2
A juzgar por el tipo de luz que se colaba por las contraventanas de su habitación, Lola dedujo que debían de ser entre las siete y las siete y media de la mañana. No resultaba especialmente pronto para ser un día de entre semana, pero ese en particular no era lectivo y había planeado ser indulgente y otorgarse un rato (no mucho, en realidad) para quedarse en la cama durmiendo o leyendo, algo que no podía permitirse los días que se despertaba de manera rutinaria para ir al instituto. Corroboró la hora en el pequeño reloj de mesa perdido en sus estanterías abarrotadas de libros y se incorporó, acercando la oreja a la pared que separaba su cuarto del cuarto de su madre; no tardaría en haber movimiento al otro lado y, si los cálculos no le fallaban, en alrededor de quince minutos escucharía la puerta principal del piso abrirse y cerrarse y Lola podría entonces salir de su habitación.
Siempre era igual, no solía haber grandes alteraciones en la rutina de la mañana: la alarma del móvil de su madre sonaba un rato antes de la hora a la que Lola tenía su despertador programado y Carla aprovechaba esos minutos para despertar al hombre que había pasado la noche con ella, dejarlo adecentarse en el baño en suite y escabullirlo a tiempo para darse una ducha y coincidir con su hija en la cocina para desayunar. En ocasiones, en la rutina de la noche, Lola esperaba a que el hombre en cuestión abandonase la casa antes de que Carla se fuese a dormir. No había aprendido a discernir todavía por qué se daba un caso en vez del otro; la lógica indicaba que los que se quedaban a pasar la noche esperaban un bis por la mañana, pero Lola sabía que eso NUNCA pasaba —lo hubiese oído alguna vez, pero parecía que Carla no era una persona «de mañanas»—, así que aún tenía pendiente resolver el misterio sobre cuál era el criterio de su madre para permitir que un hombre durmiese con ella o se fuese al instante, justo después de echar el polvo. Si sospechaba que ese iba a ser el caso, Lola no se dormía hasta escuchar la puerta. Su afinado oído ya se había entrenado para percibir el mismo sonido sutil que daba por concluida la rutina de las mañanas.
Sin tiempo para hacerse con uno de los libros a medio leer de su mesita de noche, la puerta del cuarto de su madre se abrió. Desperezándose, Lola siguió con atención los pasos de dos personas por el pasillo hasta el recibidor y esperó a escuchar el clic metálico de cierre y, a continuación, los pasos de vuelta de tan solo una de ellas, para levantarse al fin. Tenía hambre y ya podía salir a prepararse el desayuno. En la cocina, mientras cortaba una manzana en finas rodajas y las reservaba para luego, le dio vueltas al modus operandi de todo el proceso y pensó en el perfil de esas personas que, cada cierto tiempo (dos veces al mes, de media), pasaban un par de horas en casa follándose a su madre (o, mejor dicho, follando con su madre). Sabía que tenían que ir a trabajar, pasar por casa y ducharse, posiblemente contaban con un buen puesto en alguna compañía de renombre —quizás eran los propietarios—, y no podían permitir ver reflejados en sus rostros y ropas el famoso walk of shame de las películas americanas. ¿Estaría alguno de ellos casado y el encuentro constituía un affaire extramatrimonial? No lo descartaba.
Aunque jamás los veía —su madre bien se cuidaba de ello—, apostaba consigo misma a que todos seguían más o menos un mismo patrón (edad, físico, sueldo anual bruto, posible casa en la montaña...). Quería creer que su madre tenía cierto gusto y exigencia, pero lo cierto era que desconocía su procedencia con exactitud (¿Los conocía gracias al trabajo? ¿Salían de apps de citas?). Seguro que con alguno la cosa había dado más que para un revolcón, y era posible que Carla se quedase con ganas de estirar la conversación durante el desayuno, pero Lola había llegado a convencerse con el tiempo de que la razón por la que nunca los veía —ni compartían con ella el plato de tortillas de huevo con avena que se estaba preparando— no era porque Carla quisiese ahorrarle cortésmente el proceso, sino porque era incapaz de confesarles que tenía una hija, de diecisiete años nada más y nada menos. «¿Esta es tu hija? ¡Imposible! ¡Pero con lo joven que eres... y pareces!» Ya se sabía la cantarina, del mismo modo que tenía interiorizada su cara de resignación y sonrisa complaciente para no poner los ojos en blanco cuando la oía, mientras percibía en el brillo de los ojos de su madre cierto regocijo todas las veces que pasaba (que no eran pocas). «24, “la” tuvo con 24, haz los cálculos, no es tan difícil. 41 – 17 = 24... No era TAN joven, no es TAN joven» hubiese querido espetar Lola, también, en todas y cada una de esas ocasiones.
La sartén ya estaba en su punto exacto de temperatura (ni templada, ni caliente en exceso: no soportaba esa sensación de verter el huevo y percibir —por el sonido del contacto con el acero— que no lo había hecho en el momento idóneo, demasiado pronto o demasiado tarde); todo estaba listo para darle forma a un desayuno saludable que no perdonaba ninguna mañana. Odiaba a esa gente que salía corriendo de casa por las mañanas sin otra alternativa que comprarse un grasiento cruasán en la primera panadería de barrio abierta en su camino al metro. Lola prefería hartarse a manzanas antes que comer mantequilla cada día de su vida, una manía que Carla no sabía muy bien de dónde había sacado Lola. Había intentado que las dos comiesen sano durante su crecimiento, pero nunca se había considerado una obsesa del movimiento real food como para que su hija adolescente fuese más estricta con la dieta que ella misma. ¿El snack favorito del cine de Lola? Frutos secos. ¿Su ingrediente preferido en noche de pizza? Brócoli. ¿Un refresco? Agua con gas.
