El novicio del diablo (Fray Cadfael 8)

Fragmento

Capítulo 1

1

A mediados de septiembre del año del Señor de 1140, dos señores de mansiones del condado de Shrop, una al norte de la ciudad de Shrewsbury y otra al sur, enviaron mensajeros a la abadía de San Pedro y San Pablo el mismo día, solicitando el ingreso de sus hijos menores en la orden.

Una petición fue aceptada y la otra rechazada. El diferente trato obedeció a poderosas razones.

—Os he convocado solo a vosotros cinco —dijo el abad Radulfo—, antes de tomar una decisión sobre este asunto o de exponerlo a la consideración de los hermanos en el capítulo, porque el principio implicado es actualmente materia de discusión entre los maestros de nuestra orden. Vos, padre prior, y vos, fray viceprior, como responsables del peso cotidiano de esta casa y familia; fray Pablo, como maestro de los muchachos y novicios; fray Edmundo, en su calidad de monje consagrado al claustro desde la infancia, para que me aconseje en un punto; y fray Cadfael, como converso a la vida religiosa en la edad madura tras haber participado en numerosas y arriesgadas empresas, para que me exprese su parecer en otro.

O sea, pensó fray Cadfael, mudo y pasivo en su escabel de un rincón de la austera sala del abad en la que solo se aspiraba la fragancia de la olorosa madera, que voy a ser el abogado del diablo, la voz del mundo exterior. Ablandado por diecisiete años de vocación, pero todavía un poco estridente para los delicados oídos claustrales. En fin, cada cual sirve según sus propias aptitudes y según los rangos que se le han otorgado, y este puede ser un medio tan bueno como cualquier otro. Estaba medio adormilado tras haber pasado todo el día desde buena mañana en los vergeles del Gaye y su huerto de hierbas medicinales, entre las sesiones obligatorias del oficio y las plegarias, y se sentía ligeramente embriagado por el denso aire de un hermoso y fructífero mes de septiembre. Tenía intención de irse a la cama en cuanto terminara el rezo de completas, pero aún no estaba tan soñoliento como para no aguzar el oído cuando el abad Radulfo manifestó que necesitaba consejo e incluso deseaba que se lo dieran, aunque no vacilara después en rechazarlo si su mente apuntaba en otra dirección.

—Fray Pablo —dijo el abad, recorriendo con su autoritaria mirada el círculo de monjes— ha recibido peticiones de que aceptemos en nuestra casa a dos nuevos ofrendados con el fin de que, Dios mediante, reciban el hábito y la tonsura. El que debemos considerar aquí pertenece a una buena familia y su progenitor es uno de los benefactores de nuestra iglesia. ¿Qué edad tiene, fray Pablo?

—Es un infante que aún no ha cumplido los cinco años —contestó Pablo.

—Ese es el motivo de mi vacilación. Actualmente solo tenemos a cuatro niños de tierna edad entre nosotros, dos de los cuales no están consagrados a la vida claustral sino a recibir instrucción. Cierto que más tarde podrán optar por permanecer con nosotros e incorporarse a su debido tiempo a la comunidad, pero eso lo decidirán por sí mismos cuando tengan edad para ello. Los otros dos, oblatos ofrecidos a Dios por sus padres, ya tienen doce y diez años y se encuentran muy felices y a gusto entre nosotros, por lo que no estaría bien turbar su tranquilidad. Aun así, tengo mis dudas sobre la conveniencia de aceptar nuevos oblatos incapaces aún de saber qué se les ofrece y de qué se les priva. Es un gran gozo —añadió Radulfo— abrir las puertas a un corazón y una mente sinceramente comprometidos, pero la mente de un niño recién separado de su nodriza pertenece más bien a los juegos y al consuelo del regazo de su madre.

El prior Roberto arqueó las cejas plateadas y miró con expresión dubitativa desde lo alto de su fina nariz aristocrática.

—La costumbre de ofrecer a los niños como oblatos está aprobada desde hace siglos. Nuestra Regla la sanciona. Cualquier cambio que se desvíe de la Regla solo debe emprenderse tras una grave reflexión. ¿Tenemos el derecho de oponernos a lo que un padre desea para su hijo?

—¿Tenemos, o tiene el padre, el derecho de determinar el curso de una vida antes de que el inocente tenga voz para hablar por sí mismo? Sé que la práctica está establecida desde hace tiempo y jamás se ha puesto en duda, pero ahora empieza a ponerse.

—Si la abandonamos —insistió Roberto—, es posible que privemos a alguna tierna alma del mejor camino hacia la santidad. Incluso en los años de infancia se puede torcer el camino y extraviar el sendero de la divina gracia.

—Reconozco esta posibilidad—convino el abad—, pero temo también que pueda ser cierto lo contrario y que muchos de tales niños, mejor dotados para otra vida y otra manera de servir a Dios, se vean encerrados en lo que para ellos debe ser una prisión. A este respecto, solo conozco mi propia mente. Aquí tenemos a fray Edmundo, infante del claustro desde los cuatro años, y a fray Cadfael, que entró en religión en la edad madura, tras una ajetreada y azarosa vida mundana. Ambos, según creo y espero, están seguros de su compromiso. Decidnos, Edmundo, ¿cómo veis esta cuestión? ¿Habéis lamentado alguna vez que os negaran la experiencia del mundo situado más allá de estos muros?

Fray Edmundo, el enfermero, ocho años más joven que los vigorosos sesenta de Cadfael, un hombre de aire solemne, apuesto y pensativo, que igual hubiera podido dedicarse con provecho al ejercicio de las armas montado a lomos de un caballo, o a la administración de una mansión y la vigilancia de los aparceros de su amo, consideró muy serio la pregunta y no se turbó.

—No, jamás lo lamenté. Pero tampoco supe si había algo cuya pérdida mereciera la pena lamentar. Sé de algunos que se rebelaron en su afán de saberlo. Puede que imaginaran la existencia, fuera de aquí, de un mundo mejor que el de la vida del claustro y puede que yo carezca de imaginación. O puede que tuviera la suerte de encontrar aquí un trabajo de mi gusto y haya estado demasiado ocupado para arrepentirme. No lo cambiaría por nada. Mi elección hubiera sido la misma si hubiera alcanzado la pubertad fuera de aquí y hubiera hecho los votos más adelante. Sin embargo, tengo razones para saber que otros hubieran elegido otra cosa de haber tenido libertad para hacerlo.

—Habéis hablado con imparcialidad —dijo Radulfo—. ¿Y vos, fray Cadfael? Vos habéis recorrido el ancho mundo hasta llegar a Tierra Santa, y os habéis dedicado al ejercicio de las armas. Vuestra opción la hicisteis tarde y libremente, y no creo que hayáis vuelto la mirada hacia atrás. ¿Fue una ventaja haber visto tanto mundo y haber elegido, sin embargo, esta pequeña vida de retiro?

Cadfael necesitó pensar la respuesta, pero, bajo el placentero peso de todo un día de trabajo al soleado aire libre, el pensar era un esfuerzo. No estaba en modo alguno seguro de lo que el abad pretendía de él, pero no tenía la menor duda con respecto a su propia indignación ante la idea de que un tierno infante fuera envuelto, tanto si quería como si no, en los pañales de un hábito que él había vestido voluntariamente.

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