El manuscrito (Camino Island 2)

John Grisham

Fragmento

1. El huracán

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El huracán

1

Leo empezó a girar y cobró vida a finales de julio en las agitadas aguas del extremo más oriental del Atlántico, a unos trescientos veinte kilómetros al oeste de Cabo Verde. Lo detectaron pronto desde el espacio, lo bautizaron y lo clasificaron como una simple depresión tropical.

Durante un mes soplaron fuertes vientos secos provenientes del Sáhara, que chocaron con los frentes húmedos situados en el ecuador y crearon unas masas en espiral que se desplazaron hacia el oeste, como si fueran en busca de tierra. Cuando Leo comenzó su viaje, tenía por delante otras tres tormentas con suficiente entidad como para tener nombre, que se dirigían hacia el Caribe en amenazadora sucesión. Las tres acabarían siguiendo sus trayectorias previstas y descargando fuertes lluvias sobre las islas, nada más.

Desde el principio quedó claro que Leo prefería ir adonde nadie se esperaba. Su trayectoria era mucho más errática y sus efectos, más letales. Cuando al fin perdió fuerza, de puro agotamiento, al llegar al Medio Oeste, había causado daños materiales por valor de cinco mil millones de dólares y treinta y cinco muertes.

Pero antes de eso ignoró cualquier clasificación y pasó rápidamente de depresión a tormenta tropical y a continuación a huracán en toda regla. Cuando ya había alcanzado la categoría 3, con vientos de ciento noventa kilómetros por hora, tocó tierra con toda su fuerza en las islas Turcas y Caicos y se llevó por delante varios cientos de casas y diez vidas. Bordeó la isla Crooked, giró un poco a la izquierda y se dirigió a Cuba antes de detenerse al sur de Andros. Su ojo perdió fuerza, se debilitó y cruzó Cuba renqueante, de nuevo convertido en una depresión que traía mucha lluvia, pero vientos poco destacados. Volvió a girar hacia el sur y provocó inundaciones en Jamaica y las Caimán, pero en tan solo doce horas se recuperó, formó una vez más un ojo perfecto y viró hacia el norte, hacia las aguas calientes y tentadoras del golfo de México. Los que lo estaban siguiendo trazaron una trayectoria en línea recta hasta Biloxi, el destino lógico, pero para entonces ya habían escarmentado y no se atrevían a hacer predicciones. Leo parecía tener voluntad propia y los modelos resultaban inútiles.

De nuevo creció rápidamente, aumentó la velocidad y, en menos de dos días, consiguió su propio especial en las noticias de la televisión por cable y en Las Vegas se apostaba por el lugar donde tocaría tierra. Docenas de intrépidos equipos de televisión salieron a por Leo, a pesar del peligro. Se declararon alertas desde Galveston hasta Pensacola. Las empresas petroleras se apresuraron a sacar a diez mil trabajadores de sus plataformas petrolíferas del golfo y, como siempre y aprovechando la coyuntura, subieron los precios. Se activaron planes de evacuación en cinco estados. Los gobernadores dieron ruedas de prensa. Flotas de barcos y aviones regresaron a tierra. De categoría 4 y girando alternativamente a este y oeste, pero con un rumbo norte constante, Leo parecía destinado a hacer una entrada en el continente histórica y desagradable.

Y entonces redujo de nuevo la velocidad. A unos quinientos kilómetros al sur de Mobile fingió ir a la izquierda, después giró despacio hacia el este y perdió mucha fuerza. Durante dos días avanzó muy despacio, con Tampa en el punto de mira, y entonces de repente revivió otra vez y alcanzó la categoría 1. A diferencia de las ocasiones anteriores, mantuvo el rumbo recto y su ojo, que traía vientos de ciento sesenta kilómetros por hora, pasó justo por San Petersburgo, donde dejó inundaciones importantes, el suministro eléctrico interrumpido y derribó los edificios más endebles, pero no provocó daños personales. A continuación siguió el trazado de la Interestatal 4, causando inundaciones de veinticinco centímetros en Orlando y de veinte en Daytona Beach, antes de abandonar el continente siendo una vez más solo una depresión tropical.

Los cansados meteorólogos se despidieron de Leo cuando lo vieron adentrarse ya debilitado en el Atlántico. Sus modelos indicaban que iría perdiéndose en el mar, donde ya solo podría asustar a algún carguero.

Pero Leo tenía otros planes. A trescientos veinte kilómetros al este de San Agustín viró hacia el norte, su centro recobró el impulso y empezó a girar con ferocidad por tercera vez. Se rehicieron los modelos y se declararon nuevas alertas. Durante cuarenta y ocho horas siguió adelante sin parar, ganando fuerza según se acercaba a la costa, como si estuviera decidiendo cuál iba a ser su siguiente objetivo.