—Buenos días...
Carla, que ya había tenido tiempo de ducharse, entró en la cocina con el albornoz todavía envuelto y dejó sobre la barra americana un par de vasos usados mientras observaba cómo Lola decoraba sus tortillas con rodajas de manzana perfectamente cortadas y las espolvoreaba con canela. Aprovechó para dejar la ropa sucia en el lavadero, al que se accedía desde la cocina, y en ese gesto Carla se ahorró la cara de asco de Lola al ver los vasos frente a ella, justo cuando se giraba, dispuesta a disfrutar de su desayuno sobre esa misma barra. Además, no eran unos vasos al azar los que su madre había decidido emplear la noche anterior para socorrer la deshidratación del hombre protagonista de la rutina de la mañana. Carla había seleccionado, sin prestar atención y en otro gesto poco detallista de cara a ella, el vaso de Lola, el que usaba cada mediodía para acompañar sus comidas y que siempre fregaba con cuidado —no permitía que pasase por el lavavajillas ni que Naya lo tocase— para que siempre estuviese impoluto. La sola idea de que SU vaso —porque su madre sabía que era el suyo, que solo ella bebía de él— hubiese pasado por otra boca, una boca desconocida, una boca que Lola ignoraba dónde había estado antes y después de posar sus labios en el fino borde de cristal, le producía arcadas.
Lola diría de sí misma que se volvió escrupulosa en exceso alrededor de los trece años, aunque el origen de su manía era difícil de establecer. Su mayor terror había tenido como objeto la saliva, por lo que a esa edad había pasado a exigir envases de uso exclusivo para ella, por si las moscas. Lola era diestra, y aun así, cada vez que pisaba una cafetería o restaurante, cogía las tazas del asa con la mano izquierda porque, según las estadísticas, sabía que había menor incidencia de zurdos en el mundo y, por extensión —y una cuestión estadística—, existían menos posibilidades de que alguien hubiese podido chupar ese lado de la taza (para ser exactos, entre ocho y trece personas de cada cien). Una bebida frente a ella en vaso de tubo tenía todos los números de ir de vuelta con el camarero. Durante un tiempo, en especial en épocas recientes cuando ya se creyó con edad suficiente para empezar a consumir café y así aguantar el empuje de los exámenes, Lola se había visto liberada de esa carga con los envases de un solo uso. Sin embargo, esa libertad duró poco tiempo y la fiebre por la sostenibilidad y el greenwashing, la propaganda engañosa de productos o políticas supuestamente verdes con fines de lucro de la mayoría de las empresas, estaba poniendo otra vez en jaque su seguridad. Por eso sus propios envases reusables eran tan importantes, por eso tenía que salvaguardarlos de bocas ajenas.
De morros, y sin ser capaz de ignorar los vasos en el fregadero para limpiarlos después de ingerir su tortilla, Lola se dispuso a fregar SU vaso —primero, antes de nada—, mientras Carla introducía prendas en la lavadora y dejaba el cajón del detergente cargado.
—Lola, si quieres meter algo, todavía hay hueco —le dijo su madre desde el lavadero—. Es mejor ponerla ya hoy y no esperar a que se le acumule a Naya, ¿te parece? ¡Ay! —exclamó al volver a entrar en la cocina y ver que su hija había pospuesto el desayuno para fregar—, gracias, ratón. No tenías porqué. —Y apoyó su mano en el hombro de Lola al pasar junto a ella para encender el hervidor de agua.
Lola, por instinto, por resorte, queriendo y sin querer, retiró el hombro y se alejó de su madre en una mueca algo huraña. Colocó los vasos en el escurridor, se sentó a la barra, ahora sí, a desayunar al fin, y bajó la vista para retomar la lectura del libro en la página en la que lo había dejado la noche anterior (cuando su madre había llegado acompañada y ella no había sido capaz de continuar leyendo). Carla fingió no percibir este gesto durante el minuto que esperó a que el hervidor eléctrico calentase agua para el té; acto seguido, se sirvió una taza y se la llevó con ella a su cuarto para continuar arreglándose.
Esta no era la única manía de Lola. Que la tocasen se posicionaba en peligrosa segunda posición, muy cerca de desbancar a sus escrúpulos por saliva. Una mano en el hombro o en la espalda la incomodaba, pero nada comparado a intentos de abrazos o los dos besos que por educación le tocaba estampar a desconocidos o gente poco habitual en su vida —este gesto, de hecho, lograba aunar dos temores en uno: el contacto y un sutil rastro de babas en sus mejillas—. Parecía que sus manías fuesen a causa de una impertinencia adolescente, y no entendía por qué tenía que ser adulta para que respetasen su espacio y tomasen en serio que la burbuja personal de cada uno era un bien preciado. Había leído, de hecho, en una de aquellas revistas de sala de espera de dentista, que si uno era de pequeño escrupuloso significaba que acabaría siendo un adulto organizado, responsable y exitoso (algo relacionado con las dimensiones primarias del funcionamiento cerebral). A Lola le costaba entender qué tenía que ver su aversión a las babas o a ser tocada con el éxito, pero recordaba a la perfección el artículo pese a haberlo ojeado hacía años, porque el investigador que lo firmaba decía que las personas escrupulosas obtenían mejores calificaciones académicas —lo cual era cierto en su caso—, cometían menos crímenes —estaba por ver— y permanecían casadas por más tiempo —de momento, no había posibilidad de comparación alguna al respecto—.
