que cayó al suelo sin un lamento. El cubano trepaba los primeros escalones de la pasarela maldiciendo en voz baja su edad y en voz alta al asesino, cuando este, ajeno a sus gritos, se inclinó sobre el cuerpo inerte de la víctima, le arrebató el bolso y, dejando tras de sí el brillo fugaz de una navaja, se perdió entre las sombras de unas calles acostumbradas a la violencia, el mutismo y el olvido.

Capítulo 2

2

Cuando la respiración de la mujer adquirió la regularidad del sueño, Giancarlo, como ella lo conocía, decidió que llevaba demasiado tiempo soportando el calor de aquel cuerpo desnudo. Abandonó el lecho procurando no despertarla y comenzó el registro.

Giancarlo, como ella lo conocía, era un adonis italiano de facciones perfectas, ojos azules de mirada intensa y cuerpo forjado en una batalla inacabable contra las olas del mar y los vaivenes del cuerpo femenino. Las greñas ordenadamente descuidadas le daban el encanto del bohemio; la voz profunda, la seguridad de promesas no enunciadas. Giancarlo, como ella lo conocía, tenía un don. Y aunque, superada la barrera de los cuarenta, ya no eran jóvenes aspirantes a modelo quienes caían rendidas a sus pies, debía reconocer que, cuanto mayor era su presa, más rentable le resultaba el trabajo.

Al tiempo que registraba los cajones, Luca, como se leía en el pasaporte que nunca tuvo necesidad de falsificar, trazaba el itinerario hacia su próximo destino. Eran las cinco de la mañana de un domingo triste y lluvioso, tan triste y lluvioso como todos los que llevaba en aquella ciudad de fealdad disimulada, a golpe de talonario, por Frank Gehry, Norman Foster o Zaha Hadid. Sonrió. Su Juve también intentaba acallar las vergüenzas de su paso por la Serie B con fichajes astronómicos. «Todo todo se arregla con un talonario», pensó mientras, en contra de su propia reflexión, buscaba entre las pertenencias de la durmiente dinero en efectivo, tarjetas, joyas o cualquier objeto que pudiera vender de forma sencilla y, sobre todo, rápida.

La vivienda, un piso amplio con las paredes empapeladas con flores grises y geometrías oscuras, abría sus ventanas a la plaza Indautxu, una explanada blanca y sin gracia salpicada de minúsculos arbolitos huérfanos de tierra, césped y aire puro. Justo frente a la casa, el horroroso edificio de la iglesia dibujaba su burda cruz de hormigón sobre el anodino triángulo de la fachada. Giancarlo, o Luca, se detuvo un momento delante de los cristales y escudriñó el paisaje con expresión de fastidio. Para un turinés, llamar «iglesia» a esa suerte de pabellón industrial era un insulto, una ofensa a la belleza atemporal de la chiesa de la Gran Madre de Dio o la de San Filippo Neri, a la recia elegancia del Duomo o al conjunto de la piazza de San Carlo, una plaza como Dios manda, no un descampado de cemento. Aquel lugar del que tanto presumían los bilbaínos, aquel engendro de templo donde, según la divorciada cuyos ronquidos invadían en ese momento el dormitorio, el salón y el pasillo, se juntaba cada domingo lo más granado de la ciudad, le provocaba una tristeza desconocida: la nostalgia de un lugar que nunca extrañó. Llovía, y los círculos que las gotas dibujaban en los charcos brillaban con destellos anaranjados y blanquecinos. Ningún coche rompía el silencio de aquel otoño invernal, ningún grupo de borrachos alzaba al viento sus voces aguardentosas. Suspiró. Regresar a Turín, a sus calles bañadas por el sol, a su tráfico incesante y los cafés de sus callejas peatonales. Suspiró otra vez. Para regresar, necesitaba dinero.

Terminó de vestirse y se puso el chubasquero con la mente en playas de olas provocativas como las curvas de las turistas. Se guardó en el bolsillo interior el magro botín y, sin permitir que la puerta protestara a esas horas intempestivas, abandonó el piso de su última conquista.

Respirar el aire frío de la calle fue una liberación. Poco a poco, de manera imperceptible, el sexo con desconocidas había perdido el aroma especial que tuvo años atrás. Ahora no era sino la expresión carnal de su propio fracaso. Alzó el rostro al cielo, negro como su esperanza, dejó que la lluvia se llevara en parte la desazón y otros sabores de sus labios y, con más desgana que ánimo, atravesó el vacío de la plaza.

Sobre el rumor ronco de la ciudad, ese susurro hecho de tráfico lejano, gritos imperceptibles en calles perdidas, golpes, música y alarmas alteradas que sobrevuela la aparente tranquilidad del Bilbao burgués, solo se oía el chirrido de sus botas y el repiqueteo del sirimiri sobre la capucha de su impermeable. Nadie desafiaba la madrugada moribunda, nadie tenía interés en adelantarse al alba en domingo. Aunque, mientras pensaba que la soledad de las calles era tan espesa como la del piso que acababa de abandonar, se percató de que un borracho dormía debajo de uno de los bancos de la plaza.

