Cerca de ti

Lara A. Serodio

Fragmento

Capítulo 2

2

A juzgar por el tipo de luz que se colaba por las contraventanas de su habitación, Lola dedujo que debían de ser entre las siete y las siete y media de la mañana. No resultaba especialmente pronto para ser un día de entre semana, pero ese en particular no era lectivo y había planeado ser indulgente y otorgarse un rato (no mucho, en realidad) para quedarse en la cama durmiendo o leyendo, algo que no podía permitirse los días que se despertaba de manera rutinaria para ir al instituto. Corroboró la hora en el pequeño reloj de mesa perdido en sus estanterías abarrotadas de libros y se incorporó, acercando la oreja a la pared que separaba su cuarto del cuarto de su madre; no tardaría en haber movimiento al otro lado y, si los cálculos no le fallaban, en alrededor de quince minutos escucharía la puerta principal del piso abrirse y cerrarse y Lola podría entonces salir de su habitación.

Siempre era igual, no solía haber grandes alteraciones en la rutina de la mañana: la alarma del móvil de su madre sonaba un rato antes de la hora a la que Lola tenía su despertador programado y Carla aprovechaba esos minutos para despertar al hombre que había pasado la noche con ella, dejarlo adecentarse en el baño en suite y escabullirlo a tiempo para darse una ducha y coincidir con su hija en la cocina para desayunar. En ocasiones, en la rutina de la noche, Lola esperaba a que el hombre en cuestión abandonase la casa antes de que Carla se fuese a dormir. No había aprendido a discernir todavía por qué se daba un caso en vez del otro; la lógica indicaba que los que se quedaban a pasar la noche esperaban un bis por la mañana, pero Lola sabía que eso NUNCA pasaba —lo hubiese oído alguna vez, pero parecía que Carla no era una persona «de mañanas»—, así que aún tenía pendiente resolver el misterio sobre cuál era el criterio de su madre para permitir que un hombre durmiese con ella o se fuese al instante, justo después de echar el polvo. Si sospechaba que ese iba a ser el caso, Lola no se dormía hasta escuchar la puerta. Su afinado oído ya se había entrenado para percibir el mismo sonido sutil que daba por concluida la rutina de las mañanas.

Sin tiempo para hacerse con uno de los libros a medio leer de su mesita de noche, la puerta del cuarto de su madre se abrió. Desperezándose, Lola siguió con atención los pasos de dos personas por el pasillo hasta el recibidor y esperó a escuchar el clic metálico de cierre y, a continuación, los pasos de vuelta de tan solo una de ellas, para levantarse al fin. Tenía hambre y ya podía salir a prepararse el desayuno. En la cocina, mientras cortaba una manzana en finas rodajas y las reservaba para luego, le dio vueltas al modus operandi de todo el proceso y pensó en el perfil de esas personas que, cada cierto tiempo (dos veces al mes, de media), pasaban un par de horas en casa follándose a su madre (o, mejor dicho, follando con su madre). Sabía que tenían que ir a trabajar, pasar por casa y ducharse, posiblemente contaban con un buen puesto en alguna compañía de renombre —quizás eran los propietarios—, y no podían permitir ver reflejados en sus rostros y ropas el famoso walk of shame de las películas americanas. ¿Estaría alguno de ellos casado y el encuentro constituía un affaire extramatrimonial? No lo descartaba.

Aunque jamás los veía —su madre bien se cuidaba de ello—, apostaba consigo misma a que todos seguían más o menos un mismo patrón (edad, físico, sueldo anual bruto, posible casa en la montaña...). Quería creer que su madre tenía cierto gusto y exigencia, pero lo cierto era que desconocía su procedencia con exactitud (¿Los conocía gracias al trabajo? ¿Salían de apps de citas?). Seguro que con alguno la cosa había dado más que para un revolcón, y era posible que Carla se quedase con ganas de estirar la conversación durante el desayuno, pero Lola había llegado a convencerse con el tiempo de que la razón por la que nunca los veía —ni compartían con ella el plato de tortillas de huevo con avena que se estaba preparando— no era porque Carla quisiese ahorrarle cortésmente el proceso, sino porque era incapaz de confesarles que tenía una hija, de diecisiete años nada más y nada menos. «¿Esta es tu hija? ¡Imposible! ¡Pero con lo joven que eres... y pareces!» Ya se sabía la cantarina, del mismo modo que tenía interiorizada su cara de resignación y sonrisa complaciente para no poner los ojos en blanco cuando la oía, mientras percibía en el brillo de los ojos de su madre cierto regocijo todas las veces que pasaba (que no eran pocas). «24, “la” tuvo con 24, haz los cálculos, no es tan difícil. 41 – 17 = 24... No era TAN joven, no es TAN joven» hubiese querido espetar Lola, también, en todas y cada una de esas ocasiones.

La sartén ya estaba en su punto exacto de temperatura (ni templada, ni caliente en exceso: no soportaba esa sensación de verter el huevo y percibir —por el sonido del contacto con el acero— que no lo había hecho en el momento idóneo, demasiado pronto o demasiado tarde); todo estaba listo para darle forma a un desayuno saludable que no perdonaba ninguna mañana. Odiaba a esa gente que salía corriendo de casa por las mañanas sin otra alternativa que comprarse un grasiento cruasán en la primera panadería de barrio abierta en su camino al metro. Lola prefería hartarse a manzanas antes que comer mantequilla cada día de su vida, una manía que Carla no sabía muy bien de dónde había sacado Lola. Había intentado que las dos comiesen sano durante su crecimiento, pero nunca se había considerado una obsesa del movimiento real food como para que su hija adolescente fuese más estricta con la dieta que ella misma. ¿El snack favorito del cine de Lola? Frutos secos. ¿Su ingrediente preferido en noche de pizza? Brócoli. ¿Un refresco? Agua con gas.

—Buenos días...

Carla, que ya había tenido tiempo de ducharse, entró en la cocina con el albornoz todavía envuelto y dejó sobre la barra americana un par de vasos usados mientras observaba cómo Lola decoraba sus tortillas con rodajas de manzana perfectamente cortadas y las espolvoreaba con canela. Aprovechó para dejar la ropa sucia en el lavadero, al que se accedía desde la cocina, y en ese gesto Carla se ahorró la cara de asco de Lola al ver los vasos frente a ella, justo cuando se giraba, dispuesta a disfrutar de su desayuno sobre esa misma barra. Además, no eran unos vasos al azar los que su madre había decidido emplear la noche anterior para socorrer la deshidratación del hombre protagonista de la rutina de la mañana. Carla había seleccionado, sin prestar atención y en otro gesto poco detallista de cara a ella, el vaso de Lola, el que usaba cada mediodía para acompañar sus comidas y que siempre fregaba con cuidado —no permitía que pasase por el lavavajillas ni que Naya lo tocase— para que siempre estuviese impoluto. La sola idea de que SU vaso —porque su madre sabía que era el suyo, que solo ella bebía de él— hubiese pasado por otra boca, una boca desconocida, una boca que Lola ignoraba dónde había estado an

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