El síndrome de Anastasia
Judith cerró el libro que había estado examinando y dejó la pluma sobre el grueso cuaderno, con una mezcla de desgana y alivio. Había trabajado ininterrumpidamente durante horas y sintió calambres en la espalda al retirar la anticuada silla giratoria y levantarse de la mesa. Era un día nublado. Hacía mucho rato que había encendido la potente lámpara de mesa que compró para remplazar la lámpara victoriana de recargados ribetes que formaba parte del mobiliario de aquel piso de alquiler, en el barrio de Knightsbridge de Londres.
Judith flexionó los brazos y los hombros y se dirigió a la ventana para mirar hacia Montpellier Street. A las tres y media, la semioscuridad del día de enero se fundía ya con el crepúsculo que se acercaba, y el ligero temblor de los cristales atestiguaba que el viento era todavía fuerte.
Sonrió inconscientemente, recordando la carta que había recibido en respuesta a su solicitud de información sobre la casa:
Apreciada Judith Chase:
El piso estará disponible desde el 1 de setiembre hasta el 1 de mayo. Sus referencias son muy satisfactorias y es para mí un consuelo saber que va a dedicarse a escribir su nuevo libro. La Guerra Civil de la Inglaterra del siglo XVII ha resultado maravillosamente fértil para los escritores románticos y es gratificador que lo haya escogido una seria historiadora de su categoría. El piso no es nada excepcional, pero es espacioso y creo que le resultará adecuado. El ascensor se estropea muy a menudo; no obstante, tres tramos de escalera no son demasiados, ¿no le parece? Yo misma los subo a pie voluntariamente.
La carta terminaba con una firma precisa y muy fina: «BEATRICE ARDSLEY». Judith sabía por amigos comunes que lady Ardsley tenía ochenta y tres años.
Tocó levemente el alféizar de la ventana con las yemas de los dedos y sintió el aire frío y cortante forzando su paso a través del marco de madera. Tiritando, Judith pensó que tendría tiempo de tomar un baño caliente, si se daba prisa. En el exterior, la calle estaba casi vacía. Los escasos peatones pasaban rápidamente, con la cabeza inclinada sobre el cuello y las solapas de los abrigos levantadas. Al volver la cabeza, vio a una niña muy pequeña, todavía aprendiendo a andar, correr calle abajo justo bajo su ventana. Horrorizada, Judith vio cómo la criatura tropezaba y caía en la calzada. Si algún coche daba la vuelta a la esquina, el conductor no tendría tiempo de verla. Un hombre mayor bajaba a la altura de la mitad de la calle. Tiró de la ventana para gritar y pedirle ayuda, pero entonces surgió de ninguna parte una mujer joven, se lanzó a la calle, recogió a la niña y la acunó entre sus brazos.
—¡Mami, mami! —oyó exclamar Judith.
Cerró los ojos y hundió la cara entre sus manos, mientras se escuchaba a sí misma gemir en voz alta: «¡Mami, mami! ¡Oh Dios mío! ¡Otra vez no!»
Se obligó a abrir los ojos. Tal como esperaba, la mujer y la criatura habían desaparecido. Solo el anciano estaba allí, caminando por la acera con cuidado.
El teléfono sonó mientras se sujetaba un alfiler de diamantes en la chaqueta de su traje de seda anafalla. Era Stephen.
—Cariño, ¿cómo te ha ido hoy escribiendo? —le preguntó.
—Muy bien, creo.
Judith sintió que su pulso se aceleraba. Cuarenta y seis años y su corazón brincaba como el de una colegiala al oír la voz de Stephen.
—Judith, tengo una maldita reunión de gabinete que se está alargando. ¿Te importaría mucho que nos encontráramos en casa de Fiona? Te enviaré el coche.
—No es preciso. Un taxi será más rápido. Que tú llegues tarde es una cuestión de Estado, que llegue yo es mala educación.
Stephen rió:
—¡Dios mío, cómo me facilitas la vida! —Bajó la voz—. Estoy loco por ti, Judith. Quedémonos en la fiesta solo el tiempo preciso y luego vayamos a cenar solos los dos.
—Estupendo. Adiós, Stephen. Te quiero.
Judith colgó el teléfono con una sonrisa jugueteando en sus labios. Hacía dos meses, la habían sentado junto a sir Stephen Hallett en un banquete.
—Sin lugar a dudas, el mejor partido de Inglaterra —le confió su anfitriona, Fiona Collins—. Aspecto imponente, encantador, brillante. Ministro del Interior. Se dice que será el próximo Primer Ministro. Y, querida Judith, lo mejor de todo: está disponible.
—Vi a Stephen Hallett una o dos veces en Washington hace años —dijo Judith—. A Kenneth y a mí nos gustó mucho. Pero he venido a Inglaterra a escribir un libro, no a enredarme con un hombre, sea o no encantador.
—Eso es una tontería —espetó Fiona—. Hace diez años que enviudaste. Eso es mucho tiempo. Te has hecho un nombre como escritora importante. Querida, es realmente encantador tener un hombre en casa, especialmente si la casa resulta ser el número 10 de Downing Street. Estoy segura de que tú y Stephen estaríais perfectamente juntos. Judith, eres una mujer bonita pero siempre estás emitiendo señales que dicen: «No se acerquen, no me interesa». Por favor, no lo hagas esta noche.