En el resto de sus manías más destacadas, si tuviese que ordenarlas, colocaría después a la gente que comía algún producto directo de las estanterías durante su compra semanal y luego se chupaba los dedos o se los frotaba contra el pantalón o el borde de la chaqueta; esa gente entraba en tan selecta lista. Las otras eran las normales de una chica maniática de diecisiete años: no concebía la idea de lamer la tapa del yogur y aprovechar con la lengua los restos pegados a la misma; necesitaba sacar las llaves de la mochila con antelación antes de llegar al portal; la bolsita de té debía infusionar el minutaje exacto que indicaba la caja; el volumen del televisor, de su app de música o del ordenador siempre tenían que estar en un número par —esa era un poco irracional, lo sabía—; no soportaba la gente que doblaba la esquina de las hojas de los libros para marcar dónde dejaban la lectura (y por extensión, no podía con la idea de gente subrayando y escribiendo en sus páginas). Curiosamente, le daba la sensación de que su madre era la protagonista de muchas de las manías de la lista y no quería pensar si eran fruto de su necesidad de antagonizarla o si eran el resultado de un proceso natural. Carla no parecía fijarse en esas cosas: en el vaso que Lola salvaguardaba usado por otra persona, en tener que pasarse un minuto removiendo dentro del bolso en las puertas de los sitios para encontrar las llaves en vez de tenerlas preparadas... o en si su hija la escuchaba follar al otro lado de la pared. Su madre, la que había dejado la puerta del lavadero entreabierta y un surco de agua con las huellas de sus pies en las baldosas de la cocina.
Finiquitado el contenido del plato y el capítulo del libro, Lola fregó, recogió la vajilla seca, aprovechó para esconder en el fondo del armario SU vaso (por si las moscas) y se dirigió de nuevo a su cuarto, donde planeaba encerrarse y seguir leyendo hasta que su madre se fuese a trabajar.
3
Aunque no pareciese metódica, Carla era una mujer de dinámicas pautadas, en especial a la hora de velar por su cuidado personal. Los años hacían estragos y para evitar sentirse erosionada como una roca (cosa que apreciaba cuando una nueva mancha o arruga hacían aparición en su rostro o manos), Carla seguía con religiosidad sus rituales cada mañana y noche —si la agenda se lo permitía— con la intención de no aparentar ni un día más del tiempo que llevaba en la tierra. Había empezado relativamente joven a embadurnarse con cremas que no se podía permitir, más o menos a los veintisiete, cuando con una pequeña Lola de apenas tres años correteando por el salón de la casa de sus padres, Carla había rescatado una fotografía de ella misma meses antes de dar a luz, y se había sorprendido de lo mucho que había envejecido en ese periodo de tiempo. Demasiado, había pensado, para una veinteañera. Desde entonces había llegado a un compromiso consigo misma de no dejarse ir como había hecho esos tres primeros años de maternidad en solitario.
Y allí estaba esa mañana, firme a su compromiso catorce años después, frente al espejo del baño de su habitación, en su casa de propiedad, limpiándose el rostro con agua micelar, aplicándose el tónico para equilibrar el pH de la piel, extendiendo con suaves toquecitos de la yema de los dedos el contorno de ojos alrededor de los mismos y, por último, seleccionando la crema de día (siempre con SPF) para tener el rostro hidratado y listo para maquillarse. Antes de llegar a ese paso todavía le quedaba secarse el pelo y seleccionar qué ropa iba a vestir, elección sujeta a la predicción meteorológica del día, que prefirió comprobar en la app del tiempo de su teléfono antes que correr las cortinas y asomarse a la ventana. Lo hacía cada mañana, por eso su teléfono «inteligente» ya le sugería entre las ocho y las ocho y cuarto el uso de ese widget con la intención de ahorrarle un par de movimientos de pulgar.
En su rutina de las mañanas no escatimaba el momento para ponerse al día con su iPhone (cada año se aseguraba de cambiárselo por el último modelo), y siempre empleaba una mano en cepillarse los dientes y la otra en navegar por las diferentes aplicaciones de su pantalla, que se despertaban con notificaciones de un rojo molesto (entre ellas, lo más habitual, el par de apps de matchmaking y citas, en las que era bastante activa y con las que solía trastear un rato antes de irse a la cama). También aprovechaba los minutos que pasaba sentada en la taza del váter para repasar las notificaciones de la cuenta de Instagram de su estudio de diseño, reformas y decoración de interiores (la cuenta donde Liz y ella se alternaban para compartir los últimos proyectos de reforma, sus mejores consejos deco e inspiraciones para diseños). No era raro que extendiese su tiempo allí sentada y las piernas se le acabasen adormeciendo mientras le daba likes a comentarios, veía las últimas publicaciones del feed —donde solían aparecerle cuentas de proveedores de azulejos, fabricantes de mobiliario de cocinas y baños o empresas de materiales de fontanería—, y acababa tomando ideas para su siguiente live desde el estudio. En los últimos meses la cuenta había crecido bastante en número de seguidores (esa misma semana habían alcanzado los 34K) y esa reputación online las estaba ayudando a reforzar su huella digital y ganar reconocimiento, pese a ser un estudio pequeño.
Lo cierto era que Estudio RATA —nombre no exento de polémica en el gremio y que las había hecho recibir en más de una ocasión alguna llamada para ofrecer servicios de control de plagas— ya no era tan pequeño como antes y la idea de que su criatura no hubiese parado de crecer en los últimos once años, desde su fundación, era una de las cosas de las que Carla se sentía más orgullosa. Liz y ella se habían arriesgado y habían tomado la decisión en la cena de celebración de su treinta cumpleaños, después de haber compartido juntas tres años de penurias en un estudio de arquitectura. De pequeñas reformas particulares a viviendas de lujo y, últimamente, algún que otro restaurante o rediseño de hotel... El viaje no había sido fácil, pero hacía ya unos años que estaban recogiendo los frutos de todos sus esfuerzos y no parecían tener techo, unos frutos que habían permitido a Carla pasar de ser una arquitecta de interiores viviendo en la casa de sus padres con una niña pequeña a la que educar en soltería, a la propietaria de su propio apartamento y empresa... ella sola. En realidad, la mitad de esto último lo compartía con Liz, de quien justo le acababa de entrar un mensaje en su móvil mientras se enjuagaba la boca.