2

La tormenta era el único tema de conversación de los empleados y clientes de Bay Books, en la ciudad de Santa Rosa, en Camino Island. Por supuesto, todo el mundo en la isla y en cualquier otro lugar entre Jacksonville al sur y Savannah al norte estaba vigilando a Leo y especulando sobre lo que podría ocurrir. Para entonces la mayoría de la gente estaba bien informada y podía decir, con autoridad, que hacía décadas que ninguna playa de Florida al norte de Daytona había sido azotada por un huracán, aunque en ocasiones habían sufrido los efectos de fuertes vientos cuando los huracanes que se dirigían hacia el norte, hacia las Carolinas, les habían rozado de refilón. Había varias teorías; una decía que la corriente del Golfo, que pasaba a unos cien kilómetros de sus costas, había actuado en esos casos como barrera de protección de las playas de Florida y que también lo haría en esta ocasión con el impertinente Leo. Otra teoría aseguraba que ya se les había acabado la suerte y había llegado la hora del Gran Huracán. Los modelos predictivos eran la comidilla de todos. El centro de huracanes de Miami predecía una trayectoria que llevaba a Leo hacia el océano, mar adentro, sin que llegara a tocar tierra. Por su parte, los europeos apostaban porque tocaría tierra al sur de Savannah, con categoría 4, y provocaría enormes inundaciones en las llanuras rurales. Pero si algo había demostrado Leo hasta entonces era que los modelos se la traían al pairo.

Bruce Cable, el propietario de Bay Books, tenía un ojo puesto en el canal de meteorología mientras animaba a los clientes y reprendía a su personal por no estar centrado en sus tareas. No había ni una nube en el cielo y Bruce se creía la leyenda de que Camino Island era inmune a los huracanes peligrosos. Llevaba veinticuatro años viviendo allí y no había visto ni una sola tormenta destructiva. En su librería se hacían por lo menos cuatro lecturas cada semana, y para la noche siguiente estaba prevista una presentación importante. Seguro que Leo no se atrevía a perturbar la agradable bienvenida que Bruce había planeado para una de sus autoras favoritas.

Mercer Mann estaba en la recta final de una gira promocional de verano de dos meses que había tenido un éxito espectacular. Tessa, su segunda novela, estaba en boca de todo el mundo, y en ese momento era uno de los diez títulos más vendidos. Las críticas eran excelentes y se estaba vendiendo mejor de lo que nadie esperaba. Lo habían calificado como ficción literaria, que no era uno de los géneros más populares, por lo que parecía destinado a ocupar los últimos puestos de las listas de best sellers, si es que llegaba a entrar en ellas. Tanto el editor como la autora esperaban vender treinta mil ejemplares entre libro físico y electrónico, pero solo el libro en papel ya los había superado.

Mercer tenía una profunda conexión vital con la isla, donde había pasado los veranos cuando era niña con su abuela, Tessa, que era quien había inspirado su novela. Tres años antes se había quedado allí un mes, en la cabaña familiar junto a la playa, y había acabado involucrada en un embrollo local. También había tenido una fugaz aventura con Bruce, convirtiéndose así en una más de su larga lista de conquistas.

Pero Bruce no estaba pensando en revivir aquello, o al menos intentaba convencerse de que no era así. Estaba ocupado con el trabajo de la librería y centrado en reunir una buena cantidad de público para la gran presentación de Mercer. Bay Books era un referente dentro del circuito nacional de librerías gracias a que Bruce siempre era capaz de atraer a una concurrida asistencia y dar salida a los ejemplares que tenía. Los editores de Nueva York se esforzaban por llevar a la isla a sus escritores, muchos de ellos mujeres jóvenes que llevaban un tiempo de promoción y tenían ganas de pasar un buen rato. Bruce adoraba a los escritores y por eso los invitaba a cenar y a beber vino, promocionaba sus libros y les organizaba fiestas.

Mercer ya sabía cómo funcionaba todo aquello y no tenía intención de caer, sobre todo porque en su gira promocional de verano la acompañaba su nuevo novio. Pero eso a Bruce no le importaba. Estaba feliz de verla de nuevo en la isla y de que tuviera éxito con su extraordinaria nueva novela. Había leído las galeradas seis meses antes y no había dejado de hacerle publicidad desde entonces. Como siempre que le encantaba un libro, había enviado muchas notas manuscritas a sus clientes y amigos para promocionar Tessa, había llamado a libreros de todo el país para animarles a comprar ejemplares y había pasado horas al teléfono con ella aconsejándole qué lugares visitar en su gira, qué librerías evitar, qué críticas era mejor ignorar y con qué periodistas le convenía hablar. Incluso le pasó unas cuantas correcciones a pesar de que ella no se lo había pedido. Mercer agradeció algunas e ignoró las demás.