Había que estar muy mal para dormirse así, ajeno al frío y la lluvia de noviembre. Pero su radar pronto obvió aquel detalle sin importancia. A pesar de que las farolas teñían la realidad en tonos sepias y engañosos, la calidad de su traje, negro… o puede que gris marengo, era patente, y los zapatos despedían el inimitable brillo de la piel más cara. «Un tío con pasta. Y completamente grogui», pensó Luca improvisando una sonrisa.

Despacio, con un sigilo más ridículo que sospechoso, recortó la distancia que los separaba. Nada rompía la calma de la incipiente mañana. La explanada desnuda era su aliada. Confirmó que ni trasnochadores descarriados ni madrugadores aburridos asomaban a las esquinas de la plaza, se inclinó sobre él y deslizó la mano hasta el interior de su chaqueta.

Solo entonces comprendió lo absurdo de su primera impresión. Solo entonces, cuando percibió la profundidad de un silencio sin respiraciones, comprendió que nadie, por más que haya bebido, se duerme bajo una lluvia como esa. En el momento en que sus dedos se cerraban sobre una abultada billetera, buscó el rostro del cuerpo que, inerte, se dejaba robar sin protestas. Y a duras penas pudo contener el vómito.

Aquel hombre no tenía rostro. No. En realidad, no tenía cabeza. Encogida entre los hombros, invisible a quien, como Luca, lo viera por detrás, reposaba una masa informe de huesos, sesos y sangre. Los charcos eran oscuros y espesos. Acuclillado sobre un cadáver demasiado reciente y con su cartera entre los dedos, Luca intentó pensar, tarea casi imposible dadas las circunstancias. Era un ladrón de poca monta, un triste gigoló metido a ratero. Y acababa de imprimir sus huellas en la billetera de una víctima de asesinato. Despacio, no tanto por la necesidad de sigilo sino porque sus músculos parecían gelatina, se incorporó sin soltar la cartera, dio un par de pasos hacia atrás y descubrió la pintada.

Sobre el banco, escrita en rojo, se leía una sola palabra: JUSTICIA.

Luca dejó de pensar. Giró sobre sus talones y, abandonada toda prudencia, echó a correr.

Capítulo 3

3

Antonio Arzamendi subió la persiana, cerró los ojos, apretó los párpados y dejó que el tiempo transcurriera en completa oscuridad, con la absurda esperanza de que el martillo neumático que taladraba sus neuronas se apiadara de él. Nada de eso. La cabeza siguió doliéndole, y así seguiría hasta que los últimos ecos de la resaca fueran inaudibles. Un suspiro rasgó sus labios, resecos por el exceso de bebida, en el momento de dibujar una sonrisa de plenitud. Abrió los ojos y, descalzo y en pijama, salió al balcón.

Comprendió que era tarde en el pulso de la calle, en el rumor de los vecinos a la puerta de un bar, los conductores aparcando en doble fila y el aroma de rabas y patatas fritas. Mediodía de domingo. La calle se llenaba de ociosos y paseantes, de niños torturadores de tímpanos y escaparates a balonazos, de chiquiteros de txapela ladeada, aliento ácido y sonrisa fácil. A su derecha, la única torre de la basílica señalaba el norte a feligreses y turistas despistados. A la izquierda, Virgen de Begoña, su calle de los últimos treinta y pico años, se hundía en el camino del Polvorín para precipitarse hacia el Casco Viejo por las ordenadas calzadas de Mallona. Decenas de paraguas ocupaban los más de trescientos escalones que separan la villa de la antigua anteiglesia, protegiendo del sirimiri a quienes abandonaban el cielo intuido de Begoña, tierra de iglesias y conventos, para sumergirse en el Casco Viejo sin miedo a perder el alma entre las tentaciones que abundaban en las barras de las tabernas. Un domingo cualquiera. Un domingo lluvioso, gris y ligeramente frío que Antonio recibía con los ojos entornados por el dolor y con una sonrisa que no podía, ni deseaba, disimular.

Llevaba un año jubilado. Prejubilado. La fortuna quiso que la fusión entre La Unión Crediticia y el Banco Monetario, donde transcurrió toda su vida laboral, lo sorprendiera a punto de cumplir cincuenta y seis años, algo que para los responsables de la integración de ambas entidades significaba una sola cosa: era viejo. Un excedente, un número a suprimir en aras del índice de eficiencia. Lo cierto es que el desprecio tácito con que los responsables de recursos humanos le ofrecieron diluirse en el olvido laboral no le importó lo más mínimo. Empaquetó los pocos recuerdos que guardaba en el despacho, se despidió de los muchos amigos labrados a lo largo de su trayectoria profesional y, sin mirar atrás, abandonó la sucursal que había dirigido durante más de diez años. Con el salario prácticamente intacto, asegurada la pensión cuando llegara el momento, Antonio tenía tiempo para dedicarse a vivir. Y pensaba aprovecharlo.