No emitió las señales. Y aquella noche Stephen la acompañó a casa y subió a tomar la última copa. Estuvieron hablando hasta casi el amanecer. Al marcharse, la besó suavemente en los labios.
—Si he pasado una velada más agradable en toda mi vida, no la recuerdo —musitó.
Encontrar un taxi no fue tan fácil como ella esperaba. Judith aguardó durante unos fríos diez minutos hasta que finalmente llegó uno. Mientras esperaba, intentó no mirar la calle. Aquel era el lugar exacto en el que había visto caer a la niña desde su ventana. O en el que lo había imaginado.
La casa de Fiona era de estilo Regencia en Belgravia. Como miembro del Parlamento, a Fiona le regocijaba que la comparasen con la seca lady Astor. Su esposo, Desmond, presidente de un imperio editorial mundial, era uno de los hombres más poderosos de Inglaterra.
Después de dejar el abrigo en el guardarropa, Judith se deslizó hacia el contiguo tocador. Se retocó los labios con brillo nerviosamente y echó hacia atrás los rizos que el viento había esparcido sobre su cara. Su cabello era todavía de un color castaño oscuro natural; aún no había comenzado a teñirse las ocasionales hebras plateadas. Un entrevistador había dicho una vez que sus ojos de color azul zafiro y su cutis de porcelana recordaban constantemente la idea de que ella era de cuna y herencia inglesas.
Ya era hora de entrar en el salón y dejar que Fiona la arrastrase de grupo en grupo. Fiona siempre hacía unas presentaciones que parecían propaganda comercial.
—Mi querida, queridísima amiga, Judith Chase. Una de las escritoras más prestigiosas de América. Premio Pulitzer, Premio del Libro Americano. El porqué esta hermosa criatura se especializa en revoluciones cuando yo podría contarle tanto chismorreo delicioso no lo sabré nunca. Con todo, sus libros sobre la Revolución francesa y la revolución Americana son sencillamente espléndidos y, sin embargo, pueden leerse como si fueran novelas. Ahora está escribiendo sobre nuestra guerra civil, Carlos I y Cromwell. Se halla completamente inmersa en ello. Me aterra que pueda encontrar secretos desagradables y desconocidos para nosotros sobre nuestros antepasados…
Fiona no dejaría el continuo comentario hasta estar segura de que todo el mundo era consciente de quién era Judith; después, cuando llegase Stephen, recorrería el salón cuchicheando que el ministro del Interior y Judith habían sido pareja en un banquete allí mismo, en aquella casa, y ahora… pondría los ojos en blanco y callaría el resto.
En la entrada del salón, Judith se detuvo un momento para observar la escena. Cincuenta o sesenta personas, calculó rápidamente, casi la mitad de los rostros, familiares: líderes del gobierno, su propio editor inglés, los amigos aristócratas de Fiona, un famoso dramaturgo… Por su mente cruzó el efímero pensamiento de que, por muy a menudo que entrase en aquella pieza, siempre le impresionaba la exquisita sencillez de los apagados tejidos de los antiguos sofás, los distinguidos cuadros de museos, el discreto encanto de los ligeros cortinajes que enmarcaban las puertas cristaleras que daban al jardín.
—La señora Chase, ¿verdad?
—Sí.
Judith aceptó la copa de champán que un camarero le ofrecía mientras mostraba una sonrisa impersonal a Harley Hutchinson, el columnista y estrella televisiva que era considerado el principal e inveterado chismoso de Inglaterra. De unos cuarenta y pocos años, era alto y delgado, de ojos castaños e inquisidores y cabello moreno y lacio que le caía sobre la frente.
—¿Puedo decirle que está usted encantadora esta noche?
—Gracias.
Judith sonrió brevemente y comenzó a caminar.
—Siempre es un placer que una mujer hermosa vaya unida a un exquisito sentido de la moda. Es algo que no vemos a menudo en la clase alta de este país. ¿Cómo va su libro? ¿Encuentra usted nuestra pequeña disputa cromwelliana tan interesante como escribir sobre los campesinos franceses y los colonos americanos?
—¡Oh!, creo que su pequeña disputa está bien allí, con las demás.
Judith notó que la angustia que le había causado la alucinación de la criatura comenzaba a desaparecer. El sarcasmo tenuemente velado que Hutchinson utilizaba como arma restablecía su equilibrio.
—Dígame, señora Chase, ¿guarda usted su manuscrito para sí hasta que está completo o lo comparte? Algunos escritores disfrutan comentando el trabajo del día. Por ejemplo, ¿cuánto sabe sir Stephen sobre su nuevo libro?
Judith decidió que era el momento de ignorarlo.
—Aún no he hablado con Fiona. Discúlpeme.
No esperó la respuesta de Hutchinson y cruzó el salón. Fiona estaba de espaldas a ella. Cuando Judith la saludó, Fiona se volvió, la besó rápidamente en la mejilla y murmuró:
—Querida, solo un momento. Por fin he atrapado al doctor Patel y tengo mucho interés en escuchar lo que tiene que decir.
