La virgen de hielo (Fray Cadfael 6)

Fragmento

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1

 

 

Fue a principios de noviembre de 1139 cuando la marea de la guerra civil, hasta entonces indolente y estancada, subió de pronto y asoló la ciudad de Worcester, arrastrando consigo a la mitad de su ganado, sus propiedades y sus mujeres, y obligando a todos los que pudieron escapar a desplazarse hacia el norte, lejos de los saqueadores, y ocultarse dondequiera que hubiera una mansión o priorato, ciudad amurallada o castillo lo suficientemente poderoso como para ofrecerles cobijo.

Su situación no era excesivamente apurada, aparte de los ancianos y los enfermos, pues los rigores invernales aún no habían dejado sentir su efecto. Los conocedores del clima vaticinaron mucho frío, intensas nevadas y prolongadas heladas, pero de momento el ambiente era tan sólo desapacible, nublado y benigno, con vientos algo caprichosos, pero sin nieves ni heladas.

—Gracias sean dadas a Dios —dijo devotamente fray Edmundo, el enfermero—. De lo contrario, hubiéramos tenido bastantes más entierros de personas que rebasan las tres veintenas y media de años.

Aun así, trabajo le costó encontrar camas en el hospicio para quienes las necesitaban, y para los demás no tuvo más remedio que extender paja sobre las baldosas de piedra de la sala. Podrían regresar a su saqueada ciudad antes de las fiestas navideñas, pero ahora, agitados y trastornados por los acontecimientos, necesitaban de todos sus cuidados, aunque los recursos de la abadía ya se habían estirado al máximo. Algunos refugiados tenían parientes lejanos en la ciudad y habían sido acogidos en sus casas. Una mujer embarazada y su marido se habían instalado en la casa que tenía en la ciudad Hugo Berengario, el segundo alguacil del condado, a instancias de su mujer, conducida a la seguridad de la ciudad con sus doncellas, su partera y su médico, porque ella también esperaba dar a luz antes de la Natividad y deseaba acoger a cualquiera que se encontrase en su misma situación o en cualquier otra suerte de necesidad.

—Nuestra Señora no tuvo semejante recibimiento —le comentó tristemente fray Cadfael a su buen amigo Hugo.

—¡Claro, porque no hay nadie que se pueda comparar con mi señora! Si pudiera, Aline recogería a todos los perros sin amo que vagan por las calles. Esta pobre muchacha de Worcester se recuperará, pues no tiene nada que un buen descanso no pueda remediar. Es posible que por Navidad tengamos dos nacimientos. No sería conveniente trasladarla a otro sitio antes de que se reponga del parto. No obstante, creo que buena parte de vuestros huéspedes se sacudirán muy pronto el miedo de encima y regresarán a casa.

—Algunos ya se han marchado —dijo Cadfael— y varios de los que están sanos lo harán en los próximos días. Es natural que quieran regresar a sus hogares para salvar lo que puedan. Dicen que el rey se dirige a Worcester con sus huestes. Si deja la guarnición bien abastecida, podrán respirar tranquilos todo el invierno, aunque tendrán que buscar provisiones en el este ya que los saqueadores se habrán llevado todas sus reservas.

Cadfael conocía por experiencia el aspecto, el hedor y la desolación de una ciudad destripada, pues en su juventud había sido soldado y marinero y había servido en lejanas tierras.

—Aparte del deseo de recuperar lo que les queda —añadió—, se acerca el invierno. Ahora que los caminos aún son seguros podrán viajar por lo menos a pie enjuto y sin padecer demasiado frío; en cambio, dentro de un mes o incluso dentro de una semana, ¿quién sabe cuánta nieve puede haber?

—No sé si los caminos son muy seguros —replicó Hugo Berengario con cierta cautela—. Tenemos firmemente en nuestro poder el condado de Shrop... ¡por ahora! Pero circulan rumores inquietantes sobre el este y el norte, sin contar la turbulencia de la frontera. Ahora que el rey está ocupado en el sur y se devana los sesos para conseguir la próxima soldada de sus mercenarios flamencos y gasta toda su energía desplazándose de uno a otro objetivo, cabe la posibilidad de que forasteros ambiciosos empiecen a extender sus dominios sobre las tierras de los condes palatinos y establezcan sus propios reinos. Más tarde podrían seguir su ejemplo peces no tan gordos.

—En un territorio en guerra consigo mismo —convino sombríamente Cadfael—, podéis tener por seguro que se rompe el orden y estalla la violencia.

—Aquí no ocurrirá semejante cosa —dijo Hugo con gesto ceñudo—. Prescote sujeta muy bien las riendas y lo mismo pienso hacer yo en tanto representante suyo.

Gilberto Prescote, nombrado por el rey Esteban alguacil del condado de Shrop, se proponía pasar las Navidades en la principal mansión de sus tierras, en el norte del condado, por lo que la guarnición del castillo y el gobierno de la mitad sur del condado quedarían en manos de Hugo Berengario. Aquel ataque contra Worcester tal vez hubiera sido un anticipo de futuras incursiones. Todas las ciudades fronterizas estaban en peligro no sólo por las precarias lealtades de los condestables y las guarniciones, sino también por las acciones del enemigo. Más de un señor de aquellas castigadas tierras ya había cambiado de bando y más de uno lo haría en el futuro, algunos quizá por segunda o tercera vez. Los eclesiásticos, los barones y todos los demás miraban primero sus propios intereses y otorgaban sus lealtades allí donde más probabilidades tenían de obtener mayores beneficios. Algunos no tardarían mucho en concluir que servirían mejor a sus propios intereses abandonando a ambos pretendientes a la corona y estableciéndose por su cuenta.

—Dicen que vuestro castellano de Ludlow no es muy digno de confianza —observó Cadfael—. A pesar de que el rey Esteban le entregó las tierras de Lacy y le encomendó el castillo, de Ludlow, corren rumores de que tenía intención de aliarse con la emperatriz. Y lo habría hecho, según he oído decir, si el rey no lo hubiera vigilado de cerca.

Todo lo que Cadfael había oído decir, Hugo también lo sabía. No había, en aquellos tiempos, ningún alguacil que no tuviera confidentes de confianza y no aguzara su propio oído. Si en Ludlow, Josce de Dinan había estado a punto de cambiarse de bando, ahora Hugo Berengario aceptaba con ciertas reservas su lealtad y le vigilaba. La desconfianza era uno más de los muchos males menores de la guerra civil, por muy lamentable que fuera. No obstante, aún se podía tener absoluta confianza en los amigos fieles. En tiempos tan agitados, no había ningún hombre a salvo de necesitar de repente el firme apoyo de otro.

—En fin, si el rey Esteban se dirige a Worcester con su ejército, nadie levantará un dedo ni asomará la cara hasta que él se retire. De todos modos, nunca dejo de prestar atención y de vigilar —Hugo Berengario se levantó del banco adosado a la pared de la cabaña de Cadfael, breve refugio contra el mundo—. Ahora me voy a dormir a mi casa... aun

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