Sintiendo que sus huesos protestaban por los excesos de la noche, regresó al dormitorio. Las sábanas revueltas al pie de la cama olían a alcohol. ¿Había vomitado? Una vez más, los pinchazos en las sienes le recordaron lo que su cerebro no conseguía reconstruir con precisión: bebió demasiado. Sí. Cervezas antes de la cena. Vino después. Algún pacharán. ¿Y luego? Ni idea. Recuerdos nebulosos de pubes saturados de humo y gritos, un vaso ancho entre las manos, los bailes de los más jóvenes, las repetidas palmadas de los amigos de siempre, los besos de Rosa…

La sonrisa se le amplió tanto que el resto de su cara se disgregó al empuje de esos labios extendidos de oreja a oreja. Los besos de Rosa… Sí, y los gestos de sorpresa de los antiguos compañeros, de quienes, tras años de compartir oficina, estrés, malos ratos y triunfos mezquinos, nunca llegaron a sospechar que entre Antonio Arzamendi, el amable y templado director de una de las principales sucursales del Banco Monetario, y Rosa María Villate, su mano derecha, existía algo más que una amistad. La noche anterior, mientras celebraban entre abrazos y felicitaciones la prejubilación de Rosa, otro número prescindible apenas cumplidos los cincuenta y seis, decidieron romper el muro de discreción mantenido hasta entonces. La resaca era lo de menos. Él llevaba un año libre de cadenas, horarios y presiones. Y Rosa era, desde el viernes, tan libre como él. Los sueños, esos sueños apenas esbozados en los primeros tiempos, tímidamente compartidos poco después y finalmente trazados con la firmeza de las escrituras notariales, comenzaban a tomar forma.

Choroní era el nombre donde se enmarcaban esos sueños, el lugar donde iniciar otra vida, lejos de su ciudad de acero y lluvia, lejos del tráfico incesante, los cielos plomizos y el viento húmedo del Cantábrico. Un nombre extraño, una olvidada palabra aimara que evocaba Caribe, pescadores, hippies desfasados y aroma a carbón y marisco. Encogida sobre el mar, indiferente a que, a su espalda, las grandes montañas del parque nacional Henri Pittier la separen de la Venezuela urbana en muchos más minutos que kilómetros, Choroní era el norte de sus ambiciones. El punto final de una vida en común que no habían comenzado a disfrutar.

Fue en sus primeras vacaciones juntos. Venezuela los recibió adormilada en el bochorno del trópico. Era noche cerrada cuando abandonaron el aeropuerto de Maiquetía y tomaron un taxi en dirección a Maracay, una ciudad mediana a sesenta kilómetros de distancia. El infierno de Caracas quedó relegado para una fugaz visita justo antes de embarcar en el avión de regreso.

Recostado en el asiento trasero del vehículo, diluido en curiosidad el cansancio del vuelo, Antonio pasó la hora completa de viaje estudiando a través de la ventanilla los engañosos paisajes que atravesaban y dejaban atrás. Todo era nuevo. Lo era la presencia de Rosa a su lado, tantos años compañera de oficina y, desde hacía unos meses, de lecho, fines de semana y vacaciones. Pero también aquel aire vivo y caliente, el gemido anquilosado de los motores, los millones de bombillas que dibujaban el contorno de los cerros y ocultaban al viajero la miseria de las champas, los mendigos de los peajes y esa sensación inconfesable de estar adentrándose en un universo desconocido y peligroso. Antonio tenía veinte años cuando se casó. Alejandra era hija de unos amigos de la familia, dos años mayor y, como pronto se supo, estaba embarazada. Padre con veintiuno, entró de becario en el Banco Monetario con veintitrés, poco antes de que una crisis industrial sin precedentes hiciera saltar por los aires los cimientos de una economía basada en la construcción naval y la siderurgia. Si en un principio se tomó aquel empleo como un asidero con que ir pagando facturas, la marea de desempleados que inundó las calles de Bilbao, Barakaldo y Sestao le hizo aferrarse con uñas y dientes a un trabajo que no estaba mal remunerado. Poco después nació Begoña, su segunda y última hija, él ascendió a interventor de oficina y, sin ser consciente, quedó sellado su porvenir: piso en una de las mejores zonas de Bilbao, vivienda de veraneo en Hondarribia, fines de semana con los suegros, viajes en familia a Canarias, Roma o Praga. Todo muy civilizado, todo ordenado y planificado con la certeza de la rutina. Incluso después del divorcio, rota una relación cada día más asfixiante, continuó con esos hábitos esculpidos en su carácter durante treinta años. Y, de repente, se encontró, con solo una mochila y un billete de avión, en un taxi arrancado a las entrañas del Pleistoceno, atravesando campiñas veteadas de bombillas solitarias bajo cuya frugal protección dormían familias de desarrapados. Una incómoda sensación de inseguridad lo asaltaba en cada cruce, en cada bar de carretera poblado de sombras de gesto ceñudo. Pero la presencia de Rosa, tranquila y amodorrada a su lado, bastaba para exorcizar fantasmas inventados por una imaginación oxidada.

Al día siguiente descubrieron Choroní. Un autobús roñoso como el alma de un obispo esperaba en la terminal jadeando resuellos de gasóleo y latón. De no haber estado ella, Antonio no habría abordado aquel vehículo de hierros gastados bajo ningún concepto. De hecho, estuvo a punto de bajarse al comprobar que el asfalto era perfectamente visible bajo la herrumbre de la carrocería. Por fortuna, no lo hizo.