El doctor Reza Patel, el psiquiatra y neurobiólogo mundialmente famoso. Judith lo estudió atentamente. Alrededor de cincuenta años. Ojos de un negro intenso que ardían bajo unas espesas cejas. Una frente que se arrugaba con frecuencia mientras hablaba. Una buena mata de cabello negro que enmarcaba su morena cara de rasgos apacibles. Un bien cortado traje gris de rayas finas. Además de Fiona, cuatro o cinco personas más se agrupaban en torno a él. Sus expresiones mientras lo escuchaban iban del escepticismo al temor. Judith sabía que, la capacidad de Patel de hacer retroceder a pacientes bajo hipnosis a una infancia muy temprana y de hacer que describieran exactamente sus experiencias traumáticas, se consideraba el mayor adelanto en psicoanálisis en toda una generación. También sabía que su nueva teoría, que él llamaba el síndrome de Anastasia, había sorprendido y alarmado al mundo científico.
—No espero ser capaz de probar mi teoría hasta dentro de bastante tiempo —estaba diciendo Patel—. Pero, después de todo, muchos se burlaban hace diez años de mi creencia en que una combinación de medicación benigna e hipnosis podía liberar los bloqueos que la mente establece como autoprotección. Ahora, dicha teoría es aceptada y de utilización general. ¿Por qué habría de obligarse a ningún ser humano a pasar por años de análisis para encontrar la razón de su problema, cuando puede descubrirse en unas cuantas visitas breves?
—Pero seguro que el síndrome de Anastasia es muy distinto… —intervino Fiona.
—Diferente, pero notablemente similar. —Patel hizo un ademán con las manos—. Miren las personas de esta sala. Típicos de la flor y nata de Inglaterra. Inteligentes. Bien informados. Líderes probados. Cualquiera de ellos podría ser un canal adecuado para evocar a los grandes líderes de los siglos. Piensen en cuánto mejor sería el mundo si pudiéramos tener el consejo actual de Sócrates, por ejemplo. Miren, ahí está sir Stephen Hallett. En mi opinión, será un excepcional Primer Ministro, pero ¿no sería tranquilizador saber que Disraeli o Gladstone estaban aconsejándole? ¿Que fuesen literalmente parte de su ser?
¡Stephen! Judith se volvió rápidamente y luego esperó mientras Fiona se dirigía con celeridad a saludarlo. Consciente de que Hutchinson la observaba, permaneció deliberadamente junto al doctor Patel cuando los demás se alejaron.
—Doctor, si entiendo su teoría, Anna Anderson, la mujer que afirmaba ser Anastasia, estaba recibiendo tratamiento por un colapso nervioso. Usted cree que, durante una sesión en la que se encontraba bajo hipnosis y había sido tratada con medicamentos, retrocedió accidentalmente a aquel sótano de Rusia en el preciso momento en el que la Gran Duquesa Anastasia era asesinada junto al resto de la familia real.
Patel afirmó con la cabeza.
—Esa es exactamente mi teoría. Cuando el espíritu de la Gran Duquesa dejó su cuerpo, en lugar de ir al otro mundo entró en el cuerpo de Anna Anderson. Sus identidades se fundieron. Anna Anderson se convirtió realmente en la personificación viviente de Anastasia, con sus recuerdos, sus emociones, su inteligencia.
—¿Y la personalidad de Anna Anderson? —preguntó Judith.
—Parece no haber existido conflicto. Era una mujer muy inteligente, pero se entregó de buen grado a su nueva posición de heredera superviviente del trono de Rusia.
—Pero ¿por qué Anastasia? ¿Por qué no su madre, la Zarina o una de sus hermanas?
Patel enarcó las cejas.
—Una pregunta muy perspicaz, señora Chase, y al formularla ha puesto usted el dedo de pleno en la llaga del problema del síndrome de Anastasia. La historia nos dice que Anastasia era con mucho la mujer de la familia con un carácter más resuelto. Quizá las demás aceptaron su muerte con resignación y pasaron al plano siguiente. Ella no quería marcharse, luchó por quedarse en esta zona temporal y aprovechó la presencia accidental de Anna Anderson para agarrarse a la vida.
—Entonces ¿está usted diciendo que las únicas personas que, en teoría, se podrían evocar serían aquellas que murieron de mala gana, aquellas que deseaban vivir desesperadamente?
—Exactamente. Es por lo que he mencionado a Sócrates, que fue obligado a beber cicuta, en lugar de a Aristóteles, qué murió por causas naturales. Esa es la razón por la que fui verdaderamente frívolo cuando sugerí que sir Stephen podía ser un canal apropiado para absorber la esencia de Disraeli. Disraeli murió pacíficamente, pero algún día tendré también el saber necesario para evocar a los muertos apacibles cuyo liderazgo moral se necesita de nuevo. Y sir Stephen viene hacia usted ahora. —Patel sonrió—. Permítame decirle que admiro enormemente sus libros. Su erudición es un placer.
—Gracias.
Tenía que preguntárselo.
—Doctor Patel —dijo apresuradamente—. Usted ha podido ayudar a personas a recobrar recuerdos de la temprana infancia, ¿verdad?
—Sí. —Su expresión se volvió interesada—. No es una pregunta ociosa.
—No, no lo es.
Patel introdujo la mano en su bolsillo y le entregó su tarjeta.
—Si alguna vez desea hablar conmigo, por favor, llámeme.