Tessa era su novela de consolidación, su oportunidad de oro para asentar una carrera en la que Bruce había creído desde que leyó su primer libro, que no recibió el trato que merecía. Ella, al margen de su aventura, nunca había dejado de adorar a Bruce, y él le había perdonado a Mercer que traicionara gravemente su confianza en un momento dado. Bruce era un personaje adorable, aunque un poco canalla, y una innegable fuerza de la naturaleza dentro del brutal mundo de las librerías.

3

Quedaron para comer el día antes de su presentación en un restaurante de Santa Rosa, al final de Main Street, a seis manzanas de la librería. Bruce siempre comía en algún restaurante del centro, normalmente en compañía de algún comercial o escritor, de los que estaban de visita o de los residentes a los que él apoyaba, y acompañaba la comida con un par de botellas de vino. Eran encuentros de negocios, cuyas facturas guardaba para dárselas a su contable.

Llegó con unos minutos de adelanto y fue directo a su mesa favorita, en la terraza, con vistas al ajetreado puerto. Flirteó con la camarera y pidió una botella de Sancerre. Cuando Mercer llegó, se levantó y la abrazó. Después le dio un firme apretón de manos a Thomas, su acompañante.

Se sentaron y Bruce sirvió el vino. Era inevitable hablar de Leo, porque seguía por allí cerca, pero Bruce le restó importancia y lo calificó de mera distracción.

—Va de camino a Nags Head —afirmó con total confianza.

Mercer estaba más guapa que nunca, con el pelo oscuro, que antes llevaba largo, ahora algo más corto y los ojos marrones brillantes por todo el éxito que solo un best seller puede conseguir. La gira la había dejado agotada y estaba encantada de terminarla, pero también decidida a disfrutar del momento.

—Treinta y cuatro presentaciones en cincuenta y un días —anunció con una sonrisa.

—Tienes suerte —contestó Bruce—. Como sabes, en estos tiempos a los editores no les gusta gastar dinero. Eres un bombazo, Mercer. He visto dieciocho críticas, todas positivas menos una.

—¿Has visto la de Seattle?

—A ese gilipollas no le gusta nada. Lo conozco. Lo llamé cuando vi la crítica y le dije un par de cosillas.

—¿En serio?

—Es mi trabajo. Protejo a mis escritores. Si me lo llego a encontrar, le habría dado un puñetazo.

—Pues puedes darle otro de mi parte —dijo Thomas entre risas.

Bruce levantó su copa.

—Vamos a brindar por Tessa. Número cinco en la lista del New York Times y subiendo.

Todos bebieron para celebrarlo.

—Todavía me cuesta creerlo —confesó Mercer.

—Y, además, le han ofrecido un nuevo contrato —desveló Thomas, mirándola de soslayo—. ¿Se puede contar?

—Ya he oído los rumores —respondió Bruce—. Pero cuenta, cuenta. Quiero los detalles.

Mercer volvió a sonreír.

—Esta mañana me ha llamado mi agente. Viking me ofrece una buena cantidad por otros dos libros.

Bruce volvió a alzar su copa.

—Impresionante. Esos tíos no tienen un pelo de tontos. Felicidades, Mercer. Son unas noticias estupendas.

Por supuesto, Bruce quería enterarse de la parte jugosa, sobre todo cuánto dinero era «una buena cantidad», pero podía hacerse una idea. El agente de Mercer era un profesional con experiencia que conocía bien el negocio, y además muy duro de pelar, así que nunca negociaría un contrato para dos nuevos libros por una cantidad de menos de siete cifras. Tras años de penalidades, la señorita Mann acababa de entrar por la puerta grande en un nuevo mundo.

—¿Y los derechos para el extranjero? —preguntó Bruce.

—Vamos a empezar a ofertarlos la semana que viene —respondió ella.

El primer libro de Mercer no se había vendido muy bien dentro del país, así que no hubo posibilidad de colocar el título en otros países.

—Los británicos y los alemanes irán a por él sin dudarlo. Y a los franceses e italianos les va a encantar Tessa cuando lo traduzcan; es el tipo de historia que gusta allí. No será difícil llegar a un acuerdo con ellos. Te van a traducir a veinte idiomas en un abrir y cerrar de ojos, Mercer. Es increíble.

—¿Ves lo que te decía? —dijo ella mirando a Thomas—. Él conoce muy bien el mundillo.

Brindaron una vez más mientras se acercaba la camarera.

—Creo que esto merece champán —anunció Bruce, que pidió una botella antes de que nadie tuviera tiempo de poner objeciones.

