El jardín de la traición

Lee Vance

Fragmento

1

Me desperté temprano, y escuché respirar a Claire. Me daba la espalda, pero como no tuve la sensación de que durmiese, me volví de lado y empecé a hacerle suaves masajes en el cuello y en los hombros con una mano. Algunas mañanas me ignoraba, otras hacíamos el amor y otras ella lloraba. Al cabo de unos minutos sin reacción, me levanté y me preparé para el trabajo.

La cocina estaba oscura y fría. Encendí las luces de debajo de los armarios, abrí la válvula del radiador (que emitió un leve borboteo) y preparé el desayuno de todos los días laborables para Claire y Kate: fruta, cereales y yogur. Los viernes añado un cruasán de chocolate, cortado en dos para que lo compartan.

Abajo, Frank, el portero de noche, ya tenía un taxi esperando. Me dio los buenos días y me entregó solemnemente un par de cartas dirigidas a mi hijo. La primera vez que recibí correo para Kyle, más o menos un año después de su desaparición, me impresionó mucho. Era propaganda de una revista para preadolescentes. Estuve dando vueltas todo el día al asunto y finalmente llamé a la puerta del portero del edificio, el señor Dimitrios, quien con ojos llorosos reconoció haber estado interceptando correo basura para Kyle desde hacía doce meses. Me dio una caja de zapatos llena de cartas, y me obligué a mirar el contenido. Reggie Kinnard, el detective que teníamos asignado, había comentado que a veces los psicópatas que secuestran a niños mandan correo a la familia de la víctima para divertirse. En la caja no había nada especial. Un empleado de la Asociación de Marketing Directo con quien hablé por teléfono me aconsejó escribir a mano la palabra «difunto» en todas las cartas y devolverlas a Correos. Opté por que siguiera interceptándolas el señor Dimitrios, para que no las vieran Claire ni Kate, y por que me las diera Frank. Últimamente, todo es publicidad de productos para el acné, clubes de discos, trabajos de verano y revistas como Maxim y Outside lo que puede recibir cualquier chico de diecinueve años; lo que podría interesar a Kyle, si aún está vivo en algún sitio.

Pasé a comprar la prensa en un quiosco de la calle Setenta y dos que nunca cierra y me fui a trabajar. Cuando llego a la oficina siempre encuentro a alguien, a cualquier hora: el fondo de alto riesgo que me alquila el despacho trabaja día y noche. Solo son unos sesenta empleados, pero ocupan toda una planta de un edificio de oficinas de Midtown, cuya mitad norte forma un solo parquet sin particiones. En una esquina de la sala está el Ford Shelby AC Cobra de 1966 que da nombre al fondo, puesto sobre una tarima y bajo focos halógenos que lo hacen brillar como un espejo. En vista de que el coche no cabía en los ascensores, Walter Coleman, el fundador del fondo, hizo que lo subieran en grúa, no sin que antes los albañiles practicasen un boquete del tamaño de una puerta de garaje en un lateral del edificio.

El día en que Alex, el hijo de Walter, me propuso trabajar como analista independiente de temas energéticos, al año y medio de que Kyle desapareciera, no lo vi claro. Necesitaba dinero, pero no estaba seguro de poder volcarme como antes en un trabajo, ni de tener éxito como asesor free lance. Solo tenía experiencia en ventas, concretamente de estudios sobre empresas petroleras a clientes del banco de inversiones que me tenía en plantilla. Tras dieciocho meses fuera del mercado, desprovisto de las relaciones institucionales por las que la gente había querido hablar conmigo en otros tiempos, temía no poder aportar nada de valor. Con la excepción de una o dos viejas amistades, acerté en pensar que mis antiguas fuentes me abandonarían, pero no en considerarlo como un motivo de preocupación. Cobra era el bisabuelo de la comunidad de los fondos de alto riesgo, progenitor de múltiples generaciones de empresas enzarzadas en chismes y peleas, y en conductas propias de una familia extensa. Alex y su padre hicieron unas cuantas llamadas a mi cuenta, y de pronto tenía una docena de clientes, todos fondos con los que Wall Street se moría por hacer negocios. En poco tiempo, no había un solo broker de Wall Street que no estuviera dispuesto a dejarlo todo por mí o no ansiara una mención favorable para mi clientela. Y al ir creciendo mi influencia, mis viejas fuentes empezaron a retomar el contacto. Los negocios iban viento en popa. Hasta el crash bursátil de los últimos tiempos había sido para bien: los clientes hundidos dejaban paso a supervivientes recién desapalancados y profundamente escarmentados que lo que más querían eran ideas y análisis veraces, en sustitución de sus rancias estrategias de crédito.