Judith sintió una mano en su brazo y levantó los ojos hacia el rostro de Stephen. Intentó mantener un tono de voz impersonal.
—Stephen, qué alegría verte. ¿Conoces al doctor Patel?
Stephen saludó a Patel con la cabeza cortésmente y cogiéndola del brazo la condujo hasta el otro extremo del salón.
—Cariño —murmuró—. En nombre del cielo, ¿por qué malgastas tu aliento con ese charlatán?
—No lo es… —Judith se interrumpió. De todas las personas, Stephen Hallett era la última de quien pudiera esperarse que respaldara las teorías del doctor Patel. Los periódicos ya habían publicado la sugerencia de Patel de que Stephen podía ser un candidato idóneo para absorber el espíritu de Disraeli. Ella le sonrió, sin importarle por el momento que estuvieran siendo observados por casi todas las personas de la sala.
Se produjo una conmoción cuando la anfitriona saludó a la Primera Ministra en la puerta.
—Normalmente, no asisto a muchos de estos cócteles, pero he venido en consideración a ti, querida —le explicó a Fiona.
Stephen rodeó a Judith con su brazo:
—Ya es hora de que conozcas a la Primera Ministra, cariño.
Fueron a cenar al Brown’s Hotel. Mientras tomaban una ensalada y lenguado Véronique, Stephen le contó cómo le había ido el día.
—Quizá el más frustrante en, al menos, una semana. Maldita sea, Judith, la Primera Ministra tiene que terminar pronto con las especulaciones. La disposición del país exige unas elecciones. Necesitamos un mandato y ella lo sabe. Los laboristas lo saben y estamos en un punto muerto. Y, no obstante, lo comprendo. Si ella no se presenta como candidata a la reelección, entonces ya está. Cuando me llegue el momento, me será muy difícil retirarme de la vida pública.
Judith jugueteaba con su ensalada.
—La vida pública es toda tu vida, ¿no es así, Stephen?
—Durante los años en los que Jane estuvo enferma, fue mi salvación. Ocupó mi tiempo, mi mente y mis energías. En los tres años transcurridos desde que murió, no puedo decirte a cuántas mujeres me han presentado. Salí con algunas y me di cuenta de que sus rostros y sus nombres se mezclaban. ¿Quieres conocer una prueba interesante para una mujer? Cuando ella hace planes que te incluyen, ¿está visiblemente molesta cuando llegas inevitablemente tarde?
Después, una noche, una fría noche de noviembre, te encontré en casa de Fiona y la vida se hizo distinta. Ahora, cuando los problemas se me amontonan, una voz tranquila susurra: «Dentro de unas horas verás a Judith».
Alargó la mano por encima de la mesa y tocó la de ella.
—Ahora, déjame que te haga la pregunta. Tú has hecho una carrera con mucho éxito. Me has dicho que a veces trabajas toda la noche o te encierras durante días seguidos cuando tienes una fecha límite. Yo respetaré tu trabajo del mismo modo que tú respetas el mío, pero habrá veces, muchas veces, en las que necesitaré que atiendas asuntos conmigo o me acompañes en viajes al extranjero. ¿Sería eso una carga para ti, Judith?
Judith miró fijamente su vaso. En los diez años transcurridos desde la muerte de Kenneth, había conseguido crearse una nueva vida por sí sola. Era periodista del Washington Post cuando Kenneth, el corresponsal de la Casa Blanca de la Potomac Cable Network, murió en un accidente aéreo. Cobró suficiente dinero del seguro como para dejar su trabajo y acometer la idea que le había obsesionado desde la primera vez que leyó un libro de Barbara Tuchman. Estaba decidida a convertirse en una erudita historiadora.
Los miles de horas de tediosa investigación, las largas noches pasadas escribiendo a máquina, el reescribir y corregir, todo había valido la pena. Su primer libro, El mundo está al revés, sobre la Revolución americana, ganó un premio Pulitzer y se convirtió en un best seller. Su segundo libro, publicado hacía dos años, sobre la Revolución francesa, Oscuridad en Versalles, había tenido igual éxito y había recibido el Premio del Libro Americano. Los críticos la habían aclamado como «fascinante narradora que escribe con la erudición de un catedrático de Oxford».
Judith miró de frente a Stephen. La suave luz de los apliques de candelabro de la pared y la vela del candelabro que flameaba sobre la mesa suavizaban las severas líneas de sus aristocráticos rasgos y subrayaban los profundos tonos azulgrisáceo de sus ojos.
—Creo que, como tú, también he amado mi trabajo y me he sumido en él para olvidar el hecho de que, en el verdadero sentido de la palabra, no he tenido una vida íntima desde que Kenneth murió. Hubo un tiempo en que podía cumplir con los plazos y hacer juegos malabares alegremente con todos los compromisos que entrañaba el hecho de estar casada con un corresponsal de la Casa Blanca. Creo que las recompensas de ser mujer además de escritora son maravillosas.
Stephen sonrió y alargó la mano buscando la de ella.
—Realmente pensamos igual, ¿verdad?
Judith retiró su mano.
—Stephen, hay una cosa que debes tener en cuenta. Con cincuenta y cuatro años no eres demasiado mayor como para no poder casarte con una mujer que pueda darte un hijo. Yo siempre esperé crear una familia y, sencillamente, no sucedió. A los cuarenta y seis años, con toda seguridad no sucederá.