Le preguntó por la gira promocional y le pidió una lista de todas las librerías por las que había pasado. Él conocía prácticamente a todos los libreros serios del país y visitaba a los que podía. Las vacaciones para Bruce consistían en pasar una semana en Napa o Santa Fe, disfrutando de la comida y el vino mientras echaba un ojo a las librerías independientes de la zona y contactaba con sus propietarios.

Le preguntó por Square Books, en Oxford, una de sus favoritas. Bay Books estaba inspirada en ella. Mercer llevaba un tiempo viviendo en Oxford y enseñando escritura creativa en la Universidad de Mississippi. Le habían hecho un contrato de dos años, del que aún le quedaba uno, y confiaba en lograr un puesto permanente. En opinión de Bruce, el éxito de Tessa la colocaba en una buena posición para conseguirlo, y ya estaba pensando en cómo ayudarla en ese aspecto también.

La camarera sirvió el champán y anotó las comandas. Brindaron por el nuevo contrato como si se hubiera detenido el tiempo.

Thomas, que hasta entonces se había limitado básicamente a escuchar, comentó:

—Mercer ya me advirtió de que tú te tomabas las comidas muy en serio.

Bruce sonrió.

—Claro que sí. Trabajo desde muy temprano hasta tarde, así que a mediodía necesito salir de la librería. Y esta es mi excusa. Después suelo echarme la siesta hasta media tarde.

Mercer no le había hablado mucho de su nuevo novio. Le había dejado claro que salía con alguien y que sus atenciones eran solo para él. Bruce respetaba su decisión y se alegraba de que tuviera una relación estable con un hombre que no tenía mala pinta. Thomas parecía estar cerca de los treinta, unos cuantos años menos que ella.

Bruce empezó a sonsacarle.

—Mercer me ha dicho que tú también eres escritor.

Thomas sonrió.

—Sí —reconoció—, aunque no he publicado casi nada todavía. Soy uno de sus alumnos del máster.

Bruce rio entre dientes.

—Oh, ya veo. Si te acuestas con la profesora, seguro que sacas buenas notas.

—Oye, Bruce... —le reprendió Mercer, aunque sonreía al decirlo.

—¿Cuál es tu formación? —continuó el librero.

—Soy licenciado en Literatura estadounidense por la Universidad de Grinnell. Tres años como redactor en The Atlantic y colaboraciones como freelance en un par de revistas online. He escrito tres docenas de relatos y dos novelas horribles, todos sin publicar, y con razón. Ahora estoy pasando una temporada en la Universidad de Mississippi para estudiar el máster e intentar decidir qué hacer con mi futuro. Y durante los dos últimos meses he estado llevándole las maletas a Mercer y pasándomelo en grande.

—Y haciendo de guardaespaldas, chófer, publicista y asistente personal —añadió Mercer—. Además, escribe de maravilla.

—Me gustaría leer algo que hayas escrito —se ofreció Bruce.

Mercer miró a Thomas.

—Te lo dije —comentó—. Bruce siempre está dispuesto a ayudar.

—Hecho —aceptó Thomas—. Cuando tenga algo que merezca la pena, te lo diré.

Mercer sabía que antes de la cena Bruce rebuscaría en internet hasta encontrar todo lo que Thomas había escrito para The Atlantic y las otras publicaciones, para formarse una opinión sobre su talento.

Llegaron las ensaladas de cangrejo y Bruce sirvió más champán. Se dio cuenta de que sus dos invitados no habían bebido demasiado. Se fijaba en eso en todas las comidas y cenas, y también en los bares; era una costumbre que no podía evitar. La mayoría de las escritoras que invitaba bebían poco. La mayoría de los escritores bebían mucho. Unos cuantos incluso estaban en rehabilitación, y cuando estaba con ellos Bruce solo bebía té con hielo.

—¿Y tu siguiente libro? —le preguntó a Mercer.

—Vamos, Bruce... Estos días estoy disfrutando del momento y no escribo nada. Quedan dos semanas para que empiecen las clases y estoy decidida a no escribir ni una sola palabra hasta entonces.

—Inteligente, pero no lo dejes demasiado. Ese contrato para los dos próximos libros pesará cada vez más según vaya pasando el tiempo. Y no puedes esperar tres años para sacar tu siguiente novela.

—Vale, vale —concedió ella—. Pero ¿puedo al menos tomarme unos días de descanso?

—Una semana, no más. Oye, la cena de esta noche va a ser un acontecimiento. ¿Estás preparada?

—Claro. ¿Estarán los de siempre?

—No se lo perderían por nada del mundo. Noelle está en Europa, te envía saludos, pero todos los demás están deseando verte. Ya se han leído tu libro y les ha encantado.

—¿Qué tal está Andy? —preguntó.