Fuera, la lluvia golpeteaba con aburrida cadencia de otoño. La cabeza le dolía, y seguiría doliéndole hasta que sus neuronas decidieran perdonarle los excesos. Pero la sonrisa se negaba a desaparecer de su rostro. Cojeando, se acercó al armario y regresó a la cama con una colorida carpeta bajo el brazo. Dentro, encima de un montón de folletos, fotografías impresas en folios con tonos desvaídos y algún artículo de prensa, destacaba la escritura de propiedad firmada meses atrás. Acarició su adusta portada con el mimo con que se acaricia un sueño, y de su interior extrajo una fotografía ampliada. La casa, un edificio de una sola planta, con amplio patio interior y alargadas ventanas enrejadas, se asomaba al puerto pesquero con discreta curiosidad. La playa, el reclamo de los turistas, quedaba lejos del núcleo urbano, por lo que en aquella esquina de la plazuela se respiraba la calma de los pueblos perdidos. Probablemente, en las tardes de temporal, el Caribe rozaría sus ventanas y, tal vez, en los días más tórridos del verano, el calor y los mosquitos le hicieran extrañar el frescor de esa niebla que acostumbra recostarse sobre el monte Artxanda. No importaba. Eran libres, y nada importaba. Ni las tormentas venideras ni los dolorosos pinchazos en su cabeza. Ni los autobuses de motor parcheado con cuerdas y martillo ni los insistentes timbrazos del teléfono en el salón. Solo Choroní. Sin embargo, cuando la voz de su hijo se quebró al descolgar, comprendió que los hilos que sujetan los sueños son tan endebles como ellos.

Capítulo 4

4

Tal vez el cielo de Bilbao fuera eso, pensaba Osmany mientras finas gotas de sirimiri resbalaban por su rostro, un lienzo sombrío, una sucesión de grises y negros desde donde caía una llovizna interminable que empapaba cabellos, abrigos y voluntades. Aunque, contemplando el ambiente que desbordaba la calle, concluyó que la voluntad de los bilbaínos no se doblegaba tan fácilmente. Se lo adelantó Camilo en una de sus escasas llamadas telefónicas: en esa ciudad, salir a beber y comer unos pinchos los fines de semana era una religión, algo comparable a la devoción que despertaba su equipo de fútbol e incluso al respeto que tanto practicantes como ateos profesaban a la Virgen de Begoña. A pesar de la lluvia, la calle Somera era un hervidero. Osmany se permitió una sonrisa desganada antes de abandonar el balcón y regresar al interior de la vivienda. Y a la tristeza.

Nerea mantenía los ojos clavados en el televisor, con la niña dormida en su regazo y la mente navegando por un pasado cercano e irrepetible. Irrepetible porque Camilo ya no existía. Camilo era solo un puñado de cenizas en una urna arrinconada en la encimera de la cocina sin que Nerea, su viuda, ni Osmany, su padre, se animaran a cambiarla de lugar. El ruido que se filtraba por la ventana, gritos de cuadrillas festejando la vida, entrechocar de vasos y cánticos improvisados, resultaba casi ofensivo en la tremenda quietud de una vivienda donde todo parecía en suspenso. Osmany pensó en arrancar a la mujer de su reclusión de sofá y culebrones, pero no tuvo fuerzas. Demasiadas veces, demasiadas batallas idénticas durante la última semana. Regresó al dormitorio y cerró la puerta.

Sentado en un viejo catre, apoyó la cabeza entre las manos e intentó pensar. Necesitaba pensar. Necesitaba mirar hacia delante, hacer algo diferente a calentar platos precocinados o cambiar el pañal de Maider cada vez que el olor a heces infantiles inundaba la estancia sin que Nerea, sumida en una dejadez exasperante y perturbadora, hiciera ademán de moverse. Para eso había dejado Cuba. Para ayudar a su nuera, tan afectada por el fallecimiento de Camilo que no era sino la sombra de una mujer; para cuidar a su bebé, la hija de Camilo, su nieta. Pero con sesenta y seis años, Osmany Arechabala era incapaz de limitarse al cuidado de la casa y la pequeña. No podía. Y tampoco podía dejar impune el asesinato de su hijo.