Liz
Q tal anoche? Otro drama?
Carla
SEÑORO TOTAL
Liz
Tocó estrella de mar y teatrillo?
Carla
Se quedó a dormir...
Liz
Y qué más? Desayuno en la cama? VÁYASE, SEÑORO
Carla
Estoy pensando en poner el servicio por un extra de 6,95€
Liz
Hablando de desayuno, cojo algo para las dos y me lo cuentas todo
Carla
Tampoco te creas que hay mucho más que contar...
Liz le servía de confidente y compañera de batallas, tanto personales como profesionales. Fuese el proyecto que fuese, desde que entraba por la puerta del estudio ambas lo desempeñaban codo con codo —una se encargaba de los planos, la otra de los renders, etc.—. Les gustaba encarar los proyectos en equipo, aunque fuesen pequeños, y sabían que eso las ayudaba porque se beneficiaban de las virtudes de la otra y, además, al cliente siempre le gustaba estar asesorado por varias personas a la vez. No iban en par a todos lados como dos niñas de instituto que se aguantan la puerta hasta para mear, pero tenían por costumbre ponerse al tanto al final del día, aunque lo hubiesen pasado juntas en su mayoría, en especial si a una le tocaba visita a obra. No parecían ser capaces de esperarse al día siguiente para profundizar en los detalles de su carga de trabajo compartida. Liz y Carla se daban los buenos días, desayunaban juntas, compartían despacho una media de ocho horas diarias y se daban las buenas noches en una llamada a la que se referían como «el recap diario», que solía pillar a Carla en su despacho haciendo el resopón, ese tentempié que no perdonaba antes de acostarse.
En el recap discutían cómo veían a sus empleados y a las personas con las que lidiaban a diario: si Nina, la comercial, estaba más en forma que nunca y las comisiones del último trimestre habían batido récord; si a Magda de administración se le habían pasado unas facturas de proveedores que tenían que recordarle pagar, y si debían de estar encima de ella porque últimamente estaba un poco pasota, o si percibían que estaba teniendo una mala racha y no hacía faltar achucharla todavía; si Adán, el decorador, tenía pinta de querer abandonar el barco porque llevaba ya un par de decisiones erráticas en los últimos proyectos; si era hora de incorporar a un diseñador más en prácticas y hacer crecer el equipo, o si era preferible esperar a cerrar el año y ver el cómputo global...
Acabó de atusarse el pelo ya seco y peinado y se plantó delante del armario de puerta corredera para seleccionar su modelo del día; un repaso rápido a las perchas determinó enseguida que era día de vestido verde, sin duda alguna. Su melena pelirroja ligeramente ondulada brillaba con el verde correcto, y Carla sabía sacarle el partido exacto, al igual que hacía con una buena combinación de color de pared y suelo de tarima flotante, o cuando entraba en una estancia y sabía qué muros tirar y qué paredes emplear para explotar mejor el espacio. Antes de enfundarse el vestido, y mientras se subía las medias sentada en un lateral de la cama todavía deshecha, volvió a perder unos segundos en la pantalla recién iluminada de su teléfono. Dos seguidores nuevos.
Había sido idea de Liz en una de esas llamadas de recap diario poner todos los proyectos en las redes sociales, y Carla no había tardado en emocionarse con la cuenta y sacar más horas al día para crear contenido y publicitarse de manera digital. También había sido una manera de hacer ruido frente a la competencia, contra la que no habían tenido ni una oportunidad en sus inicios, en un mundo en el que tener nombre y contactos era a veces casi más importante que el talento en sí. Liz y ella no portaban un apellido compuesto de herencia aristocrática, y se habían esforzado en dejar claro que su estudio no era un caso más de niñas con pasta que habían montado algo con su nombre y se habían rodeado de esbirros, que eran los que realmente sabían qué tenían que hacer. Su ética profesional había estipulado desde el inicio que Estudio RATA no lo dirigía un par de pijas a las que les gustaba decorar y que huían con temor de la parte técnica. Adquirir ese conocimiento técnico había sido vital para Carla, un axioma en su carrera profesional, por eso revisaba de cerca la inversión en medios que gestionaba la pequeña agencia que les llevaba la web, haciendo hincapié en que su comunicación reforzase ese aspecto; razón por la que siempre acababa más horas de las que hubiese querido con la pantalla pegada al rostro (cuya luz azul, había averiguado, era más dañina para su rostro que los propios rayos UV y para nada una aliada en su batalla contra la pérdida de elasticidad de su piel).
Justamente esos dos aspectos de su vida eran los que salían a relucir más a menudo frente a los variopintos perfiles de personas con los que se cruzaba en su día a día laboral: primero, el hecho de que le gustaba cuidarse —era atractiva, le encantaba serlo (no había nada de malo en ser un poco narcisista), así como que le agradaba saber que todavía parecía joven, que no había llegado derrotada a los cuarenta—; segundo, su rigor profesional —su fama de perfeccionista, de implacable, de temer convertirse en alguien que pregonase vino y vendiese vinagre, como muchos de la profesión—. Irónicamente, ambos aspectos iban más unidos de lo que uno pudiese pensar; irónicamente, Carla pagaba un precio bastante alto por ellos.
