Asesinato en Concarneau (Comisario Dupin 8)

Jean-Luc Bannalec

Fragmento

El primer día

El primer día

Había días en que el mundo era sobre todo una cosa: cielo.

Aquel 24 de mayo era uno de esos. Un día de luz deslumbrante, reluciente, nítido, claro, como recién lavado.

La bóveda celeste parecía mayor, más alta de lo habitual. Como si el vacío se ensanchara y la atmósfera terrestre penetrara todavía más en el universo. Era de un azul luminoso y rotundo que solo en el horizonte adquiría un tono más pálido de forma gradual. Un azul extraordinario e insólitamente vibrante que invitaba a creer que se trataba de algún tipo de energía o materia. La tierra, sobrecogida ante la intensidad de ese azul, se aplanaba y empequeñecía.

El comisario Georges Dupin, de Concarneau, estaba tendido de espaldas sobre la hierba. Se había tumbado tan largo como era en un promontorio situado muy por encima del mar. Una cima verde que, según los paneles informativos del aparcamiento, se alzaba a unos considerables setenta y dos metros detrás de unos escarpados acantilados. La cima estaba cubierta de brezo, ginesta de un intenso color amarillo, hierbas arbustivas y musgos de los colores más diversos: verde, marrón rojizo, amarillo.

Punta de Raz. Así se llamaba ese último cabo del extremo occidental de Finistère, cuyos acantilados elevados se adentraban en el Atlántico en forma de enorme cuña dentada. Violentas y agitadas corrientes se debatían entre rugidos en torno a esa legendaria punta situada en el extremo norte de la bahía de Vizcaya y que tenía su otro final en la costa occidental española. Plagada de escollos, aquella era una de las zonas más peligrosas del Atlántico, con masas de agua abriéndose paso en torno a la Bretaña para penetrar en el Canal de la Mancha y luego convertirse en el mar del Norte.

Desde allí arriba el paisaje era impresionante: el Atlántico majestuoso, unos acantilados insólitos —con una forma que recordaba la cola de un dragón—, dos faros intrépidos en medio del mar erguidos sobre unas rocas inhóspitas y, a lo lejos, la fantástica Île-de-Sein. No había un lugar más impresionante que la punta de Raz para experimentar el fin del mundo. Allí, la finis terrae se podía ver y palpar. Era el último bastión frente a ese mar impetuoso y casi infinito. De pronto, la tierra firme resultaba vertiginosamente frágil.

Y allí resultaba también más patente que en ningún otro lugar uno de los misterios de la Bretaña: una combinación única de luz y de colores. Según Dupin, en la Bretaña había más luz que en ningún otro rincón del mundo. Y aquella luminosidad extraordinaria hacía también extraordinarios los colores, los cuales, a fin de cuentas, no eran si no refracciones de esa luz.

Uno tenía la impresión de que allí, el espectro cromático visible para el ojo humano —es decir, el comprendido entre el rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el cian, el azul y el violeta— se desplegaba con mucha más amplitud. Como si en las refracciones infinitas sobre las aguas que rodean la península bretona la luz se descompusiera de modo más fino. Esa intensidad de luz y de color ya había seducido a sus mayores admiradores: Monet, Gauguin, Picasso y otros muchos pintores habían sucumbido ante la Bretaña.

Desde la primera vez que fue allí, la punta de Raz ocupaba un puesto en la lista de lugares favoritos de Dupin, ¡excepto en temporada alta! La excursión de ese día estaba justificada por dos motivos: Le Fumoir de la Pointe du Raz, un nuevo ahumadero de pescado cercano del que el inspector Le Ber hablaba maravillas; allí, los pescados más delicados del temible paso marino, sobre todo los deliciosos abadejos, una especie emparentada con el bacalao, se elaboraban con el «aroma incomparable del humo de los robles bretones» y una mezcla secreta de distintas pimientas y especias.

El ahumadero era del primo de un primo de Le Ber; al llegar a ese punto, Dupin había dejado de escuchar: la profusa parentela de su inspector, que abarcaba también a parientes por afinidad, le parecía un caos. Fuera como fuese, los elogios de Le Ber habían propiciado la visita de Dupin al restaurante. Además, ese día por fin Claire y él tenían su primera noche libre en varias semanas, en las que ella había trabajado en el hospital casi sin descanso. El abadejo era su pescado favorito, y sobre todo le gustaba ahumado. Dupin quería darle una sorpresa.

El segundo motivo de aquella salida eran las obras de remodelación de la comisaría. Empezaron hacía cuatro semanas y eran una auténtica pesadilla. La empresa encargada prometió un «funcionamiento plenamente operativo de la comisaría». Sobre el papel aquello ya era un desatino y, como no podía ser de otro modo, se había confirmado en la práctica.

Desde el primer día se desató el caos absoluto. El trabajo se resintió por todo, eso sin mencionar el ruido, el polvo y la suciedad. Además, como era de esperar —y a pesar de que el pintor había asegurado que no habría malos olores—, en cuanto sacó la brocha todo empezó a apestar a pintura de un modo insoportable que no conseguían paliar ni abriendo todas las puertas y ventanas. La única ventaja era que el hedor a pintura y a disolventes encubría el desagradable olor original del edificio que tanto molestaba a Dupin desde su primer día de trabajo, y eso que era el único que lo notaba. Tenía la esperanza de que esa pestilencia desapareciera por completo después de la remodelación.

En las últimas semanas, todo el personal de la comisaría se había escabullido y solo quedaba de guardia un equipo de contingencia que se iba turnando. Todo el mundo encontraba a diario motivos nuevos e ingeniosos para evitar acudir a la oficina. De repente, incidentes inauditos, como el saqueo de un arriate de zanahorias o la recolección prohibida de moluscos en la playa, exigían una comprobación in situ, y en ocasiones los agentes respondían a la llamada en grupos de tres o cuatro. Se reanudaron «casos abiertos» antediluvianos, como el robo de tres tablas de surf el octubre pasado o la desaparición de un bote auxiliar de color rosa del puerto.

Todo el mundo se alegró cuando por fin ocurrió un suceso de verdad: el hallazgo de seiscientas monedas de oro belgas del año 1870 durante la demolición de un viejo edificio en Pont-Aven. Un auténtico tesoro con un valor aproximado de varios cientos de miles de euros y cuyo descubrimiento dio pie a todo tipo de increíbles especulaciones.

A principios de la semana, incluso Nolwenn, la secretaria de Dupin, perdió la paciencia. Alguien derramó un cubo de pintura viscosa delante de su puerta y ella lo pisó de pleno. Hasta entonces, Nolwenn había procurado heroicamente mantener la calma, pero después de aquel incidente decidió tomarse unos días libres.

Eso, a su vez, provocó una desazón tremenda en el comisario, sobre todo porque ella no le había dicho cuándo tenía previsto regresar a la oficina. Con la cantidad ingente de horas extras acumuladas a lo largo de los años, Nolwenn podía tomarse varios meses de vacaciones. Dupin no había tenido

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