La Nena (La novia gitana 3)

Carmen Mola

Fragmento

libro-3

 

El vestido de novia le queda estrecho, huele a naftalina y, aunque hace tiempo debió de ser blanco, ahora es de un color indeterminado, entre crema y amarillo. La de hoy no era, desde luego, la boda con la que Valentina soñó a sus quince años. El vestido es de Ramona, la madre del hombre con el que se ha casado, un novio que ni le ha concedido un beso cuando el funcionario que oficiaba la boda les ha dicho que ya eran marido y mujer. Ramona, su suegra, es seca y antipática, más corpulenta que ella, pero a Valentina las costuras del vestido casi le revientan porque está embarazada de cuatro meses. No sabe por qué su esposo ha aceptado casarse con ella cuando está esperando el hijo de otro.

Valentina se quita el vestido. Su ropa interior es vulgar, de mercadillo. ¿Cuántas veces había pensado que para su noche de bodas se compraría lencería como la que las chicas del club usaban con los clientes? En lugar de eso, lleva unas bragas blancas y un sujetador que no hace juego, que a duras penas alcanza a sostener unos pechos que no paran de crecer con el embarazo. Su propia imagen le causa pena y rechazo.

A pesar de todo, sabe que es mucho más atractiva que Antón, su marido, un hombre pequeño, retraído, con poco pelo pese a su juventud, con mirada huidiza y olor agrio, como si pasara días y días sin ducharse y su sudor se contagiara de la peste a cerdo que no abandona la nariz de Valentina desde que ha llegado a la casa. Una casa que será la suya, supuestamente, para siempre.

Ella tiene veintitrés años, como mínimo cinco más que su ahora marido, y su cuerpo, si no se hubiera empezado a deformar por el embarazo, sería muy armonioso. Su rostro menos, no puede ocultar los rasgos indígenas de casi todas las bolivianas. Nunca había pensado que eso fuera feo, pero a los españoles no les gusta. Si supieran cuántas cosas no le gustan a ella de los hombres que ha conocido en este país.

No ha encontrado ni una mínima porción de suerte desde que llegó a España: quería abrir su pequeño negocio, pero tuvo que servir en una casa en la que el marido abusaba de ella cada vez que se quedaban a solas hasta que la señora, que algo se debía de oler, la despidió sin explicaciones. Después fue de trabajo en trabajo hasta llegar a su boda, y no sabe si su vida será feliz y tranquila o ha cometido su peor error. No pide tanto, se habría conformado con una casa que no oliera a porquerizas y un marido más guapo, más hombre y más agradable que Antón. Pero nada ha salido bien y lo único que ella creyó que era una buena noticia —la posibilidad de casarse— la ha traído hasta este pueblo, hasta esta casa, que no es mucho mejor que la que dejó en Cotoca, cerca de Santa Cruz de la Sierra, donde nació y donde su padre construyó un hogar con sus propias manos.

Las bodas en su tierra se preparan con tiempo, se bebe mucha cerveza y se come carne de res hasta hartarse; las invitadas llevan polleras y sombreros y ellos se atavían con sus mejores galas; se contrata a un grupo musical que interpretará el vals para que lo bailen los novios, es un día feliz… En la boda de Valentina no ha habido invitados, solo ella y Antón, y Ramona y Dámaso, los padres del novio, que oficiaron como testigos; tampoco sonó la música ni arrojó nadie arroz o pétalos de flores sobre los recién casados. El banquete ha consistido en unos refrescos en el bar de la plaza con un plato de frutos secos y una ración de calamares a la que ha invitado Aniceto, el dueño del bar, feliz de que una novia entrara en su local: es el único que le ha dado la enhorabuena a Valentina y ha gritado un tímido «¡Vivan los novios!».

Ahora está sola en la habitación, su marido no ha entrado con ella. Pensaba que querría consumar el matrimonio nada más llegar, pero, por lo visto, prefiere esperar a la noche. Aunque lo cierto es que Antón, en el breve noviazgo que han mantenido, o por decirlo mejor, en la mera pantomima que ha formado el preludio de la boda, no ha mostrado nunca el menor ademán de desearla.

—En media hora está la cena, no te retrases.

Ramona ha entrado sin llamar, la ha encontrado así, mirándose al espejo en bragas y sujetador. Aunque no ha hecho ningún comentario, la ha ignorado con desprecio. En la media hora que falta para cenar, a Valentina no le dará tiempo a ducharse y quitarse el olor a naftalina del vestido y la sensación de suciedad que la envuelve, pero no se atreve a contrariar a esa mujer.

A Antón no lo conoció hasta hace quince días. Quien fue a verla al club de carretera en el que trabajaba —no, ella no era una de las chicas de alterne, solo la que fregaba los suelos, los baños y las copas— fue su padre, Dámaso.

—Si te casas con mi hijo, te saco de aquí —le propuso—. No somos ricos, pero no te va a faltar de nada.

—Estoy embarazada.

—Le daremos nuestro apellido a tu hijo.

Nada más. Ella ni siquiera preguntó a qué se dedicaban, solo pensó en que el bebé que esperaba —todavía no sabe si será niño o niña— viviría en una casa normal, no en un club de carretera rodeado de prostitutas, y en que no pasaría las necesidades que ha pasado ella.

De cena hay albóndigas y Valentina debe reconocer que están exquisitas, las mejores que ha probado nunca. Apenas se habla en la mesa, tan solo Dámaso, su suegro, le explica que lo más importante allí son los cerdos, que de ellos viven todos; le detalla las horas a las que hay que darles de comer, las tareas de limpieza que le corresponden y los cuidados que necesitan los animales…

—Estas son las costumbres de la casa —concluye.

Para Valentina eso no son costumbres, son reglas. Y por el silencio de los demás cuando Dámaso las enumera, son reglas de obligado cumplimiento.

Ya en la alcoba, tras la cena, espera a su marido. Piensa que ahora sí querrá yacer con ella y se prepara, se pone un camisón que le regaló una de las chicas del club, uno que usaba con los clientes y que, según le dijo, encendía a los hombres.

—Haz que te desee, agárralo por los huevos; si lo consigues, da igual de dónde haya salido, te cuidará para siempre.

El verdadero padre de su hijo nunca la cuidó, es un viajante que pasó una noche por el club, no sabe su nombre ni por qué se acostó con él, ni siquiera está segura de que pudiera reconocerlo si lo volviera a ver. No necesita que nadie le explique la falta de delicadeza de los españoles, ya lo ha comprobado, es lo que espera esta noche de su marido. Pero Antón, al parecer, es diferente: entra en el cuarto —al olor a cerdo se le ha unido el olor a vino—, no se molesta en darle las buenas noches ni un beso, se acuesta y se duerme.

Valentina también intenta dormir, pero le resulta imposible, es su noche de bodas y se siente frustrada. Son las tres de la mañana cuando decide salir de la habitación. Recorre la casa a oscuras y se da cuenta de su temeridad. En apenas unos días se ha casado y se ha recluido en un lugar alejado de todo el mundo, con un hombre que le provoca repulsión y con unos suegros autoritarios. ¿Cómo ha sido tan ingenua para meterse en la boca del lobo de esa forma? Trata de quitarse de la cabeza esos miedos. Antón solo es un joven timorato, poco a poco lo irá suavizando, lo intuye. A cambio ha conseguido encontrar una estabilidad para dar a luz a su hijo. ¿Qué vida le iba a proporcionar ella si no tenía ni un céntimo?

Sale de la casa al enorme campo iluminado por la

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