Del ebanista al electricista, pasando por el diseñador freelance con el que repasaba los proyectos a los que no llegaba Estudio RATA y que necesitaban subcontratar, o el tapicero que colaboraba con el estudio ocasionalmente, sin contar con el jefe de obra y el resto del equipo de albañiles que construían lo que ella había puesto en papel, todos empleaban un segundo de más en mirarla, en dejar sus ojos posados en ella, en alguna parte de su cuerpo que no era la primera que habían observado. Esos segundos de más se daban y le taladraban la espalda, en especial, cuando visitaba una obra y se juntaba con el jefe de los albañiles para ver los avances in situ y aclarar las dudas más técnicas. En esos instantes era cuando sus dos aspectos colisionaban como un choque de trenes circulando en direcciones opuestas por la misma vía: una–mujer–atractiva–les–decía–lo–que–tenían–quehacer. Si hubiese sido fea y se hubiese limitado a ser lista... Si no hubiese tenido ni idea de solucionar cuestiones de muros o suelos, y tan solo se hubiese dedicado a pasear con orgullo su culo en un vestido ajustado... Pero no. Carla tenía el pack completo (qué descaro). Vivía en sus carnes —literalmente— el machismo imperante de que se era objeto por ser mujer en un mundo así. ¿Que se atrevía a decirle a un hombre (subordinado, subcontratado por ella, por su empresa) que había hecho algo mal? O se lo tomaba fatal o la ignoraba... Esas eran sus opciones después de que el hombre en cuestión hubiese posado su mirada esos segundos de más sobre su trasero.
Carla tenía dos opciones en su carrera: imponerse o dejarse comer. Y la segunda no entraba en sus planes. No hacía mucho había visitado una de las obras de un proyecto con más insistencia de lo habitual porque había percibido que los albañiles estaban haciendo, básicamente, lo que les daba la gana y no lo que ella había pautado de manera específica. Como no quería que se le pasase nada, una tarde a última hora decidió visitar la obra sin que hubiese nadie trabajando. De pasada, divisó en una de las paredes en bruto —en las que era habitual anotar datos, medidas, apuntes sobre planos o algún número de teléfono— un dibujo bastante cutre de ella como si fuese una muñeca pornográfica desnuda... y su nombre encima (por si había dudas). Lo primero que hizo Carla, a solas y sobre el eco que proporcionaban las paredes desnudas y el espacio vacío, fue reírse a carcajadas. Sin su nombre se hubiese reconocido a la perfección, lo cual le hacía pensar que entre los albañiles había un pequeño artista que la había retratado, quizás sin querer, muy bien. Pudo ofenderse, pudo enfadarse, pero con una sonrisa graciosa lo que hizo fue rescatar un rotulador de encima de la mesa de planos, dibujar más o menos unas cuantas figuras bastante rudimentarias de los obreros con casco (para ayudarles a que se reconocieran a sí mismos, ya que ella no tenía tanto talento caricaturesco) y escribir encima «los que no van a cobrar a fin de mes». Desde ese día hasta el final de la obra, nadie volvió a poner en duda sus indicaciones, y las miradas a su paso se centraron más en el suelo que en ella.
Aquella era una anécdota que hasta le había hecho gracia, pero ese tipo de cosas le pasaban constantemente, y lo peor era que ya no se sorprendía. Como tampoco se sorprendía de que esos segundos de contemplación de más vinieran de clientes que, desde una perspectiva quizás de poder, habían intentado propasarse con ella o habían llevado un poco más allá ese flirteo sutil del que Carla siempre se aprovechaba para parecer más disponible. Liz y ella habían acabado apodando a ese perfil los «señoros», y Carla había pasado ya por muchos de esos como para estar escaldada y no querer tener nada que ver con gente de su mundillo, ni siquiera remotamente. Los calaba a la primera. Por eso le gustaban las apps de citas: cerrar la puerta en las narices a alguien era más sencillo en el mundo virtual.
Lista para el día, Carla volvió a adentrarse en la cocina para dejar en el fregadero la taza de té que la había acompañado hasta su cuarto. Lola ya no estaba allí, como tampoco había rastro de desayuno alguno. Había mantenido la secreta esperanza de que su hija hubiese preparado una tortilla de avena de más para ella; no pedía la manzana o la canela y el plato dispuesto a la mesa con tenedor incluido, pero sí quizás algún resto en la sartén que, ahora se percataba, yacía en el escurreplatos limpia y reluciente.
—¡¿Quieres que te lleve al instituto?! —chilló asomándose al umbral de la cocina para que el eco de su voz retumbase en el pasillo y alcanzase a su hija, allá donde estuviera.
—¡No tengo! —respondió la voz de Lola proveniente de su habitación—. Es día no lectivo de libre elección.
—¡¿Qué?! —Sin querer extender ese sinsentido, Carla apagó la luz, salió de la cocina y se dirigió al cuarto de su hija—. ¿Qué? —preguntó entonces entreabriendo la puerta, tratando de no fijarse en nada más que en su hija, que estaba tumbada en la cama con la cabeza engullida en un libro.
Lola no se molestó en apartarlo para dirigirse a su madre.
—Día no lectivo de libre elección. A cada insti le corresponden tres de libre disposición al año, ¿te acuerdas? —le explicó con cierta impertinencia en su voz. Carla ni se molestó en discutir.
—Ok, pues nos vemos por la noche. Llámame si necesitas algo...
Lola afirmó con un sonido casi imperceptible y pasó la página de su libro.
—Y si te acuerdas, porfa, pon la lavadora, ¿vale?