—Sigue sobrio, así que no va a venir. Su último libro es bastante bueno y se ha vendido bien. Está escribiendo mucho. Seguro que lo ves por aquí.

—Me he acordado mucho de él. Es un hombre adorable.

—Le va bien. El grupo sigue unido y todos quieren que la cena sea larga.

4

Thomas se excusó para ir al baño y, en cuanto se fue, Bruce se inclinó sobre la mesa y preguntó:

—¿Él sabe lo nuestro?

—¿Qué nuestro?

—¿Ya se te ha olvidado? Ese fin de semana que pasamos juntos. Fue muy agradable, si no recuerdo mal.

—No sé de qué estás hablando, Bruce. Eso nunca ocurrió.

—Está bien, por mí no hay problema. ¿Y de los manuscritos tampoco sabe nada?

—¿Qué manuscritos? Estoy intentando olvidar esa parte de mi pasado.

—Genial. No lo sabe nadie aparte de Noelle, tú y yo. Bueno, y los que pagaron el rescate, claro.

—Pues de mi boca no va a salir. —Le dio un sorbo al vino y después ella se inclinó sobre la mesa también—. ¿Dónde tienes todo ese dinero, Bruce?

—Escondido en un paraíso fiscal y devengando intereses. No tengo intención de tocarlo.

—Pero es una fortuna... ¿Por qué sigues trabajando tanto?

Él le dedicó una gran sonrisa y bebió un poco más de vino.

—Esto no es trabajo, Mercer. Esto es lo que soy. Me encanta este mundillo, estaría perdido sin él.

—¿Y sigues haciendo negocios en el mercado negro?

—Claro que no. Hay demasiada gente vigilando ahora mismo. Y, además, ya no lo necesito.

—¿Así que te has enmendado?

—Estoy limpio como una patena. Me encanta el mundo de los libros raros y últimamente estoy comprando más que antes, pero solo cosas legales. De vez en cuando surge algo sospechoso. Todavía hay muchos ladrones por ahí, y tengo que confesar que me tienta, pero es demasiado arriesgado.

—Por ahora.

—Por ahora.

Ella sacudió la cabeza y sonrió.

—Eres incorregible, Bruce. Un seductor, un mujeriego y un ladrón empedernido de libros.

—Cierto, y también soy el que vende más ejemplares de tu novela. Por eso me tienes que querer, Mercer.

—«Querer» no es la palabra que yo utilizaría...

—Vale. ¿Qué te parece «adorar»?

—Me quedo con esa. Cambiando de tema, ¿hay algo que deba saber sobre lo de esta noche?

—Creo que no. Todo el mundo tiene muchas ganas de verte. Surgieron algunas preguntas cuando desapareciste hace tres años, pero te cubrí: dije que tenías un drama familiar esperándote en casa, donde quiera que esté eso. Y que después te surgieron un par de contratos como profesora y no has tenido tiempo para volver a la isla.

—¿Los mismos personajes de siempre?

—Sí, menos Noelle, ya te lo he dicho. Andy seguramente se pasará a saludar y a tomar un vaso de agua. Pregunta por ti. Y hay un escritor nuevo que tal vez te resulte interesante. Se llama Nelson Kerr, antes era abogado en un gran bufete de San Francisco. Delató a un cliente, un contratista militar que estaba vendiendo ilegalmente alta tecnología militar a los iraníes, a los norcoreanos y a otros compradores por el estilo. Fue un escándalo enorme hace unos diez años, pero hace mucho tiempo que quedó olvidado.

—¿Por qué iba a sonarme algo así?

—Tienes razón. Su carrera se vino abajo, pero ganó mucho dinero por dar el soplo. Ahora está aquí escondido, digamos. Cuarenta y pocos años, divorciado, sin hijos, muy reservado.

—Este lugar atrae a los inadaptados sociales, ¿eh?

—Siempre lo ha hecho. Es un buen tipo, pero no habla mucho. Se compró un bonito apartamento junto al Hilton. Le encanta viajar.

—¿Y sus libros?

—Escribe de lo que sabe: tráfico internacional de armas, blanqueo de dinero... Son buenos thrillers.

—Suena horrible. ¿Y vende bien?

—Más o menos, pero tiene potencial. No te gustaría lo que escribe, pero seguramente él te caerá bien.

Thomas regresó y la conversación derivó hacia el último escándalo editorial.