La bolsa de viaje estaba debajo de la cama. La sacó y buscó en sus bolsillos interiores un sobre con fotografías, que derramó sobre la colcha. Apartó imágenes en blanco y negro de barbudos y uniformados, escogió una de las pocas en color y la sostuvo entre los dedos conteniendo a duras penas las lágrimas. Se trataba del retrato de un niño alto y desgarbado que apuntaba a la cámara con una deshilachada pelota de béisbol. Era 1997, los peores años de la crisis provocada por el hundimiento de la URSS quedaban atrás, y la sonrisa de Camilo remitía a futuro y esperanza. Una gota estalló en el centro de la foto y comprendió que, por segunda vez en la vida que era capaz de recordar, el llanto acabaría por derrotarlo. No lloró cuando Lydia, la madre de su hijo, la compañera que esperaba en la isla su regreso cada vez que la Revolución lo enviaba en misiones jamás publicitadas a rincones desconocidos de América o África, se apagó despacio, se marchitó víctima de un cáncer que ni los médicos del CIMEQ fueron capaces de detener. No es que no le doliera. Jamás sintió tanto dolor como cuando dejó de notar la presión de los dedos de Lydia sobre su mano. Pero llevaban más de un año luchando contra aquel mal que no obedecía a fármacos, radio ni quimioterapia; más de un año siendo testigo de su declive, de cómo la enfermedad le robaba kilos y los tratamientos cabello, de cómo el dolor ininterrumpido le arrebataba hasta la sonrisa. Sabía que el final estaba cerca. Estaba preparado. Y no lloró. Tampoco se le saltaron lágrimas de alegría cuando Camilo, trémulo y jadeante como un perrillo, se arrebujó entre sus brazos a los pocos minutos de nacer. No. La única vez, hasta entonces, que Osmany Arechabala fue incapaz de reprimir el llanto fue el 15 de octubre de 1967 cuando Fidel Castro confirmó por televisión la muerte del Ché Guevara. Por eso, notar el calor de las lágrimas en sus mejillas le produjo una especie de incomprensible vergüenza. Se aseguró de que la puerta estaba cerrada, se abrazó las rodillas sin abandonar el retrato de su hijo y procuró que los sollozos no fueran audibles desde la sala.

Cuando regresó al comedor, donde Nerea seguía enterrada en el sofá con Maider entre los brazos, las pupilas enrojecidas destacaban en su rostro negro, marcado por pérdidas y derrotas. Pero la tristeza no era perceptible en sus gestos ni en su voz cuando le preguntó si tenía hambre. No obtuvo respuesta. Su nuera pertenecía a otro mundo, un lugar del que ni siquiera el bebé de piel café que estrechaba contra su pecho parecía capaz de arrancarla. Se encogió de hombros, cogió el chubasquero y bajó a la calle.

El colmado del chino estaba dos portales a la derecha, delante de una cervecería franquiciada y una taberna de chiquiteros reconvertida en bar para turistas. En la estantería de los precocinados se alineaban fideos listos para comer tras un minuto en el microondas, arroces ya cocidos, ensaladas de lechugas desustanciadas y tomates de brillo artificial. Rebuscó entre recipientes de cartón de todos los colores, eligió el más barato, añadió a su compra un paquete de pan de molde y un litro de leche, y se dirigió hacia la caja. Allí esperó a que un borracho de greñas apelmazadas acertara con el importe exacto del brik de vino que el dependiente, un oriental de sonrisa afable y mirada experimentada, no estaba dispuesto a soltar aún. A su espalda, muestrario de promesas festivas y agrios despertares, estaban los licores más demandados por quienes se sentaban a beber en las aceras. La mirada de Osmany se detuvo, como siempre, en la botella oscura y alargada de Havana Club. En aquel ron, pensaba cada vez que sus ojos se encontraban con la giraldilla del castillo de La Habana, se resumía parte de la historia reciente de Cuba, parte de la historia de su independencia y su Revolución. Y parte de la historia de Osmany Arechabala.

Cuando el borracho abandonó la tienda, pagó y regresó a casa abriéndose paso como pudo entre la gente, saludó a Nerea sin ser correspondido y entró en la cocina. La urna de Camilo seguía en la encimera, pegada a la nevera, reclamando su atención con ojos imposibles. Intentó no hacerle caso. Intentó concentrarse en la comida, en las compras, en lo que fuera. Buscó algo para rasgar la tapa del recipiente de la sopa de tallarines, maldiciendo al banco que regalaba a sus clientes esos juegos de cuchillos en los que todos eran demasiado pequeños o demasiado grandes, y se decidió por unas tijeras. Cortó el plástico con tajos burdos e inseguros, volcó el contenido en un plato y se rindió a la mirada muda de la urna. Dejó la comida, dejó las tijeras y, con torpe delicadeza, tomó entre las manos los restos de su hijo.

—Hora de despedirnos, mijito —susurró deslizando un dedo por la fría superficie de metal—. Nunca fui el padre ideal, ¿verdad? Tantos viajes, tantas misiones… Más comprometido con la Revolución que con mi familia, como me echaste en cara. Y, ¿sabes?, tenías razón.

Por un momento pensó que le resultaría imposible continuar, que el llanto de minutos antes regresaría más fuerte e intenso. Tragó saliva.

—Me perdí tus mejores momentos. Pero no es cierto, como dijiste, que me importara más la independencia de Namibia que vosotros. Nada me importó más que tu madre y tú. Por eso estoy aquí. No soy capaz de improvisar un buen discurso de despedida, lo sé. Nunca pude enlazar más de dos frases sin perderme en tonterías. Por eso, en los homenajes evité siempre hablar en público o… Bueno, ¿viste lo que te dije? En fin, Camilo, solo puedo prometerte que cuidaré de tu hija mejor de lo que supe cuidarte y que… —Apretó los dientes y algo en su rostro retrocedió a los tiempos de pólvora y emboscadas—. Atraparé al malnacido que te hizo esto. Ahora descansa —concluyó con algo semejante a la dulzura—. El lunes iremos a conocer la tierra de tu abuelo. Bueno, yo nunca supe nada de mi viejo, así que nada podré explicarte. Perdona, ya me callo. Descansa, y alístate para el viaje. Será el último que hagamos juntos.