Mismo sonido como respuesta. Carla volvió a entornar la puerta y se dirigió a la entrada del piso, no sin antes dar tres o cuatro vueltas por el pasillo tratando de recordar dónde había dejado su móvil por última vez.
No puso los ojos en blanco ni le dio un toque a su hija, hacía tiempo que los problemas de autoridad con Lola no figuraban en su lista de prioridades. Al menos su hija no estaba por ahí bebiendo hasta el coma etílico, teniendo sexo sin protección con toda su clase o destrozando el mobiliario urbano... Lola podía ser insolente, pero lo peor que podía encontrarla haciendo era devorar libros o poner mala cara porque su pijama olía a húmedo después de salir del tendedero. A su vez, aunque no fuera el caso, a Carla no le salía de dentro ser estricta o autoritaria con ella; prácticamente habían crecido juntas, y durante unos años, los que habían vivido bajo el techo de su madre antes de independizarse y mantener sola a su hija, Carla había tenido la sensación de que Lola y ella eran como hermanas con una gran diferencia de edad. Hasta que no se había enfrentado sola al día a día de Lola, no se había sentido al cien por cien como la única figura responsable y con poder sobre su vida.
Una vez encontró el móvil, Carla se dispuso a ponerse el abrigo y echarse una última mirada en el espejo de la entrada. Se trataba de un modelo de estilo barroco que abarcaba la pared por entero, del techo al suelo, con marco de madera y aire rústico, y que un cliente había descartado finalmente tras la compra, pero que ella había guardado en el almacén del estudio donde iban depositando la mercancía previa antes de hacer los montajes finales. Lo había mantenido allí durante meses porque aquel cliente ya se había mostrado indeciso en el pasado, y ella tenía la esperanza de que se lo repensara. En cualquier caso, Carla había tenido la corazonada y tras esperar casi un año, y verlo cada día cogiendo polvo en un rincón, acabó por enamorarse de él y colgarlo en su propia casa.
Antes de salir, cogió de la cómoda una bolsita de plástico con un par de cubrepiés para sus zapatos: ese día le tocaba a ella hacer la visita a obra. Irremediablemente —porque muy a su pesar no podía evitarlo—, pensó en el posible revuelo que iba a causar su atuendo. Quizás quince años atrás hubiese vuelto al cuarto a cambiarse por algo menos ajustado, menos ostentoso, que le ahorrase las miradas de aquellos hombres. Pero ahora le daba igual. Al contrario, asumía que iban a existir y ya vivía con esas miradas como parte de la narrativa de su día a día. Las miradas habían pasado a definirla, no tenía sentido luchar contra ellas. Y si bien era cierto que no todos los días se sentía igual de fuerte para soportarlas, restringir lo que le apetecía hacer no era una opción. Hacía tiempo que había decidido que la opinión de los demás sobre su cuerpo no iba a mermar su manera de hacer (o de vestir, o de moverse, o de hablar...).
—¡Adiós, ratón! —emitió desde la entrada. Esperó unos segundos. Sin respuesta.
¿Estaría Lola enfadada con ella otra vez?, se preguntó. ¿Habría oído algo? ¿Estaba molesta porque hubiese llevado ese tipo a casa? Carla trataba de tomar todas las precauciones posibles para que Lola no se enterase ni se viese alterada por la presencia de las pocas personas que, cuando se daba el caso, Carla se llevaba al piso. Se esforzaba en minimizar el impacto lo máximo posible aunque, por el contrario, también había intentado desde siempre ser liberal en cuanto a su relación con el sexo y normalizar el hecho en sí frente a su hija. Sin embargo, sí que era cierto que, pese a que no tuviesen una relación madre-hija modelo, Lola siempre parecía estar molesta al día siguiente. ¿Se trataría solo de eso? Quizás podría hablar con ella, si no le bufaba a su paso cual gata huidiza. La combinación de mujer de cuarenta y un años, atractiva, con éxito, moderna y sexy parecía no ser compatible con la de madre soltera de una adolescente.
Su móvil sonó de nuevo, esta vez con la notificación de una app de citas en la que Daniel, un tipo con el que había empezado a hablar la tarde anterior, había respondido a su último mensaje. Leyó en diagonal sin desbloquear la pantalla mientras cogía las llaves y se disponía a cerrar la puerta tras de sí. «Periodista... ¡Bien! Al menos no es OTRO arquitecto», pensó.
La casa
4
Pese a estar concentrada en la lectura —si se metía prisa, podría acabar el primer tomo de esa trilogía antes de comer—, una parte de Lola había estado esperando a que su madre se fuera para quedarse sola en casa. No era muy dada a salir de su cuarto con o sin la presencia de Carla, pero solía aprovechar esos momentos de soledad dilatados en el tiempo (su madre no volvería en horas y Naya no tenía previsto ir ese día a limpiar) para intentar reconquistar el espacio perdido más allá de sus paredes... o al menos habituarse a él.
Los días que Carla traía alguien a casa había algo en la atmósfera que Lola percibía como desagradable y de lo que no acababa de desprenderse hasta pasado un buen rato. No se trataba de ningún tipo de olor ni presencia extraña dejada por el paso de un hombre. Era más bien la sensación de que, poco a poco, con cada una de esas visitas, Lola iba sintiendo más inhóspito el espacio familiar. No era tonta y entendía que su madre tuviese la necesidad y la libertad de traer a casa a quien quisiera; al fin y al cabo, un hogar se rige por un régimen de hospitalidad y su casa, como cualquier otra, era un espacio compartido que estaba diseñado para ocuparse y desocuparse. Eso hubiese sido lo normal. Ella misma había acudido durante años a casa de sus amigos como lugar de encuentro (a jugar, a ver películas, a pasar la tarde y merendar, a fiestas de pijamas), pero allí nunca se había sentido de ese modo. Por mucho que fuese lícito emplear su casa para relacionarse con gente, Lola no dejaba que nadie cruzase la puerta, porque en su interior hasta ella misma se sentía fuera de lugar (era irónico que un hombre, cuya presencia era transitoria y que no prestaba atención a nada más allá que el cuerpo de su madre, se sintiese más cómodo que ella y, por extensión, la hiciese sentirse extraña en su propia casa). Quizás temía que la gente que ella fuese a invitar distinguiese en el espacio el reflejo de aquello que hacía su madre allí.