5

Bruce vivía en una casa victoriana a diez minutos a pie de Bay Books. Tras su siesta obligatoria de después de comer en su despacho de la librería, se marchó a media tarde a su casa para prepararse para la cena. Incluso en lo más álgido del verano, prefería celebrar los eventos elegantes en la galería, bajo un par de ventiladores viejos y chirriantes y al lado de la fuente borboteante. Adoraba la cocina del sur de Luisiana, y por eso había contratado al chef Claude, un cajún de pura cepa que llevaba treinta años en la isla. Ya estaba en la cocina, silbando mientras vigilaba una enorme olla de cobre que tenía en el fuego. Bromearon unos minutos, pero Bruce sabía que no podía darle mucha cuerda: el chef hablaba mucho, y cuando se enfrascaba en la conversación se olvidaba de la comida.

La temperatura se acercaba a los treinta y cinco grados y Bruce subió a cambiarse. Se quitó el traje de sirsaca y la pajarita que llevaba a diario y se puso unos pantalones cortos gastados y una camiseta. Volvió descalzo a la cocina y abrió dos botellas de cerveza fría, le dio una al chef y salió con la otra a la galería para poner la mesa.

En esos momentos echaba mucho de menos a Noelle. Ella importaba antigüedades del sur de Francia y era una maestra en todo lo que tenía que ver con la decoración. Lo que más le gustaba era preparar la mesa para una cena. Su colección de porcelana, cristalería y cubertería vintage era impresionante y nunca dejaba de aumentar. En general compraba para su tienda, pero las antigüedades más raras y más hermosas se las guardaba para uso personal. Según el libro de Noelle, una mesa bien puesta era un regalo para los invitados. Y nadie lo hacía como ella. Hacía muchas fotos de ellos dos antes y durante las cenas, y enmarcaba las mejores para que las vieran sus clientes.

La mesa, de tres metros y medio de largo, se utilizó durante siglos en una bodega en Languedoc. La encontraron los dos un año antes, cuando hicieron un viaje de un mes en busca de material. En un arrebato, tras conseguir una indecente cantidad de dinero de forma ilegal, prácticamente vaciaron la Provenza; compraron tantas cosas que tuvieron que alquilar un almacén de Aviñón.

Noelle había dejado en una mesa auxiliar los platos perfectos para la ocasión. Doce platos de porcelana vintage del siglo XVIII pintados a mano para un conde de segunda fila. También había un montón de cubiertos, seis piezas por cada servicio, y docenas de copas para el agua, el vino y licores.

Las copas de vino muchas veces habían supuesto un problema. Estaba claro que los antepasados franceses de Noelle no bebían tanto como los escritores estadounidenses colegas de Bruce; en las copas antiguas apenas cabían cien mililitros, y eso si las llenaban hasta arriba. En una cena especialmente bulliciosa que dieron años antes, Bruce y sus invitados se sintieron muy frustrados por la necesidad de tener que rellenar las delicadas copas cada diez minutos o menos. Después de aquello, Bruce insistió en utilizar unas versiones más modernas en las que cupiera casi un cuarto de litro de vino tinto y algo menos de blanco. Noelle, que apenas bebía, accedió y encontró una colección de copas provenientes de Borgoña que habrían impresionado a un equipo de rugby irlandés.

Junto a los platos había un diagrama muy detallado con la manera adecuada de disponerlo todo, que ella había preparado tres días antes, cuando salió de viaje. Bruce colocó los mantelitos de lino, los caminos de mesa de seda, los candelabros y después los platos y las copas. Entonces llegó la florista, que empezó a dar vueltas a la mesa mientras recolocaba cosas y discutía con Bruce. Cuando la florista consideró que la mesa estaba perfecta, Bruce le hizo una foto y se la envió a Noelle, que estaba en algún lugar de los Alpes con su otro compañero. Esa mesa podría salir en cualquier revista. La habían dispuesto para doce comensales, aunque en sus cenas nunca conocían el número exacto de asistentes hasta que se servía la comida. Muchas veces aparecía en el último momento algún descarriado y se unía a la diversión.

Bruce fue a la nevera a buscar otra cerveza.

6

Habían quedado a las seis de la tarde para tomar un cóctel, pero los invitados eran escritores y ninguno se atrevería a presentarse antes de las siete. Myra Beckwith y Leigh Trane fueron las primeras en llegar y entraron sin llamar. Bruce fue a su encuentro en la galería y preparó un ron con soda para Leigh y una cerveza negra para Myra.

Las dos eran pareja desde hacía más de treinta años. Como escritoras, tuvieron dificultades para pagar las facturas hasta que descubrieron las novelas románticas un poco subidas de tono. Habían escrito un centenar bajo una docena de pseudónimos diferentes y con ello habían ganado suficiente dinero como para retirarse en la isla, en una pintoresca casa antigua a la vuelta de la esquina de la de Bruce. Ahora, a sus setenta y pico años, escribían poco. Leigh se veía a sí misma como una torturada artista de la literatura, pero su escritura era impenetrable y sus novelas, las pocas que se habían publicado, apenas se habían vendido. Siempre estaba trabajando en una novela, pero nunca la terminaba. Aseguraba sentirse avergonzada por la basura que habían publicado las dos, pero disfrutaba del dinero. Por otro lado, Myra estaba orgullosa de su trabajo y echaba de menos sus días de gloria escribiendo tórridas escenas de sexo con piratas, jóvenes vírgenes y cosas por el estilo.

