El síndrome de Anastasia

Mary Higgins Clark

Fragmento

El síndrome de Anastasia

El síndrome de Anastasia

Judith cerró el libro que había estado examinando y dejó la pluma sobre el grueso cuaderno, con una mezcla de desgana y alivio. Había trabajado ininterrumpidamente durante horas y sintió calambres en la espalda al retirar la anticuada silla giratoria y levantarse de la mesa. Era un día nublado. Hacía mucho rato que había encendido la potente lámpara de mesa que compró para remplazar la lámpara victoriana de recargados ribetes que formaba parte del mobiliario de aquel piso de alquiler, en el barrio de Knightsbridge de Londres.

Judith flexionó los brazos y los hombros y se dirigió a la ventana para mirar hacia Montpellier Street. A las tres y media, la semioscuridad del día de enero se fundía ya con el crepúsculo que se acercaba, y el ligero temblor de los cristales atestiguaba que el viento era todavía fuerte.

Sonrió inconscientemente, recordando la carta que había recibido en respuesta a su solicitud de información sobre la casa:

Apreciada Judith Chase:

El piso estará disponible desde el 1 de setiembre hasta el 1 de mayo. Sus referencias son muy satisfactorias y es para mí un consuelo saber que va a dedicarse a escribir su nuevo libro. La Guerra Civil de la Inglaterra del siglo XVII ha resultado maravillosamente fértil para los escritores románticos y es gratificador que lo haya escogido una seria historiadora de su categoría. El piso no es nada excepcional, pero es espacioso y creo que le resultará adecuado. El ascensor se estropea muy a menudo; no obstante, tres tramos de escalera no son demasiados, ¿no le parece? Yo misma los subo a pie voluntariamente.

La carta terminaba con una firma precisa y muy fina: «BEATRICE ARDSLEY». Judith sabía por amigos comunes que lady Ardsley tenía ochenta y tres años.

Tocó levemente el alféizar de la ventana con las yemas de los dedos y sintió el aire frío y cortante forzando su paso a través del marco de madera. Tiritando, Judith pensó que tendría tiempo de tomar un baño caliente, si se daba prisa. En el exterior, la calle estaba casi vacía. Los escasos peatones pasaban rápidamente, con la cabeza inclinada sobre el cuello y las solapas de los abrigos levantadas. Al volver la cabeza, vio a una niña muy pequeña, todavía aprendiendo a andar, correr calle abajo justo bajo su ventana. Horrorizada, Judith vio cómo la criatura tropezaba y caía en la calzada. Si algún coche daba la vuelta a la esquina, el conductor no tendría tiempo de verla. Un hombre mayor bajaba a la altura de la mitad de la calle. Tiró de la ventana para gritar y pedirle ayuda, pero entonces surgió de ninguna parte una mujer joven, se lanzó a la calle, recogió a la niña y la acunó entre sus brazos.

—¡Mami, mami! —oyó exclamar Judith.

Cerró los ojos y hundió la cara entre sus manos, mientras se escuchaba a sí misma gemir en voz alta: «¡Mami, mami! ¡Oh Dios mío! ¡Otra vez no!»

Se obligó a abrir los ojos. Tal como esperaba, la mujer y la criatura habían desaparecido. Solo el anciano estaba allí, caminando por la acera con cuidado.

El teléfono sonó mientras se sujetaba un alfiler de diamantes en la chaqueta de su traje de seda anafalla. Era Stephen.

—Cariño, ¿cómo te ha ido hoy escribiendo? —le preguntó.

—Muy bien, creo.

Judith sintió que su pulso se aceleraba. Cuarenta y seis años y su corazón brincaba como el de una colegiala al oír la voz de Stephen.

—Judith, tengo una maldita reunión de gabinete que se está alargando. ¿Te importaría mucho que nos encontráramos en casa de Fiona? Te enviaré el coche.

—No es preciso. Un taxi será más rápido. Que tú llegues tarde es una cuestión de Estado, que llegue yo es mala educación.

Stephen rió:

—¡Dios mío, cómo me facilitas la vida! —Bajó la voz—. Estoy loco por ti, Judith. Quedémonos en la fiesta solo el tiempo preciso y luego vayamos a cenar solos los dos.

—Estupendo. Adiós, Stephen. Te quiero.

Judith colgó el teléfono con una sonrisa jugueteando en sus labios. Hacía dos meses, la habían sentado junto a sir Stephen Hallett en un banquete.

—Sin lugar a dudas, el mejor partido de Inglaterra —le confió su anfitriona, Fiona Collins—. Aspecto imponente, encantador, brillante. Ministro del Interior. Se dice que será el próximo Primer Ministro. Y, querida Judith, lo mejor de todo: está disponible.

—Vi a Stephen Hallett una o dos veces en Washington hace años —dijo Judith—. A Kenneth y a mí nos gustó mucho. Pero he venido a Inglaterra a escribir un libro, no a enredarme con un hombre, sea o no encantador.

—Eso es una tontería —espetó Fiona—. Hace diez años que enviudaste. Eso es mucho tiempo. Te has hecho un nombre como escritora importante. Querida, es realmente encantador tener un hombre en casa, especialmente si la casa resulta ser el número 10 de Downing Street. Estoy segura de que tú y Stephen estaríais perfectamente juntos. Judith, eres una mujer bonita pero siempre estás emitiendo señales que dicen: «No se acerquen, no me interesa». Por favor, no lo hagas esta noche.

No emitió las señales. Y aquella noche Stephen la acompañó a casa y subió a tomar la última copa. Estuvieron hablando hasta casi el amanecer. Al marcharse, la besó suavemente en los labios.

—Si he pasado una velada más agradable en toda mi vida, no la recuerdo —musitó.

Encontrar un taxi no fue tan fácil como ella esperaba. Judith aguardó durante unos fríos diez minutos hasta que finalmente llegó uno. Mientras esperaba, intentó no mirar la calle. Aquel era el lugar exacto en el que había visto caer a la niña desde su ventana. O en el que lo había imaginado.

La casa de Fiona era de estilo Regencia en Belgravia. Como miembro del Parlamento, a Fiona le regocijaba que la comparasen con la seca lady Astor. Su esposo, Desmond, presidente de un imperio editorial mundial, era uno de los hombres más poderosos de Inglaterra.

Después de dejar el abrigo en el guardarropa, Judith se deslizó hacia el contiguo tocador. Se retocó los labios con brillo nerviosamente y echó hacia atrás los rizos que el viento había esparcido sobre su cara. Su cabello era todavía de un color castaño oscuro natural; aún no había comenzado a teñirse las ocasionales hebras plateadas. Un entrevistador había dicho una vez que sus ojos de color azul zafiro y su cutis de porcelana recordaban constantemente la idea de que ella era de cuna y herencia inglesas.

Ya era hora de entrar en el salón y dejar que Fiona la arrastrase de grupo en grupo. Fiona siempre hacía unas presentaciones que parecían propaganda comercial.

—Mi querida, queridísima amiga, Judith Chase. Una de las escritoras más prestigiosas de América. Premio Pulitzer, Premio del Libro Americano. El porqué esta hermosa criatura se especializa en revoluciones cuando yo podría contarle tanto chismorreo delicioso no lo sabré nunca.

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