Un dulce sabor a muerte (Fray Cadfael 1)

Fragmento

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1

 

 

En la clara mañana de principios de mayo en que puede situarse propiamente el comienzo del increíble asunto de las reliquias de Gwytherin, fray Cadfael llevaba levantado desde mucho antes de prima. Trasplantaba plantones de repollo antes de que avanzara la jornada, y tenía todos sus pensamientos puestos en el nacimiento, el desarrollo y la fertilidad. De ningún modo pensaba en los sepulcros, los relicarios y las muertes violentas, ya fueran de santos, pecadores o simples hombres honrados y falibles como él. Nada turbaba su paz como no fuera el deber de entrar a oír misa y participar en la subsiguiente media hora de capítulo que siempre solía prolongarse unos diez minutos más. Lamentaba tener que apartarse de sus agradables ocupaciones en el huerto, pero no podía eludir sus deberes. Al fin y al cabo, había elegido la vida de claustro con los ojos bien abiertos y no podía quejarse de las tareas menos placenteras. Todo el resto le agradaba y le permitía experimentar la clase de satisfacción que sintió entonces, cuando enderezó la espalda y miró complacido a su alrededor.

Dudaba de que en todo el reino hubiera un huerto benedictino más hermoso o mejor provisto de hierbas útiles no sólo para condimentar las carnes, sino también como remedios medicinales. Los principales huertos y tierras de la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury se extendían al norte del camino, fuera del recinto monástico, pero allí, en aquel huerto cerrado en el interior de las murallas, cerca de las redes que usaba el abad para atrapar peces y del riachuelo que alimentaba el molino de la abadía, fray Cadfael ejercía un dominio absoluto. El herbario, en particular, constituía su reino: él mismo lo había completado poco a poco, a lo largo de quince años de esfuerzos, añadiéndole muchas plantas exóticas que cuidadosamente había cultivado, tras haberlas recogido en una errante juventud que le había llevado nada menos que hasta Venecia, Chipre y Tierra Santa. Fray Cadfael se había incorporado tarde a la vida monástica, como una maltrecha embarcación que buscara, al final, un puerto tranquilo donde reposar. Sabía muy bien que, en los primeros años de sus votos, los novicios y los sirvientes legos solían señalarle con el dedo entre murmullos de asombro.

—¿Ves aquel fraile que trabaja en el huerto? ¿Ese tan corpulento que se balancea sobre una y otra pierna como un marinero? Viéndole así, ¿a que no imaginas que de joven participó en una cruzada? Estuvo con Godofredo de Bouillon en Antioquía, cuando los sarracenos se rindieron. Y se hizo a la mar como capitán cuando el rey de Jerusalén gobernaba en toda la costa de Tierra Santa, ¡y sirvió luchando diez años contra los corsarios! Ahora nadie lo diría, ¿verdad?

Fray Cadfael, por su parte, no veía nada insólito en su agitada existencia, no había olvidado nada y no se arrepentía de nada. No descubría la menor contradicción entre los placeres de la batalla y la aventura y las suaves delicias que ahora le deparaba aquella quietud. Aderezada, eso sí, con algún pequeño desliz siempre que podía, ya que los manjares bien sazonados le eran irresistibles, pero quietud al fin. Una embarcación varada, y a mucha honra. Probablemente, los jóvenes que le miraban a hurtadillas con tanta curiosidad comentarían también en voz baja que, en una vida como la suya, no debieron de faltar encuentros con mujeres, no todos ellos puramente caballerescos, y se preguntarían qué fundamento era aquél para una vida conventual.

En lo de las mujeres, tenían razón. Aparte Riquilda, que naturalmente se había cansado de esperar su regreso al cabo de diez años, y se había unido en matrimonio con un acaudalado hidalgo de buenas perspectivas en el condado y sin la menor intención de irse a la guerra, recordaba a otras damas de distintos países, con las cuales había gozado de encuentros agradables por ambas partes y sin daño para ninguna. Bianca, la que sacaba agua de la fuente de piedra de Venecia; Ariadna, la griega del barco; Mariam, la viuda sarracena que vendía especias y frutas en Antioquía y que lo consideró lo bastante hombre como para reemplazar durante algún tiempo al que había perdido. Ni las relaciones ligeras ni las más serias dejaron en él la menor huella. Cadfael se daba por bien pagado, y el hecho de haberlas experimentado formaba parte del armonioso equilibrio que ahora le permitía saborear aquella serena vida contemplativa y le daba paciencia y perspicacia para soportar las sencillas almas enclaustradas, para quienes el hábito benedictino era una vocación de por vida y no un oportuno retiro como para él. Cuando ya se ha hecho todo lo demás, el cuidado de un huerto conventual es una tarea de lo más agradable y satisfactoria. No concebía llegar a semejante estancamiento sin antes haber hecho otra cosa.

Cinco minutos más, y tendría que lavarse las manos y dirigirse a la iglesia para oír misa. Los utilizó para rodear su recóndito y perfumado reino de pálidas flores en el que fray Juan y fray Columbano, dos jóvenes tonsurados hacía apenas un año, se hallaban ocupados en arrancar malas hierbas y recortar los setos. Lustrosas y mates, viscosas o cubiertas de suave pelusa, las hojas mostraban todas las variantes posibles de verde. Casi todas las flores eran pequeñas, tímidas y casi furtivas, con suaves colores lilas, tenues azules y pálidos amarillos, dado que su importancia estribaba tan sólo en la producción de semillas. Toda suerte de hierbas crecían allí: ruda, salvia, romero, borraja, jengibre, menta, tomillo, hierba álsine, hierbabuena, ajedrea, mostaza, hinojo, tanaceto, albahaca, eneldo, perejil, madreselva y mejorana. A todos sus ayudantes les había enseñado sus usos y también sus peligros, ya que el beneficio de las hierbas reside en su adecuada proporción, y una dosis excesiva puede ser peor que la enfermedad. Humildes en sus ropajes, modestas en sus colores, apiñadas y tímidas, las hierbas sólo llamaban la atención por su difusa dulzura cuando el sol las iluminaba. Sin embargo, detrás de aquellas sencillas hierbas sin pretensiones, crecían otras más altas y esplendorosas, lechos de peonías cultivadas por sus aromáticas semillas, y altivos capullos de adormideras de pálidas hojas, cuya cerrada armadura apenas permitía adivinar el blanco o el negro púrpura de sus pétalos. Se mantenían tan erguidas como los hombres de baja estatura y provenían de la región oriental del Mediterráneo, desde donde Cadfael había traído hacía mucho tiempo las semillas de sus antepasados, cultivándolas y cruzándolas en su propio huerto, antes de plantar allí aquella perfeccionada progenie con la que elaboraba remedios contra el dolor, el principal enemigo del hombre. El dolor y la ausencia de sueño, el cual es, a su vez, el remedio más beneficioso contra el dolor.

Ambos jóvenes, con los hábitos levantados hasta las rodillas, enderezaron la espalda y se sacudieron la tierra de las manos, conscientes como Cadfael de la hora que era. Por nada del mundo fray Columbano hubiera dejado de cumplir un solo ápice de sus

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