Myra era una mujer corpulenta que llevaba el pelo muy corto y teñido de color lavanda. En un pobre esfuerzo por ocultar algo de su corpachón, se vestía con túnicas chillonas y sueltas que podrían servir como sábanas para una cama de tamaño extragrande. Leigh, por el contrario, era diminuta, con rasgos oscuros y el pelo largo y negro perfectamente recogido en un moño. Las dos mujeres adoraban a Bruce y a Noelle y los cuatro cenaban juntos a menudo.

—¿Has visto a Mercer? —le preguntó Myra mientras bebía su cerveza.

—Sí, he comido con ella y con Thomas, su actual guardaespaldas.

—¿Es guapo? —preguntó Leigh.

—Tiene buena pinta, unos años más joven que ella. Es alumno suyo.

—¡Esa es mi chica! —exclamó Myra—. ¿Te has enterado de cuál fue la verdadera razón por la que se marchó tan de repente hace tres años?

—La verdad es que no. Un asunto familiar, creo.

—Bueno, ya se lo sacaremos esta noche, eso seguro.

—Myra... —le reprendió Leigh—. No deberíamos meternos donde no nos llaman.

—Y una mierda. Meterme donde no me llaman es lo que mejor se me da. Y quiero enterarme de los cotilleos. ¿Va a venir Andy?

—Tal vez.

—Tengo ganas de verlo. Era mucho más divertido cuando le daba a la botella.

—Pero bueno, Myra. Ese es un tema delicado.

—En mi opinión, no hay nada más aburrido que un escritor sobrio.

—Él necesita estar sobrio —aportó Bruce—. Ya hemos tenido antes esta conversación.

—¿Y ese tal Nelson Kerr? Me aburre hasta cuando no está sobrio.

—Por favor, Myra...

—Nelson sí va a venir —aclaró Bruce—. Creí que podría ser un buen partido para Mercer, pero ella no está disponible en este momento.

—¿Y quién te ha nombrado a ti casamentero? —replicó Myra justo cuando vieron cruzar la puerta a J. Andrew Cobb, o Bob Cobb como le llamaban ellos. Llevaba sus habituales pantalones cortos rosas, sandalias y una chabacana camisa con estampado floral. Sin cortarse en absoluto, Myra lo saludó con un «Hola, Bob. No hacía falta que te vistieras así para la ocasión» y lo abrazó mientras Bruce se acercaba al bar para prepararle un vodka con soda.

Cobb era un expresidiario que había cumplido su condena en una cárcel federal por unos delitos de los que no sabían demasiado. Escribía novelas de misterio que se vendían bien, pero que incluían demasiada violencia carcelaria, al menos para el gusto de Bruce. Abrazó también a Leigh.

—Hola, señoras. Siempre es un placer verlas —saludó.

—¿Has tenido un buen día en la playa? —preguntó Myra, buscando guerra.

Cobb tenía una piel oscura y curtida, con un bronceado perpetuo que mantenía a base de pasar horas al sol. Tenía reputación de ser un vago playero entrado en años al que le gustaban los biquinis y siempre estaba al acecho. Le devolvió a Myra la sonrisa.

—Cualquier día en la playa se convierte en un buen día, querida —respondió.

—¿Qué edad tenía ella? —continuó Myra.

—Basta —la regañó Leigh mientras Bruce le daba a Cobb su copa.

—La suficiente, rozando la legalidad —confesó Cobb y rio.

Amy Slater era la más joven del grupo, pero ganaba más dinero que todos los demás juntos. Había encontrado un filón con una saga sobre jóvenes vampiros de la que incluso estaban preparando la película. Su marido, Dan, y ella, llegaron a la galería junto a Andy Adam. Jay Arklerood apareció pisándoles los talones y consiguió esbozar una sonrisa incómoda a modo de saludo. Era un poeta melancólico que solía evitar asistir a esas cenas. Myra, la abeja reina, no le encontraba ninguna utilidad. Bruce repartió las bebidas (agua con hielo para Andy) y escuchó el runrún de la conversación. Amy no dejó de hablar de su película, aunque reconoció que había problemas con el guion. Dan se quedó de pie a su lado, en silencio. Había dejado su trabajo y ahora se ocupaba de sus hijos para que ella pudiera dedicar todo su tiempo a escribir.