Al salir de su habitación y adentrarse en el pasillo, caminó por el suelo laminado de roble francés con los pies descalzos dejando una sutil huella a su paso que se evaporaría al llegar al fondo. De paredes blanco hueso y techos altos, el ancho pasillo condicionaba la forma del piso dibujando una L a modo de columna vertebral. El palo pequeño empezaba en el recibidor, desde donde se tenía la opción de acceder al salón nada más entrar a la izquierda o, un poco más adelante, a la derecha, a la puerta corredera de la cocina, y seguía con el despacho de Carla ya en el ángulo de noventa grados que pautaba la L. Como el vasto corredor de un hotel, el palo largo de la L continuaba mostrando puertas a ambos lados —el cuarto de Lola y Carla contiguos a uno, el lavabo y una serie de armarios empotrados al otro—, hasta llegar al tabique final, donde Carla había colgado el único cuadro —una fotografía collage de un artista local— que lucían aquellas paredes. Anchas, profundas, amplias, a Lola las paredes que conformaban por entero la L no le parecían acogedoras, sino frías, y la hacían sentirse vacía. El plano detallado de su propia cárcel... con L de Lola.
Esa L que enclaustraba a Lola entre el despacho de su madre y su habitación la obligaba del mismo modo a pasar por su puerta cada vez que necesitaba ir al lavabo. Una forma similar se replicaba en el interior de la cocina, como si esta fuese una versión en miniatura de la casa, y allí fue hacia donde se dirigió Lola para prepararse una infusión. Con el libro a cuestas, se sentó de nuevo a la barra en uno de los taburetes laterales (nunca se sentaba a la mesa, no al menos cuando estaba sola) y cronometró el tiempo de la bolsita infusionándose. Intentó continuar con su lectura esos cuatro minutos de espera, pero la sensación extraña todavía la acompañaba, desconcentrándola. ¿Se habría apoyado el hombre en la barra mientras su madre le alcanzaba un vaso de agua... o se lo habría llevado directamente al cuarto? Se levantó como un resorte de la barra y esperó ese par de minutos que le quedaban apoyada en el marco de la puerta, imaginándose cómo se vería la entrada al piso a través de unos ojos ajenos, los ojos del hombre que anoche había estado allí para acostarse con su madre.
¿Era su casa lo que se suponía que tenía que ser? ¿Un hogar, un microcosmos que debía habitar y amoldar a su personalidad, una burbuja en la que sentirse segura? No se trataba de una cuestión de comodidad —Lola la tenía, tenía cierto bienestar en el momento en el que los espacios eran amplios y no le faltaba de nada—. Sin embargo, los objetos que la rodeaban en ese momento (el vasto espejo del recibidor, el perchero industrial, el aparador lacado de look retro), los que formaban parte de su vida diaria, no hablaban de ella, ni de lo que le gustaba o de quién era. No la caracterizaban, no la definían ni la complementaban. Tan solo eran una serie de objetos dispuestos siguiendo un criterio más bien estético; configuraban el espacio de una manera pasiva y casi inerte. Para Lola, no había en ellos significado más allá de su utilidad (donde colgaba su abrigo, miraba su reflejo o dejaba las llaves cuando volvía a casa del instituto o de pasar la tarde con Sheila y Sam).
Desde esa perspectiva, le parecía más bien un entorno inhabitado, vacío de significado, casi abstracto, un lugar en el que no era capaz de hacer emerger su vida interior. Era su casa como podía ser la casa de un desconocido. Una cámara hubiese captado la imagen que encuadraban sus ojos y hubiese podido publicarla como portada de Architectural Digest sin problema. Y quizás su madre sentía «algo» —una especie de orgullo, de paz— ante la estampa, pero Lola no podía evitar sentirse desconectada del conjunto.
Rescató justo a tiempo la bolsa de dentro de la taza —casi se pasaba por segundos del infusionaje propicio— y se deshizo de ella en el contenedor orgánico de reciclaje. Soplando para que el té se enfriase, apagó la luz de la cocina y se llevó la taza consigo de vuelta al recibidor, desde el que pasó al salón, para observarlo sin traspasar el marco de la puerta. ¿Qué decía ese salón —y por extensión, la casa— de ella? Nada. ¿Qué decía de su madre? Todo. Proyectaba quién era en cada esquina, la profundidad casi intelectual de cada selección hablaba de su integridad profesional, de su gusto selecto y exigente, y Lola sabía que cada elemento de decoración, cada estancia, estaba ahí para definirla, consciente o inconscientemente; hasta los pomos de las puertas que Lola usaba cada día expresaban y constituían el carácter de su madre de una manera que no acababa de comprender. Se podía ser aquello que se posee, y conociendo a su madre, era capaz de verla reflejada hasta en las bisagras. Parecía que la casa y el cuerpo de su madre fuesen uno, concebidos a la par, y que el interior del hogar fuese una afirmación de la personalidad de Carla.