Capítulo 5

5

Había dejado de llover. Las nubes mantenían una hosca guardia sobre la ciudad, que sesteaba en espera del lunes y la rutina, pero el viento olía a sur y sequedad. Las calles reflejaban el brillo de unas farolas encendidas a las seis como aviso de la cercanía del invierno. Había un aire triste en el gesto de los tilos de la Gran Vía, desnudos de hojas y esperanza, en los maniquíes sin sonrisa de los escaparates, en el lento avance de los escasos autobuses. Aunque, pensaba Larralde, quizá la tristeza emanara de su interlocutor, que dejaba que el café se le enfriara con la mirada perdida más allá de la puerta mientras intentaba, con poco éxito, que sus palabras brotaran de forma más o menos coherente.

—Entonces… —La voz de Antonio Arzamendi sonaba cascada. Sonaba a fracaso—. ¿Puedes contarme algo?

Jon Larralde dio un trago a su cerveza y evitó los ojos de su amigo. En el cristal de la entrada, espejado por la oscuridad exterior, se dibujaban sus siluetas, únicos clientes de uno de los pocos bares abiertos a esas horas. Antonio, más calvo y grueso que nunca, se aferraba a la mesa como al asidero que le impedía hundirse en el vacío. Larralde escudriñaba el contenido de su vaso. De barba poblada y cabellera abundante, el oficial de la Ertzaintza aparentaba ser mucho más joven que su antiguo compañero de escuela en una infancia tan lejana que costaba recordar. Pero las profundas ojeras, y las arrugas arremolinadas debajo de los párpados, delataban su edad y su angustia. Porque es angustioso que te informen de un asesinato cometido a poca distancia de la comisaría y reconocer en la víctima a la novia de tu mejor amigo. Porque es más angustioso el momento de llamarlo, explicarle que han apuñalado a su pareja y permanecer al teléfono escuchando el denso silencio del otro lado de la línea. Y es peor quedar con él en una cafetería desierta y no tener nada que decir. O casi nada.

—Bueno… Los chavales que llevan el caso no me han dado apenas detalles. En principio, parece un robo.

—¿De verdad? ¿Hace falta matar a una mujer para quitarle el bolso? ¿Ya no basta con un tirón o qué?

El camarero, sorprendido por los inesperados gritos de unos tipos que hasta entonces llevaban media hora en absoluto mutismo, apartó la mirada del periódico deportivo, lanzó un vistazo y, encogiéndose de hombros, regresó a la lectura.

—Hay mucho hijoputa suelto por ahí.

Larralde siguió hablando, pero sus palabras eran apenas la banda sonora de una pesadilla de la que Antonio no conseguía despertar.

—Hemos interrogado a un par de sus acompañantes. Llegaron a Bilbao la Vieja en torno a las cuatro y media buscando algo abierto. Estuvieron en La Taberna Negra, un antro cercano al puente de San Antón, hasta que cerró y terminaron en el pub Inpernu. El barman recuerda a la mujer, pero nada de interés. Rosa se fue sobre las seis, creemos que sola, pero hasta que no hablemos con todos, no podremos confirmarlo. Debió de coger la calle de Marzana para cruzar hasta el Casco Viejo y ahí, antes de llegar a la pasarela, la atacaron. Junto a la puerta de El Perro Chico.

Antonio asintió sin perder de vista el borde sucio de su taza. Las cámaras de ETB estuvieron allí, exhibiendo a través de la pantalla la sangre regada a la entrada del restaurante, preguntando a vecinos que solo eran capaces de aportar quejas genéricas sobre el aumento de la delincuencia, la inmigración y la falta de seguridad en el Bilbao más humilde. Paradójicamente, la siguiente noticia hacía referencia a otro crimen sucedido la misma noche, pero, en esa ocasión, en el centro del Bilbao más elitista.

—¿Y tú a qué hora te fuiste?

Larralde tuvo que repetir la pregunta antes de que su amigo diera muestras de haberla escuchado. «Tendrías que estar en casa —pensó conteniendo un suspiro de desgana—. Tendrías que estar en casa, Antonio, tomarte un buen tranquilizante, dormir treinta y seis horas y no perder el tiempo en esta cafetería buscando respuestas que no tenemos.»

—No sé. No tengo ni idea de la hora. Pero no llegué a La Vieja.

—¿Te apetece hablar de ello? ¿Te apetece contarme cómo transcurrió la noche?

Antonio seguía pendiente del eco del café sobre la taza vacía. Su calva reflejaba el brillo de las lámparas y, bajo el cuello doblado por la derrota, le nacía una papada que Jon no recordaba. Mantenía las manos entrelazadas para controlar un temblor que sus labios no sabían disimular. Aun así, como intuyó Larralde, le apetecía hablar.

—Era su despedida del banco. Pronto cumplirá… habría cumplido —matizó con un rechinar de dientes apretados— cincuenta y seis, así que restando los días que le quedaban de vacaciones, se prejubiló el viernes. Anteayer. Toda la vida currando y la matan cuando comienza a vivir.

Con un ambiguo gesto de la barbilla, Jon se solidarizó con aquella protesta inútil y lo animó a proseguir su narración.