—Mi sobrino es un excelente joven a quien siempre le ha gustado la heredad de Edge Barton. Estaré encantado de que él la herede, así como el título, cuando llegue el momento. Mis energías a esta edad no llegan hasta la paternidad, sencillamente.
Stephen subió al piso a tomar un coñac. Brindaron solemnemente por sí mismos mientras convenían que ninguno de los dos quería atraer publicidad sobre su vida íntima. Judith no deseaba que la importunara el aturdimiento del chismorreo de los columnistas mientras escribía su libro. Cuando llegasen las elecciones, Stephen quería responder preguntas sobre problemas concretos, no sobre su noviazgo.
—Aunque, por supuesto, les encantarás —comentó—. Hermosa, con talento y huérfana de la guerra británica. ¿Puedes imaginarte qué día de actividad tendrán cuando nos relacionen?
A ella la asaltó un repentino y vivido recuerdo del incidente de aquella tarde. La criatura, «¡Mami, mami!». La semana anterior, estando en una ocasión junto a la estatua de Peter Pan, en Kensington Gardens, la había atormentado el obsesionante recuerdo de haber estado allí anteriormente. Diez días antes casi se había desmayado en la estación de Waterloo, segura de haber escuchado el sonido de una explosión, de haber sentido trozos de escombros cayendo a su alrededor…
—Stephen —dijo—, hay una cosa que se está volviendo muy importante para mí. Sé que nadie se presentó a reclamarme cuando me encontraron en Salisbury, pero yo iba bien vestida, era evidente que me habían cuidado bien. ¿Hay algún modo de que yo pueda averiguar cuál es mi origen? ¿Me ayudarás?
Pudo percibir que los brazos de Stephen se ponían tensos.
—¡Por Dios, Judith, ni siquiera pienses en ello! Me dijiste que se hizo todo lo posible para averiguar quién era tu familia y que no apareció ni una sola pista. Tu familia más cercana probablemente fue aniquilada en los bombardeos. Y, aunque fuese posible, solo nos faltaría desenterrar a algún oscuro primo que resultara traficante de drogas o terrorista. Por favor, hazlo por mí, ni pienses en ello siquiera, al menos mientras esté en la vida pública. Después te ayudaré, te lo prometo.
—¿La mujer del César debe ser intachable?
Él la atrajo hacia sí y ella percibió la fina lana de la chaqueta de su traje contra su mejilla y sintió la fuerza de sus brazos a su alrededor. Su beso, profundo y exigente, aceleró sus sentidos, despertó en ella emociones y deseos que había abandonado resueltamente cuando perdió a Kenneth. Pero, aun así, sabía que no podía esperar indefinidamente la búsqueda de su familia natural.
Fue ella quien interrumpió el abrazo.
—Me dijiste que tenías una reunión a primera hora —le recordó—. Y yo voy a intentar escribir otro capítulo esta noche.
Los labios de Stephen rozaron su mejilla.
—Me salió el tiro por la culata, ya veo, Pero tienes razón, al menos en lo que se refiere al futuro inmediato.
Judith permaneció de pie, mirando la ventana, mientras el chófer de Stephen le abría la puerta del Rolls. Las elecciones eran inevitables. En el futuro próximo, ¿iría ella en aquel Rolls como la esposa del Primer Ministro de la Gran Bretaña? Sir Stephen y lady Hallett…
Amaba a Stephen. Entonces ¿por qué aquella angustia? Con impaciencia volvió al dormitorio, se puso un camisón y una bata de lana caliente y volvió a su escritorio. Minutos más tarde, se hallaba profundamente concentrada en la escritura del siguiente capítulo de su libro sobre la Guerra Civil en Inglaterra. Había terminado los capítulos de las causas del conflicto, los nocivos impuestos, el Parlamento disuelto, la insistencia sobre el derecho divino de los reyes, la ejecución de Carlos I, los años de Cromwell y la restauración de la monarquía. Ahora, estaba preparada para escribir sobre la suerte de los regicidas, aquellos que planearon, firmaron o ejecutaron la sentencia de muerte de Carlos I e iban a conocer la pronta justicia de su hijo, Carlos II.
A la mañana siguiente su primera visita fue al Archivo Nacional de Chancery Lane. Harold Wilcox, el bibliotecario encargado de los documentos, sacó de buena gana montones de papeles viejos. A Judith le pareció que siglos de polvo habían ocupado sus páginas.
Wilcox admiraba profundamente a Carlos II.
—Un muchacho de casi solo dieciséis años cuando tuvo que huir del país por primera vez para librarse de la amenazadora suerte de su padre. Un tipo inteligente. El príncipe se escabulló por entre las líneas de los Cabezas Rapadas en Truro, embarcó hacia Jersey y continuó hasta Francia. Regresó para acaudillar a los realistas, volvió a escapar a Francia y permaneció allí y en Holanda hasta que Inglaterra recuperó el juicio y solicitó su vuelta.
—Estuvo cerca de Breda. He estado allí —replicó Judith.