Lo mejor de todo era que ya casi no tenía que viajar. Antes, los gestores de activos tradicionales con los que trabajaba me hacían patearme América y Europa porque exigían mi presencia física como prenda de fidelidad, y una cena y una buena botella de vino a guisa de tributo. Con hijos pequeños no había sido fácil: tantos domingos por la noche dando besos de despedida a Claire y a los niños, a sabiendas de que el resto de la semana me lo pasaría en una sucesión de habitaciones desoladas de hotel y de que Claire tendría que ocuparse de casi toda la labor paterna... Echaba en falta estar con ellos y tenía mala conciencia por dejar sola a Claire, pero nunca, que Dios me perdone, renuncié a un solo encargo, movido por mis ansias de éxito, prestigio y remuneración. En mi nuevo trabajo podía pasar casi todas las noches en casa; a mi nueva clientela de fondos de alto riesgo le era indiferente el contacto presencial e insistía en pagarse ella misma la comida. Aun así, la triste realidad era que lo perdido no se compensaba ni con todo el tiempo del mundo.

Mi despacho queda en la mitad sur de la planta, al lado del parquet. Me serví un café en la cocina, y una vez instalado en mi escritorio consulté las noticias económicas e internacionales. Yo siempre me fijo en las firmas y sigo a los reporteros que me parecen especialmente lúcidos o bien relacionados; desconfío del corporativismo de Wall Street, y es curioso lo fácil que resulta cultivar el contacto con los periodistas. Siempre les ha faltado escribir algo o quieren escribirlo, o ya lo han escrito pero no tienen la sensación de entenderlo del todo. Con mis más de veinte años de experiencia en los mercados energéticos, soy una fuente de información excelente. Conozco el sector como la palma de mi mano, no escatimo datos y jamás publico nada por mi cuenta, aunque no sea imposible convencerme de que le dicte algún artículo sobre mercados a un reportero simpático y bloqueado. Los precios del gas protagonizarán otra fuerte subida, o diez acciones petroleras que ya ha comprado el inversor inteligente. Ellos, a cambio, preguntan por gente a quien no siempre tienen acceso mis contactos de Wall Street, me pasan cotilleos que aún no saben cómo encajar en sus artículos y me avisan con antelación sobre los noticiones que pueden influir en los mercados. Todos salimos ganando.

Hacia las ocho, mandé dos páginas de actualización bursátil a mi base de clientes, con indicaciones sobre lo que había que vigilar. Después me levanté del sillón desperezándome y me permití un cuarto de hora de contemplación por la ventana que hay junto a mi mesa. Fue esa ventana lo que me decidió a compartir espacio con Alex y Walter. Hasta es posible que fuera lo que me convenció de intentar ganarme la vida como analista independiente. Da al sur, a Park Avenue, y por la calle de abajo pasan cientos de personas casi a cualquier hora.

La noche de la desaparición de Kyle, yo iba en avión hacia Londres. Después de aterrizar, durante el recorrido hasta la terminal de Heathrow, se me acercó una azafata, que se agachó y me dijo que en el finger me esperaba un encargado de atención al

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