—Cenamos en Atxuri. Había gente, pero menos de la que esperaba. Estábamos los que coincidimos con ella en la sucursal de la plaza Zabalburu, cuando era mi interventora. Y los que pasaron por la de Begoñalde mientras la dirigió. Esa es una oficina pequeña, pero con mucha rotación de empleados. En los cinco años que fue la jefa tuvo a siete administrativos diferentes en ventanilla, jóvenes que los de personal enviaron a foguearse antes de pasar a sucursales más grandes. Vinieron todos, aunque algunos no coincidían con ella desde hace años. Sin embargo, de su oficina actual no apareció nadie.

—Se llevaba mal con sus compañeros, ¿no?

Antonio abarcó el local con los brazos abiertos, un gesto ambiguo que podía delatar frustración, rabia o aburrimiento. Hablar de la oficina que el BCM, Banco de Crédito Monetario, como se lo rebautizó después de la fusión, mantenía en la alameda Mazarredo lo irritaba por muchos motivos. Larralde lo sabía. Por eso guio la conversación hacia allí, porque la rabia, la ira, eran mejor que la resignada apatía que opacaba las pupilas de Antonio.

—Rosa no se llevaba mal con nadie. Era un cielo.

El ertzaina contuvo una sonrisa maliciosa. Rosa María Villate fue una mujer de fuerte personalidad que jamás se guardaba una opinión. Una buena persona, sí. Un cielo, no tanto. Pero Antonio había comenzado a desahogarse, y no pensaba interrumpirlo.

—Como te he dicho, vino todo el mundo que trabajó con ella, excepto esos gilipollas. Ya hemos hablado de eso, ¿no?

Larralde mantuvo su mutismo.

—El caso es que la oficina de Mazarredo no es de nuestra red, sino de la Unión Crediticia. Hoy somos una sola entidad, pero hay muchas diferencias entre las antiguas sucursales del Banco Monetario y las que provienen de la UC. Comparada con nosotros, la UC era un banquito al que absorber sin mayor problema. Sin embargo, muchos pensamos que a los de la Unión se les dio mucho más poder del que correspondería a una entidad ocho veces menor. Se arrinconó a gestores y directores del BM, como Rosa. La quitaron de la sucursal que dirigía y la mandaron a Mazarredo a ventanilla.

Jon Larralde asintió sin palabras. Antonio descargaba su dolor, su frustración, en aquellos que, por uno u otro motivo, chocaron con ella. Aunque, intuía, no pensaba mencionarlos a todos.

—Rosa no protestó. Para ella, era tan digno el trabajo de administrativo, o el de barrendero, como el de director.

Larralde expresó su aprobación con un movimiento de la cabeza.

—El problema no era el trabajo. Era la gente. Mira… —Apoyó ambos brazos en la mesa e inclinó el cuerpo hacia delante, como quien se prepara para hacer una confidencia—. Hasta 2008, la UC era un banco muy pequeño. Estaba más o menos saneado, tenía relativamente poco ladrillo y, en general, hizo bien las cosas. Pero a raíz del hundimiento de Lehman Brothers y el inicio de la crisis financiera, la supervivencia se le puso muy complicada. Al Banco de España lo único que se le ocurrió para sanear el sector fue forzar megafusiones, obligar a los pequeños a integrarse en entidades más grandes. Los directivos de la Unión vieron las orejas al lobo y, para asegurarse una buena posición en una fusión inevitable, ordenaron crecer a cualquier precio. Comenzaron a pagar más que los demás para captar el ahorro de los clientes. Daban los préstamos más baratos, reduciendo el diferencial sobre el euríbor, eliminando comisiones. Se metieron en promociones inmobiliarias más o menos pequeñas, de chalets y adosados, justo cuando quebraba el mercado. Y se dedicaron a fichar a gestores agresivos y sin escrúpulos. La única consigna era crecer, como fuera. Pero el euríbor comenzó a bajar y se encontraron, de golpe, cobrando en torno al uno y medio por sus préstamos hipotecarios, mientras pagaban a los clientes el dos y medio anual por sus plazos fijos. Ya sabes lo que pasa cuando una empresa vende más barato de lo que compra.

—Bueno… —El ertzaina esbozó un amago de protesta, más que nada para que el brillo de excitación perdurara en los ojos de su amigo—. Los bancos ganáis siempre, no seas quejica.

—No, qué va. De no ser por nosotros, la UC habría entrado en pérdidas ese mismo año. Y tras la fusión hubo que reconducir ese desastre para evitar que nos arrastrara a un nuevo Bankia. Se remuneró a los clientes en línea con el euríbor, algo así como medio punto porcentual. Se subieron los diferenciales de los préstamos y empezó a cobrarse por las tarjetas y el resto de los servicios. Puedes imaginar cómo se puso la gente. Ladrones y sinvergüenzas fue lo más suave que nos tocó oír. En la oficina de Mazarredo, donde todos los clientes eran de la UC, fue mucho peor. Rosa era la única procedente del Monetario, así que los cabrones que tenía de compañeros no se cortaron a la hora de decir a los clientes que la culpa era de ella. Bueno, de todos los que veníamos del Monetario.