—Un lugar interesante, ¿verdad? Y si se fija usted, verá que muchos habitantes de la ciudad poseen rasgos de las características de los Estuardo. A Carlos II le encantaban las mujeres. Fue en Breda donde firmó la famosa declaración en que prometía la amnistía para los verdugos de su padre.
—No mantuvo su promesa. En realidad, aquella declaración fue una mentira cuidadosamente expresada.
—Lo que él escribió era que ampliaba el perdón cuando fuese querido y merecido. Pero ni él ni sus consejeros consideraron que todos merecían esa gracia. Veintinueve hombres fueron juzgados por regicidio, el asesinato de un rey. Otros se entregaron y fueron enviados a prisión. Aquellos a quienes se encontró culpables fueron colgados, desollados y descuartizados.
Judith asintió con la cabeza.
—Sí, pero nunca hubo una explicación clara para el hecho de que el rey también asistiese a la decapitación de una mujer, lady Margaret Carew, que estaba casada con uno de los regicidas. ¿Qué crimen cometió ella?
Harold Wilcox frunció el entrecejo.
—Siempre hay rumores en torno a los hechos históricos —respondió—. Yo no me ocupo de los rumores.
El crudo y glacial frío de los días anteriores había dado paso a un sol brillante y a una suave brisa. Cuando salió del Archivo Nacional, Judith caminó un kilómetro y medio hasta Cecil Court y pasó el resto de la mañana curioseando por las librerías antiguas de la zona. Había muchos turistas y pensó que la temporada turística duraba ahora doce meses. Y entonces se dio cuenta de que a los ojos de los británicos también ella era una turista.
Con los brazos llenos de libros, decidió almorzar rápidamente en alguno de los pequeños salones de té próximos a Covent Garden. Mientras se abría camino por el atestado mercado, se detuvo a mirar a los malabaristas y a los bailarines con zuecos, que parecían particularmente alegres en el inesperado respiro del agradable día.
Y entonces sucedió. El gemido continuado y penetrante de las sirenas de los bombardeos aéreos hizo estallar el aire. Las bombas que corrían hacia ella oscurecieron el sol, el edificio de detrás de los malabaristas se convirtió en una masa derruida de ladrillos rotos y fuego. No podía respirar. El calor del humo le abrasaba el rostro y obstruía sus pulmones. Sus brazos quedaron sin fuerza y los libros cayeron por el suelo.
Frenéticamente alargó el brazo, buscando a tientas una mano.
—Mami —murmuró—. Mami, no puedo encontrarte.
Un sollozo le subió por la garganta mientras las sirenas se alejaban, el sol volvía y el humo desaparecía. Cuando sus ojos recuperaron la visión, se dio cuenta de que estaba agarrada a la manga de una mujer pobremente vestida, que llevaba una bandeja de flores de plástico.
—¿Está usté bien, reina? —le preguntaba la mujer—. No irá a desmayarse ahora, ¿verdá?
—No, no. Ya estoy bien.
Consiguió recoger los libros y dirigirse hacia un salón de té. Sin preocuparse por la carta que la camarera le ofrecía, pidió té y tostadas. Cuando le sirvieron el té las manos le temblaban todavía con tanta violencia que apenas podía sostener la taza.
Al pagar la cuenta, sacó de su billetero la tarjeta que el doctor Patel le había dado en la fiesta de Fiona. Había visto una cabina telefónica en Covent Garden. Lo llamaría desde allí.
Rogó que estuviera mientras marcaba el número.
La recepcionista no quería pasar la comunicación al doctor.
—El doctor Patel acaba de ver a su último paciente y no visita por las tardes. Puedo darle una hora de visita para la próxima semana.
—Dele mi nombre. Dígale que es una urgencia.
Judith cerró los ojos. El gemido de las sirenas de los bombardeos. Iba a suceder de nuevo.
Y entonces escuchó la voz del doctor Patel:
—Tiene usted mi dirección, señorita Chase. Venga inmediatamente.
Cuando llegó a su consulta en Welbeck Street, había recuperado algo del control sobre sí misma. Una mujer delgada, de unos cuarenta años, vestida con una bata blanca de laboratorio y con el pelo rubio recogido en un austero moño la hizo pasar.
—Soy Rebecca Wadley —dijo—, la ayudante del doctor Patel. El doctor está esperándola.
La recepción era pequeña y el despacho muy grande, con paneles de color cereza, una pared llena de libros, un escritorio de roble macizo, varias cómodas butacas y en el rincón un discreto sofá reclinable, tapizado. Parecía el estudio de un erudito. No había nada que sugiriese una atmósfera clínica.
Judith asimilaba subconscientemente los detalles del lugar cuando, a sugerencia del doctor, dejó las bolsas sobre una mesa de mármol, próxima a la puerta de la recepción. Instintivamente, echó una mirada al espejo que había sobre la mesa y se asustó al ver su cara mortalmente pálida, los labios cenicientos y las pupilas de sus ojos dilatadas.
—Sí, tiene usted el aspecto de alguien que está saliendo de un shock —le dijo el doctor Patel—. Venga. Siéntese. Dígame exactamente qué ha sucedido.
La actitud jovial que había mostrado en la fiesta había desaparecido. Tenía los ojos serios y su expresión era grave mientras escuchaba. La interrumpió algunas veces para aclarar lo que ella estaba contándole.
