Después

Stephen King

Fragmento

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1

Volvía a casa de la escuela, agarrado de la mano de mi madre. En la otra llevaba el pavo, uno de esos que pintábamos en primer grado la semana antes de Acción de Gracias. Estaba tan orgulloso del resultado que casi me meaba de los nervios. Te explico cómo lo hacíamos: poníamos la mano sobre un trozo de cartulina y luego trazábamos el contorno con una crayola. De esa forma sacábamos la cola y el cuerpo. En cuanto a la cabeza, cada uno se las apañaba como podía.

Se lo enseñé a mamá y se puso en plan «sí sí sí» y «bien bien bien», magnífico, aunque me parece que apenas le echó un vistazo. Seguramente estaría pensando en uno de los libros que intentaba vender. «Publicitar el producto», lo llamaba. Porque mamá era agente literaria, ¿sabes? La agencia había pertenecido a su hermano, el tío Harry, pero mamá se había hecho cargo del negocio un año antes de la época de la que te estoy hablando. Es una historia larga y, bueno, complicada.

—He usado el verde bosque porque es mi color favorito. Ya lo sabías, ¿verdad? —dije; para entonces casi estábamos en nuestro edificio, a apenas tres manzanas de la escuela.

Ella sigue con sus «sí sí sí». Y luego me dice:

—Cuando lleguemos a casa, ponte a jugar o siéntate a ver Barney y sus amigos y Aventuras sobre ruedas, que tengo que hacer muchísimas llamadas.

Entonces contesto yo «sí sí sí», lo que me valió un codazo y una sonrisa. Me alegraba cuando conseguía que sonriera, porque incluso con seis años me daba cuenta de que mi madre se tomaba el mundo muy en serio. Tiempo después descubrí que parte del motivo era yo. Dudaba de si estaría criando a un hijo con problemas mentales. El día del que te hablo es cuando se convenció de que, al fin y al cabo, no estaba loco. Lo cual debió de suponerle en cierto modo un alivio y en cierto modo todo lo contrario.

—No hables de esto con nadie —me dijo después, esa misma noche—. Solo conmigo. Y a lo mejor ni siquiera deberías contármelo a mí, ¿entiendes, cariño?

Contesté que sí. De pequeño, a tu mamá le dices a todo que sí. Menos cuando te manda a la cama, claro, o te pide que te acabes el brócoli.

Llegamos a nuestro edificio y el ascensor seguía averiado. Cabría pensar que las cosas habrían resultado de forma distinta si hubiera funcionado, pero lo dudo. Yo creo que las personas que dicen que la vida es una consecuencia de las decisiones y los caminos que tomamos son unos farsantes. Porque, fíjate, por la escalera o en el ascensor, habríamos salido igual en el tercero. Cuando el dedo caprichoso del destino te señala, todos los caminos llevan al mismo sitio, eso es lo que creo yo. Puede que cambie de opinión cuando sea mayor, pero sinceramente lo dudo.

—Jodido ascensor —soltó mamá, y añadió—: Tú no has oído nada, cariño.

—¿Oír qué? —le respondí, y me gané otra sonrisa.

La última de aquella tarde, te lo aseguro. Le pregunté si quería que le llevara el bolso, que como siempre contenía un manuscrito; uno grueso ese día, como de quinientas páginas (si hacía buen tiempo, mamá se sentaba en un banco a leer mientras esperaba a que saliera de clase).

—Una oferta encantadora, pero ¿qué te digo siempre?

—Que cada uno tiene que soportar su propia carga en la vida —respondí.

—Correcto.

—¿Es un libro de Regis Thomas? —pregunté.

—En efecto. El bueno de Regis, que nos paga el alquiler.

—¿Es sobre Roanoke?

—¿Hace falta preguntar, Jamie?

Reí con sarcasmo. El bueno de Regis solo escribía sobre Roanoke. Esa era la carga que soportaba en la vida.

Subimos por la escalera hasta el tercero, donde había otros dos apartamentos además del nuestro, que era el más lujoso y estaba situado al final del pasillo. El señor y la señora Burkett se encontraban fuera, de pie ante la puerta del 3A, y supe enseguida que pasaba algo, porque él estaba fumando un cigarrillo, lo que nunca le había visto hacer y que además en nuestro edificio estaba prohibido. Tenía los ojos inyectados en sangre y el pelo revuelto, del que brotaban espigas de color gris. Yo siempre me dirigía a él como «señor», aunque en realidad era «profesor» Burkett y daba clases de algo sofisticado en la Universidad de Nueva York: literatura in­glesa y europea, me enteré después. La señora Burkett iba descalza y en camisón, uno muy fino. Se le transparentaba casi todo.

—Marty, ¿qué pasó? —preguntó mi madre.

Sin darle tiempo a responder, le enseñé el pavo. Porque parecía triste y quería animarlo, pero también porque estaba orgulloso de mi obra.

—¡Mire, señor Burkett! ¡Dibujé un pavo! ¡Mire, señora Burkett! —Lo sostuve delante de mi cara, porque no quería que la mujer creyera que estaba mirando sus partes.

El señor Burkett no me prestó atención. Supongo que ni me oyó.

—Tia, tengo que darte una terrible noticia. Mona ha muerto esta mañana.

Mi madre dejó caer entre los pies el bolso con el manuscrito y se tapó la boca con la mano.

—¡Ay, no! ¡Dime que no es verdad!

El hombre rompió a llorar.

—Se levantó por la noche y dijo que quería un vaso de agua. Yo me volví a dormir y esta mañana la he encontrado en el sofá tapada con un edredón hasta la barbilla, así que he ido de puntillas a la cocina y he preparado el café, porque pensé que un olor agradable… Que se de-de-despertaría… se despertaría…

Él entonces se derrumbó. Mamá lo tomó entre sus brazos, como me abrazaba a mí cuando me lastimaba, aunque el señor Burkett debía de tener como cien años (setenta y cuatro, me enteré después).

Fue en ese momento cuando me habló la señora Burkett. Me costó oírla, pero no tanto como a otros, porque ella aún estaba bastante fresca.

—Los pavos no son verdes, James.

—Bueno, pues el mío sí —le contesté.

Mi madre seguía sosteniendo al señor Burkett, acunándolo casi. Ellos no la oyeron, porque no podían, ni tampoco me oyeron a mí, porque estaban ocupados con cosas de adultos: mamá, consolando y el señor Burkett, llorando a lágrima viva.

—Llamé al doctor Allen y, cuando vino, dijo que probablemente había sufrido una rama. —Al menos eso entendí. Lloraba tanto que costaba distinguir las palabras—. Se comunicó con la funeraria, y se la llevaron. No sé qué voy a hacer sin ella.

—Mi marido le va a quemar el pelo a tu madre si no tiene cuidado con el cigarro —dijo la señora Burkett.

Dicho y hecho. Me llegó el tufo a pelo chamuscado, una especie de olor a salón de belleza. Mamá era demasiado educada para reprocharle nada, pero se deshizo del abrazo y a continuación le quitó el cigarrillo, lo dejó caer y lo aplastó con el pie. Si bien me pareció una cochinada tirar basura al suelo así, me callé. Comprendía que se trataba de una situación especial.

También sabía que, si seguía hablando con la señora Burkett, se pondría histérico. Y mamá también. Hasta los niños saben algunas cosas básicas, a no ser que tengan fundida la azotea. Decías «por favor», decías «gracias», no te sacabas el pajarito en público ni masticabas con la boca abierta, y ta

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