Hambre

Åsa Ericsdotter

Fragmento

Capítulo 1

1

Era el tipo de hombre que pedía disculpas después de eyacular. La frase había salido de la boca de una compañera de curso en una fiesta, y todos se habían reído. No era justo, no lo conocían —eso fue lo que pensó Landon; qué coño sabéis—, pero le molestó.

«Preguntádselo a Rita», querría haber dicho.

Rita Peters había entrado en una fiesta de bienvenida para los nuevos estudiantes, con un jersey a rayas ajustado que le marcaba los pechos y una voz estridente que no le impidió subirse a la mesa para cantar una canción universitaria tradicional. Landon no se atrevió a hablar con ella hasta varias horas más tarde. Rita estudiaba literatura y tenía predilección por las lecturas performance; él, en cambio, era un doctorando de historia y cultura norteamericana al que nadie conocía. Pero había algo en él que captó la atención de Rita.

Ella cogió toda su inseguridad y la machacó entre sus dedos, y por primera vez desde la carta de Ulrika, Landon encontró algo a qué agarrarse. A veces iban a la cabaña de la familia Thomson-Jæger en la isla de Kavarö; allí se sentaban cada uno en un extremo del sofá con sus tesis doctorales: la de Rita sobre la cultura machista en la poesía de performance, la de Landon sobre Olof Palme y la ruptura con Estados Unidos. Por las noches se acurrucaban juntos en la cama con un bote de dos litros de helado de nata, y se arrepentían de haber malgastado el día sin tocarse.

Landon desvió la mirada del escritorio. Tenía que dejar de pensar en ella. Tarde o temprano, tenía que dejar de pensar en ella. Cuando la veía en los pasillos, le dolía. Rita estaba tan demacrada que se había vuelto gris.

Había dedicado muchos años a amarla, el último de ellos en vano. Al final metió sus pertenencias en cajas de cartón y abandonó el piso del paseo Luthagsesplanaden. Una bicicleta elíptica de dos metros de altura y una cinta de correr ocupaban el espacio delante del televisor donde antes había estado el sofá. Por todas partes había mancuernas y cintas de pilates, manuales de entrenamiento y revistas de papel couché sobre smoothies de berza y las mejores dietas de las estrellas de Hollywood. Rita no entraba en la cocina, y del baño salía un persistente hedor a acetona.

Habían pasado varios meses ya. A Rita le habían hecho un contrato de profesora asociada de literatura cuando Gloria Öster se había visto obligada a dejarlo, y Landon tenía un contrato posdoctoral en el área de estudios norteamericanos. No sabía cuánto tiempo le iba a durar. Las últimas pruebas de salud lo habían situado peligrosamente cerca de una advertencia escrita. «¡IGM 41!», había exclamado la enfermera, negando ominosamente con la cabeza. El Instituto de Nutrición se había dado cuenta de que la vieja medida de la obesidad, el IMC, daba resultados demasiado generosos. La gente alta podía librarse.

Eso fue lo que habían dicho. Como si fuera un crimen.

El índice de grasa muscular del Partido de la Salud se había convertido en su mejor arma. El índice de grasa muscular era lo que decidía la idoneidad profesional de cada cual. Un IGM superior a 42 te descalificaba para cualquier trabajo de funcionario. La primera vez que Landon oyó hablar de la propuesta del gobierno, le costó creer que era verdad. Ahora su actitud hacia el Partido de la Salud, y las medidas tan extremas que estaban dispuestos a tomar, ya no era tan inocente. Uno de los profesores del departamento de estudios norteamericanos había tenido que marcharse, al igual que los dos nuevos doctorandos. Cuando Landon y sus colegas protestaron contra los despidos, la coordinadora de la titulación les dijo que no dependía de ellos. «La decisión se ha tomado en instancias superiores.»

La gente se tragaba los mensajes del nuevo gobierno por completo. Johan Svärd se había colocado en el lugar perfecto, justo entre la Alianza y los socialdemócratas. Si uno no tenía cuidado en las aplicaciones de orientación del voto, era fácil acabar en el saco del Partido de la Salud por defecto. Y no solo eran los viejos simpatizantes de la derecha, como el señor y la señora Thomson-Jæger, los que caían ante los encantos del joven primer ministro; Landon también tenía amigos de izquierdas que se regocijaban cada vez que subía a la tribuna para pedir la nacionalización de esto o lo otro.

La universidad se había convertido en un terreno pantanoso. Las conversaciones en el comedor trataban exclusivamente sobre lo que se comía y lo que se dejaba de comer, o cuánto había que entrenar para quitárselo de encima. Landon había empezado a comer en solitario para no tener que oírlo. La obligatoriedad de las sesiones de gimnasio no mejoraba las cosas. Bien entrada la noche todavía se veía a gente salir de los nuevos locales de entrenamiento en la facultad de Teología, con sus camisetas sudadas y las cabezas demasiado grandes para sus cuerpos. Tenían los ojos vidriosos y la mirada perdida.

«Igual que Rita», solía decirse. Después se obligó a no pensar en ello.

Sacó uno de los libros de tapa blanda de la caja de cartón que estaba en el suelo, y puso su firma en la guarda. Un colega nuevo de Estocolmo quería leer su tesis y a Landon no le importaba restar unos gramos a su colección.

Había pasado varios años buscando a su padre. La tesis era una excusa que solo Rita conocía, y ahora, a posteriori, casi se arrepentía de habérselo contado. Las relaciones entre Suecia y Estados Unidos, 1968-1974. La versión final llevaba el subtítulo de El problema de Palme, lo cual constituía un resumen en sí mismo. Olof Palme había criticado la guerra de Vietnam, los americanos se habían cabreado. La frialdad de las relaciones duró tanto tiempo que Suecia estuvo a punto de quedarse sin piedras lunares.

Landon se había pasado tres semanas en el archivo de Washington, repasando documentos oficiales. Fotografías del ejército norteamericano. Listas de movimientos de tropas. Corría el mes de febrero, hacía un frío del carajo y había dos metros de nieve. Cada tarde a las cinco y media se subía al autobús para volver al albergue, donde se tomaba café en tazas de cartón en la cafetería, acompañado de unas galletas dulces Fig Newtons.

El director de su tesis de Uppsala estaba entusiasmado con su dedicación, pero los resúmenes que iba enviando por las noches no eran más que una maniobra disuasoria. Solo el bibliotecario y él sabían que dedicaba la mayor parte de su tiempo a cosas que no tenían nada que ver con el primer ministro sueco.

Al final dio con la foto. El héroe de guerra Calen Logan Jackson. Pelo corto de color lino. Medallas colgando del uniforme.

Aquello ocurrió medio año antes de conocer a Rita. Ni Bertil ni Amber sabían nada de la carta que Ulrika le había enviado. No había nadie a quien pudiera contárselo. Aquella tarde se subió a un autobús que lo llevó hasta el Congreso, donde se sentó en las escaleras. Las farolas estaban medio borrosas bajo la tormenta de nieve. L

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