—Usted fue encontrada errando por Salisbury cuando era una niña de menos de dos años. O no había comenzado todavía a hablar o era incapaz de hacerlo debido al shock. No llevaba ninguna identificación. Eso me sugiere que debía de ir usted acompañada de un adulto. Desgraciadamente, la madre o la niñera llevarían por lo general la identificación de los niños si viajaban juntos.
—Mi vestido y mi jersey eran hechos a mano —dijo Judith—, y no creo que eso sugiera que fui abandonada.
—Me asombra que permitiesen su adopción —apuntó Patel—, especialmente a un matrimonio americano.
—Mi madre adoptiva era miembro del servicio femenino de la Marina británica que me encontró. Estaba casada con un oficial de Marina americano. Permanecí en el orfanato casi hasta los cuatro años, antes de que se les permitiera acogerme.
—¿Ha estado usted en Inglaterra anteriormente?
—Unas cuantas veces. Después de la guerra, mi padre adoptivo, Edward Chase, estuvo en el cuerpo diplomático. Vivimos en el extranjero en muchos países hasta que fui al colegio. Visitamos Inglaterra e incluso volvimos al orfanato. Curiosamente, no tengo ningún recuerdo de ello. Parecía como sí siempre hubiese estado con ellos, y nunca me preocupó. Pero hace años que han muerto y hace cinco meses que estoy viviendo en Inglaterra, inmersa en la historia inglesa. Es como si todos mis genes ingleses se estuvieran agitando. Me siento en casa aquí. Pertenezco aquí.
—De modo que todas las barreras defensivas que levantó en su cerebro cuando era una niña muy pequeña están siendo atacadas… —susurró Patel—. A veces sucede, pero creo que detrás de estas alucinaciones hay más de lo que a usted puede parecerle. ¿Sabe sir Stephen que ha venido a verme?
Judith negó con la cabeza.
—No. En realidad, le molestaría mucho.
—Creo que «charlatán» es la etiqueta adecuada para mí, ¿no es así?
Judith no respondió. Las manos le temblaban todavía. Las apretó fuertemente sobre su regazo.
—No importa —repuso Patel—. Aquí veo tres factores. Usted está absorta en la historia inglesa, en cierto modo obligando a su mente a retroceder al pasado. Sus padres adoptivos han muerto y ya no tiene un sentimiento de deslealtad hacia ellos si busca a su familia originaria. Y, finalmente, vivir en Londres está acelerando estos episodios. El episodio de la estatua de Peter Pan en Kensington Gardens, que usted imaginó ver que una niña tocaba, probablemente puede ser explicado con facilidad. Podría muy bien haber jugado allí de niña. Las sirenas de los bombardeos, los bombardeos. Puede usted haber vivido bombardeos, aunque eso no explicaría que fuese abandonada en Salisbury. Y, ahora, ¿quiere usted que la ayude?
—Sí. Usted dijo ayer que puede hacer regresar a las personas a la más temprana infancia.
—No siempre con éxito. Las personas de carácter, y yo ciertamente diría que usted es una de ellas, se resisten a la hipnosis. Tienen la sensación de que la hipnosis significa rendir su voluntad a la de otra persona. Por ello podría necesitar su autorización para utilizar una droga suave en caso de que fuese necesaria para desbloquear esa resistencia. Piénselo. ¿Puede usted volver la semana que viene?
—¿La semana que viene?
Desde luego, no hubiera debido esperar que pudiera atenderla de inmediato. Judith intentó esbozar una sonrisa.
—Llamaré a su recepcionista mañana por la mañana para pedirle hora.
Se dirigió hacia la mesa en la que había dejado su bolso de bandolera y los libros.
Y la vio. Vio a la misma criatura. Esta vez corriendo por la habitación. Tan cerca que pudo ver el vestido que llevaba. Y el jersey. Las mismas prendas que ella vestía cuando la encontraron en Salisbury, las prendas que estaban ahora guardadas en un armario de su piso en Washington.
Se adelantó rápidamente para ver la cara de la niña, pero la criatura, con una masa de rizos dorados flotando alrededor de su cabeza, desapareció.
Judith se desmayó.
Cuando recobró el conocimiento, se encontraba tendida sobre el sofá del consultorio de Patel. Rebecca Wadley sostenía un frasco bajo su nariz. El acre olor del amoníaco echó atrás a Judith. Apartó el frasco.
—Estoy bien —dijo.
—Dígame lo que ha sucedido —le ordenó Patel—. ¿Qué vio usted?
De forma vacilante, Judith describió la alucinación.
—¿Me estoy volviendo loca? —preguntó—. Esta no soy yo. Kenneth siempre decía que yo tenía más sentido común que todo el resto de Washington. ¿Qué está ocurriéndome?
— Lo que está sucediendo es que se halla usted cerca de un descubrimiento, más cerca de lo que yo creía. ¿Cree que se siente lo suficientemente fuerte como para comenzar el tratamiento ahora? ¿Firmará usted las autorizaciones necesarias?
—Sí, sí.
Judith cerró los ojos mientras Rebecca Wadley le explicaba que iba a desabrocharle el cuello de la blusa, quitarle las botas y cubrirla con una manta ligera. Pero su mano se mantuvo firme mientras firmaba los documentos que Wadley le presentó.