En cuestión de relaciones, eso sí, Carla parecía ser todo lo contrario: selecta con los objetos, no con las personas. Y Lola pensaba que, si podía serlo con unos, no entendía por qué no lo era con las otras. Dándole vueltas, tal vez era la verdadera razón por la que su madre no permitía que esos hombres se quedasen a desayunar (no por deferencia a ella, no por ocultarla): no formaban parte del diseño y estropeaban la armonía de su hogar. Quizás, por eso, crecer con la ausencia de una figura paterna o de hermanos, en una casa no vivida por una familia, había determinado que Lola no estuviera unida a todos aquellos objetos comunes por un valor emocional. La presencia de esos elementos —hasta de una foto de ambas, madre e hija, enmarcada y expuesta en el aparador del salón de cuando Lola tenía siete años y acababan de mudarse allí— le resultaba fría, sin densidad humana alguna. Un elemento decorativo más. A excepción de Naya, que casi podría decirse que proporcionaba con sus cuidados diarios esa manera de hacer hogar más tradicional, solo eran ellas dos allí dentro, y ninguna tenía la intención de vivir los espacios para hacerlos personales, para desgastarlos. Lola los percibía inhóspitos y Carla parecía querer que en su casa sucediese lo mismo que en su rostro: que no pasase el tiempo.
Dejó el salón atrás y continuó andando por el pasillo con la lentitud de quien visita una sala de exposiciones, hasta alcanzar la entrada a su habitación. Antes de volver a refugiarse en ella, observó la puerta del cuarto de su madre entornada y algo le llamó la atención. La empujó y sin adentrarse vio de pasada la cama deshecha, la puerta del armario sutilmente entreabierta... y la luz del tocador del baño encendida. Era eso. Sin dilación, y tratando de no verter el contenido caliente de su taza —que rebajó a pequeños sorbos—, dio los pasos pertinentes para apagar la luz sin fijar su mirada en nada más. Sin embargo, al girarse para volver hacia la puerta, no pudo evitar contemplarlo en su conjunto. Hacía tiempo que no entraba en el cuarto de su madre y se había olvidado de lo majestuoso que podía parecer. Avanzó entonces hacia la cama y, mirando las sábanas revueltas, deslizó la mano por encima con lentitud, entre una caricia y como si quisiese estirar las mismas a su paso. Sobrecogida, se volvió a sentir invadida por esa inhóspita sensación de incomodidad y salió de allí como quien huye de una casa encantada.
Lola había crecido (al menos desde que tenía memoria) con esa sensación aprisionada en las paredes de la casa mucho antes de ser consciente del desfile de hombres de la rutina de la mañana y de la noche. La tela de los cojines, los rosetones del techo, el particular estilo americano años cuarenta que solo se encontraba en el despacho... Era posible que si las cosas se hubiesen usado con su fin —sentarse, gastarse, vivirse—, ella no se hubiese vuelto tan aséptica. El resorte de no permitir que nada estuviera fuera de sitio no había venido impuesto por su madre, pero sí por un condicionamiento casi pavloviano nacido de la alarma en la voz de Carla cuando Lola pintaba sobre la mesa del comedor y esta se encargaba de recordarle a su hija que el mantel era de lino puro, diseñado por un artista francés y producido en un pequeño taller especializado de asaberdónde de un rincón exótico del mundo.
El mayor defecto de la casa era pretender mantenerla tal cual estaba, como si se tratase de un cuadro. Tal vez Carla no era consciente de esto, pero lo que realmente estaba en juego detrás de su manera de actuar y de expresarse al respecto no era su relación con todas sus posesiones, sino el ejercicio de poder invisible que estaba ejerciendo sobre su hija. La casa se había convertido en un dispositivo para definir la jerarquía, para ostentar poder sobre Lola. No podía ver los signos de confrontación expuestos en todos aquellos interiores porque estaba privilegiando su visión (su casa como un lugar lleno de posesiones cuyo valor era medido por la comodidad que proporcionaban, y que ignoraba la capacidad de los mismos para transmitir afecto o el significado de su relación con su hija, más allá de su uso). No, Carla no era consciente de que esa centralidad, esa firmeza, carecían de entidad para Lola y convertían su hogar en un lugar extraño para ella.
Lola ya había tenido suficiente excursión por ese día y por eso, después de pasar por el baño a lavarse las manos con jabón, volvió a meterse en su cuarto, cerrando la puerta a su espalda de manera innecesaria, pero con automatismo. Allí dentro estaba mejor, entre unas paredes que reconocía, aquellas que conformaban su verdadero hogar. Allí, encerrada, sus objetos habían evolucionado con ella, se sentía en un territorio libre de la jurisdicción de Carla. En su sitio seguro se respiraba el espíritu de la resistencia, la disposición de sus cosas como espejo de su carácter, rodeándose de ellas como si con cada una quisiese revelar su verdadero yo de forma consciente. Allí dentro, sus decenas y decenas de libros seguían su propio orden en baldas de diferente tamaño y librerías de modelos y colores variados que, improvisadamente, se hacían hueco las unas a las otras a medida que el interés por la lectura de Lola crecía. Carla ponía los ojos en blanco cada vez que se asomaba a la puerta, incapaz de entender la disposición de toda esa cantidad de objetos, afectada por la arbitrariedad de la misma. Pero para Lola sus libros no eran meros objetos apilados que, como quien acumula desperdicios, ya no tienen uso tras haber sido leídos. Los libros de Lola eran su posesión más preciada porque se habían formado en relación con ella; cuando los había leído, sí, pero también cuando los había cuidado, abrazado, marcado, cuando había dejado en ellos las huellas de su implicación.
Donde Carla veía montañas de objetos adquiridos en masa, susceptibles de esparcirse y desperdigarse por una casa en