—Vaya joyitas, ¿no?

—Ni te lo imaginas. Una gentuza. Depredadores financieros para quienes los clientes solo son números donde colocar producto. Niñatos de gomina y corbata que los obligan a contratar cuatro seguros para concederles un préstamo o les juran que los fondos de inversión son como los plazos fijos. Y esos capullos señalaban a Rosa cuando alguien se ponía a gritar porque la tarjeta ya no era gratis. ¡Joder! Cuando Rosa dejó Begoñalde, sus clientes le regalaron un ramo de flores gigantesco. Esos mocosos aspirantes a tiburón bastante tienen si no los inflan a hostias por capullos.

Larralde contuvo una sonrisa. El hombre que, frente a él, golpeaba la mesa con las uñas en un gesto de rabia se asemejaba bastante más a Antonio Arzamendi que la sombra de gestos erráticos de una hora antes. Hablar del banco solía provocarle ese efecto. Larralde lo comprendía. Ambos trabajaban en sectores de los que la gente se beneficiaba, pero que acostumbraba despreciar. Y lo jodido, convenían cuando, entre cerveza y cerveza, salía el tema, era que tanto desde el mundo de las finanzas como desde el policial se daba a la sociedad argumentos de sobra para cimentar y ampliar ese desprecio.

—Ni uno de los de la UC se dignó venir a la despedida de su compañera. Tampoco fue nadie de la dirección regional… Claro que con eso ya contábamos.

—¿Por qué? —preguntó Larralde mientras, con la mano alzada, solicitaba otra cerveza al aburrido camarero.

—Ya la conoces… la conocías —se corrigió regresando al tono agónico de sus primeras frases. Suspiró, sacudió la cabeza, absurdamente concentrado en su taza vacía, y siguió hablando—. Rosa nunca se callaba. No protestó cuando la degradaron, pero si iban a por otro saltaba como una fiera. Hace años denunció al responsable regional de personal por despedir a un eventual con informes fantásticos de todas las sucursales por donde pasó, incluido uno mío, para enchufar a un familiar. Desde la central le dieron la razón, y el de personal acabó perdiendo el puesto. Hazte una idea de las simpatías que Rosa despertaba por ahí. No hace mucho preparó un informe en el que solicitaba que se analizara el excesivo número de desahucios de la oficina de la alameda Mazarredo, una de las zonas con más dinero de Bilbao. No sé cómo quedó el tema, pero supongo que no hizo ninguna gracia. Además, envió un correo genérico a toda la red, que consiguió bastantes adhesiones, en el que protestaba por las condiciones de la fusión con la UC. Si no la despidieron entonces fue porque le faltaban meses para jubilarse.

—Comprendo. ¿Y si volvemos al viernes? —Larralde decidió pasar por alto que entre los directivos que no acudieron a la cena, esos que amargaron a Rosa su último año en la empresa, estaba la propia hija de Arzamendi—. ¿Cuántos erais en total? ¿Por dónde anduvisteis?

—Pues… —Antonio cerró los ojos y se llevó las manos a las sienes.

En realidad, pensó Jon, parecía más cerca de abandonarse al sueño que de responder a su pregunta. Pero dormir no era opción para un hombre cuyo futuro estaba poblado de pesadillas.

—Creo que éramos veinticuatro personas, casi todos muy jóvenes. Ya te he dicho que por Begoñalde pasaron un montón de recién llegados en fase de aprendizaje, así que se juntó una buena chavalería. De nuestra generación seríamos unos nueve…, diez contando a Rosa.

—¿A qué hora salisteis del restaurante?

—Serían las doce y media. Hacía frío y caían cuatro gotas, pero nadie quiso irse a casa. Fuimos a Somera, y había tanta gente que acabamos en la calle Pelota. El Lamiak estaba a tope, pero al menos es un sitio amplio donde hablar con cierta tranquilidad. Estuvimos bastante tiempo, no sé cuánto. Me tomé un mínimo de tres pacharanes. Después alguien sugirió buscar algo por Mazarredo. La verdad es que no me apetecía cruzar la ría, pero Rosa se me colgó del brazo y me prohibió irme. En el puente del Arenal me fijé en que los veteranos del grupo se habían largado. Rosa y yo nos quedamos solos con unos seis o siete chavales que caminaban delante de nosotros sin prestarnos atención. Así que decidí marcharme.

Larralde notó que la ronquera de su amigo se agudizaba, que algo se desgarraba en su interior, y alargó un brazo sobre la mesa. Antonio, sin embargo, rechazó el afecto implícito en aquel breve apretón.

—Le sugerí coger un taxi para subir a mi casa. Pero no me hizo caso. —Fue incapaz de contener por más tiempo el sollozo que lo ahogaba desde que, por teléfono, oyó el tono grave, demasiado oficial, de su amigo Jon Larralde—. ¡No me hizo caso! —bramó entre lágrimas, un aullido rasgado que asustó al camarero y contagió de su desolación al ertzaina—. ¡Estaría viva! ¿Comprendes? Si se hubiera venido conmigo, si hubiera subido a ese taxi, estaría viva. Pero no me hizo caso. No me hizo caso. No me hizo caso…

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