La fiesta estaba en pleno apogeo cuando Thomas y Mercer hicieron su entrada. Ella repartió abrazos y presentó a su nuevo acompañante. Todos estaban encantados de verla y no pararon de hablarle de su nuevo libro, que la mayoría ya había leído. En ese momento llegó Nelson Kerr, que se preparó una copa en el bar antes de unirse al círculo que rodeaba a Mercer para que Bruce hiciera las presentaciones.

Tras unos minutos, las conversaciones tomaron diferentes direcciones. Andy y Bruce hablaban sobre la tormenta. Myra arrinconó a Thomas y empezó a bombardearlo con preguntas sobre su pasado. Bob Cobb y Nelson habían salido a pescar el día antes y necesitaban revivir sus capturas. Leigh analizaba la novela de Mercer capítulo por capítulo y parecía enamorada de la historia. Rellenaron las copas, ya que al parecer nadie tenía prisa por sentarse a la mesa.

El último invitado en llegar fue Nick Sutton, un universitario que pasaba los veranos en la isla cuidando de una bonita casa propiedad de sus abuelos. Como cada año, el matrimonio había huido del calor de Florida y recorría el país con su caravana. Nick trabajaba en la librería y, cuando no estaba ocupado, hacía surf, navegaba y buscaba chicas. Leía por lo menos una novela de misterio al día y soñaba con escribir best sellers. Bruce había leído sus relatos y creía que el chico tenía talento. Nick había insistido mucho en que le invitaran a esa cena, pero estaba un poco abrumado por el hecho de estar allí.

A las siete y media, el chef Claude informó a Bruce de que la cena estaba lista. Andy le susurró algo al anfitrión y se fue sin decir nada más. Ya era bastante difícil mantenerse sobrio en las veladas sin alcohol, y a pesar de no sentir la tentación de beber, lo último que le apetecía era una cena de tres horas en la que el vino correría a raudales.

Bruce señaló las sillas e indicó a cada uno dónde debían sentarse. Él lo hizo en un extremo y Mercer, la invitada de honor, en el otro, con Thomas a su derecha. Había once personas en total, toda la mafia literaria de Camino Island y Nick Sutton. Bruce les transmitió los saludos de Noelle, que lamentaba tener que perderse la diversión, pero que estaba con ellos en espíritu. Todos sabían que estaba en Europa con su novio francés. Hacía mucho que habían aceptado ese matrimonio abierto y a nadie le importaba ni le sorprendía. Si Bruce y Noelle eran felices así, sus amigos no eran nadie para cuestionar ese arreglo.

A Bruce no le gustaba que hubiera camareros revoloteando alrededor de su mesa y escuchando las conversaciones, así que nunca los tenía. Claude y él sirvieron el vino, el agua y el primer aperitivo, un pequeño cuenco de un guiso criollo especiado llamado gumbo.

—Hace demasiado calor para el gumbo —se quejó Myra, que estaba sentada hacia la mitad de la mesa—. Voy a sudar como un pollo.

—El vino fresco siempre ayuda —contraatacó Bruce.

—¿Qué vamos a tomar de primer plato? —preguntó ella.

—Todo tiene picante.

—Entonces —intervino Bob Cobb—, esta es la última parada de tu gira promocional, ¿no, Mercer? Y, por cierto, me ha encantado tu libro.

—Gracias. Sí, es la última parada.

—¿De costa a costa?

—Así es, treinta y tres paradas. Con la de mañana, treinta y cuatro.

—Habrá mucho público mañana —comentó Amy—. Mucha gente de aquí recuerda a tu abuela y están todos muy orgullosos de ti.

—Yo conocí a Tessa —dijo Bruce—. Pero creo que, de los que estáis en esta mesa, ninguno vivíais en la isla cuando ella murió. Fue hace doce años, ¿no, Mercer?

—Catorce.

—Nosotras nos mudamos aquí hace trece años —explicó Myra—, para huir de un grupo de escritores. Y mira dónde hemos acabado. Nos siguieron hasta aquí.

—Creo que el siguiente fui yo —añadió Bob—; llegué hace unos diez años, justo después de que me dieran la condicional.

—Bob, por favor, no nos cuentes otra historia de la cárcel —pidió Myra—. Después de tu último libro, me siento como si me hubieran violado en grupo.

—Myra, por favor...

—¿Te gustó, entonces? —preguntó Bob.

—Me encantó.

—Quisiera proponer un brindis —anunció Bruce alzando la voz—; primero, por nuestro huracán Leo. Para que se quede en el mar y después se vaya. Y, sobre todo, por nuestra amiga Mercer y su maravilloso nuevo libro, el quinto en la lista de ventas más importante, y subiendo. ¡Salud!

Todos brindaron y bebieron. <

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