—Está bien, señorita Chase, el doctor va a comenzar el procedimiento —dijo Wadley—. ¿Se encuentra usted cómoda?
—Sí.
Judith notó que le subían una manga, le ponían una almohadilla alrededor del brazo y el pinchazo de una aguja en la mano.
—Judith, abra los ojos. Míreme. Y entonces siente cómo empieza a relajarse.
Stephen, pensó Judith mientras miraba la cara, ahora indefinida, de Reza Patel. Stephen…
El espejo decorativo de detrás del sofá era, en realidad, un cristal unidireccional que hacía posible observar y filmar las sesiones de hipnosis desde el laboratorio sin distraer al paciente. Rebecca Wadley se dirigió deprisa hacia el laboratorio. Conectó una cámara de vídeo, la pantalla de televisión, el sistema de intercomunicación y las máquinas que controlarían el pulso y la presión sanguínea de Judith.
Observó con atención la disminución del latido del corazón y el descenso de la presión mientras Judith comenzaba a sucumbir a los esfuerzos de Patel por hipnotizarla.
Judith se sintió arrastrada, se escuchó responder a las amables sugerencias de Patel de que se relajase y cayese en un sosegado sueño. No, pensó. No. Comenzó a luchar contra la sedante somnolencia.
—No responde. Se resiste —dijo Wadley, en voz baja.
Patel asintió con la cabeza y apretó el émbolo unido a la aguja hipodérmica clavada en la mano de Judith, introduciendo una pequeña cantidad de droga en la paciente.
Judith deseaba abrirse paso hacia la consciencia. Su cuerpo le advertía que no se abandonase. Luchaba por abrir los ojos.
De nuevo Patel descargó fluido desde el émbolo hacia la aguja hipodérmica.
—Está usted en la dosis máxima, doctor. No dejará que le hipnotice. Está saliendo de la hipnosis.
—Deme la ampolla de litencum —ordenó Patel.
—Doctor, no creo…
Patel había utilizado la droga litencum para acabar con el bloqueo psicológico en casos profundamente perturbados. Tenía las mismas características que la sustancia utilizada en el tratamiento de Anna Anderson, la mujer que afirmaba ser la Gran Duquesa Anastasia.
Era la droga que, administrada en cantidad suficiente, Patel estaba seguro de que recrearía el síndrome de Anastasia.
Rebecca Wadley, que veneraba a Reza Patel como a un genio y le amaba como hombre, se asustó.
—Reza, no lo hagas —le rogó.
Judith oía sus voces vagamente. La sensación de sopor empezaba a desaparecer. Se movió.
—Dame la ampolla —le ordenó Patel.
Rebecca fue a buscarla, la abrió mientras volvía corriendo al despacho desde la parte trasera del laboratorio y observó cómo Patel extraía una gota de ella y la inyectaba en la vena de Judith.
Judith sintió que se escurría. La habitación se desvaneció. Estaba oscuro, hacía calor y era arrastrada de nuevo.
Wadley volvió al laboratorio y consultó los monitores. El latido del corazón de Judith volvió a hacerse más lento. Su presión sanguínea estaba bajando.
—Ya le ha hecho efecto.
El doctor asintió con la cabeza.
—Judith, voy a hacerle algunas preguntas. Será fácil responderlas. No experimentará ni pesar ni dolor. Se sentirá cómoda y descansada, como si estuviese flotando. Empezaremos por esta mañana. Hábleme de su nuevo libro. ¿Verdad que estuvo investigando?
Ella se encontraba en el Archivo Nacional, hablando con el bibliotecario, contándole a Patel la restauración de la monarquía y el hecho de que en su primera investigación había captado un incidente que la fascinaba.
—¿Cuál era ese incidente, Judith?
—El rey asistió a la decapitación de una mujer. Carlos II fue notablemente misericordioso. Fue generoso con la viuda de Cromwell, incluso perdonó al hijo de Cromwell, que se había convertido en Lord Protector. Dijo que ya se había derramado suficiente sangre en Inglaterra. Las únicas ejecuciones a las que asistió fueron las de los hombres que firmaron la sentencia de muerte de su padre. Entonces ¿por qué habría de estar tan enojado con una mujer como para decidir asistir a su ejecución?
—¿Eso te fascina?
—Sí.
—¿Y después de dejar el Archivo Nacional?
—Fui a Covent Garden.
Rebecca Wadley observaba y escuchaba mientras el doctor Patel hacía regresar a Judith hasta el momento de su boda con Kenneth, hasta su decimosexto cumpleaños, su quinto cumpleaños, el orfanato, su adopción.
Mientras escuchaba, Wadley se dio cuenta de que Judith Chase no era una mujer ordinaria. La claridad de sus recuerdos resultaba sorprendente incluso al retroceder cada vez más en su infancia. Wadley pensó nuevamente que no importaba cuántas veces observase aquel procedimiento; siempre sentía temor al observar cómo una mente se abría y revelaba sus secretos, al escuchar a un adulto seguro de sí mismo y complejo hablar con la estructura simple y confusa del lenguaje de un niño pequeño.
—Judith, antes de que te llevaran al orfanato, antes de que te encontrasen en Salisbury… dime lo que recuerdas.
Nerviosamente, Judith sacudió la c