El rescate del muerto (Fray Cadfael 9)

Fragmento

Capítulo 1

1

Aquel día séptimo de febrero del año del Señor de 1141 se ofrecieron plegarias especiales en todos los oficios, no por la victoria de un bando y la derrota del otro en los campos de batalla del norte sino por un mejor consejo, por la reconciliación, por el fin del derramamiento de sangre y por el respeto de la vida entre hombres de un mismo país. Todos ellos propósitos altamente deseables, tal como pensó con un suspiro fray Cadfael mientras rezaba, pero a los cuales no era muy probable que, en aquella tierra tan desgarrada y fragmentada, se contestara más que con una respuesta sumamente vaga e imprecisa. Hasta Dios necesita cierta consideración y apoyo por parte de la materia que Él ha creado para hacer de los hombres unas criaturas racionales y benévolas.

Shrewsbury había proporcionado al rey Esteban unas apreciables fuerzas que se unirían a las suyas en el norte, donde los condes de Chester y Lincoln, los ambiciosos hermanastros, habían despreciado el favor del rey y habían decidido establecer unos dominios independientes, con muchas posibilidades de alzarse con el triunfo, por cierto. La parte pública del espacioso templo estaba más llena que de costumbre durante los oficios monásticos, y tanto las angustiadas esposas como las madres y los abuelos oraban con fervor por sus parientes. No todos los hombres que habían partido con el alguacil Gilberto Prestcote y su representante Hugo Berengario regresarían sanos y salvos a Shrewsbury. Corrían muchos rumores, pero las noticias eran más bien escasas. Sin embargo, se decía que Chester y Lincoln, que desde hacía mucho tiempo se mantenían neutrales entre los dos pretendientes a la corona, a la espera de realizar ambiciosos planes en contra de ambos, al verse amenazados por la proximidad del rey Esteban, habían solicitado precipitadamente la ayuda de los paladines de su antagonista, la emperatriz Matilde, comprometiéndose de este modo con una lealtad de la que tal vez más tarde tendrían ocasión de arrepentirse.

Cadfael salió muy abatido de vísperas, dudando de la fuerza e incluso la honradez de sus propias plegarias, a pesar de lo mucho que se había esforzado en ser sincero. Los hombres embriagados de ambición y poder no inclinan sus armas al suelo ni se detienen a pensar en el carácter humano de los seres a los que se disponen a matar. Allí no se había llegado a semejante extremo... todavía. Esteban se dirigió al norte con su gallarda y violenta prepotencia y, enfurecido por la ingrata traición de Chester, atrajo irreflexivamente a muchos en pos de sí, amén de otros muchos que, más prudentes y equilibrados, hubieran podido discurrir en su nombre de haber tenido un poco más de tiempo para pensarlo. La cuestión estaba en el aire y las buenas gentes del condado de Shrop se sentían totalmente comprometidas con su señor. Lo mismo le sucedía al amigo de Cadfael, Hugo Berengario de Maesbury, segundo alguacil del condado, cuya esposa estaría aguardando ansiosamente noticias en la ciudad. El hijo de Hugo, que ahora tenía un año, era el ahijado de Cadfael, el cual tenía permiso para visitarlo siempre que quisiera, dada la importancia y la sagrada naturaleza de los deberes de un padrino. Cadfael renunció a la cena en el refectorio y cruzó las puertas de la abadía, avanzó por el camino, dejando a su izquierda el molino y el estanque del molino y a su derecha el cinturón de bosque que protegía los principales vergeles de la abadía en el Gaye, atravesó el puente del Severn, cuyas aguas brillaban con trémula luz bajo el gélido firmamento invernal cuajado de estrellas, y franqueó la gran puerta de la ciudad.

A la entrada de la casa de Hugo junto a la iglesia de Santa María y más allá de la misma, en High Cross, ardían las antorchas, y a Cadfael le pareció que había más gente en la calle y mucho más movimiento que de costumbre a semejante hora de la noche invernal. Se aspiraba en el aire un leve estremecimiento de emoción y, en cuanto sus pies pisaron el umbral, Aline acudió corriendo a la puerta con los brazos abiertos. Al reconocer quién era, el rostro de Aline conservó su placentera expresión de bienvenida, pero perdió en un instante el brillo especial que lo iluminaba.

—¡No soy Hugo! —dijo tristemente Cadfael, sabiendo para quién se había dejado la puerta abierta de par en par—. Todavía no. Entonces, ¿es que hay alguna noticia? ¿Vuelven a casa?

—Will Warden nos lo ha mandado decir hace una hora, antes de que oscureciera. Han avistado acero desde las torres, todavía muy lejos, pero ahora ya deben de estar en la barbacana del castillo. Tenemos la puerta abierta para ellos. Pasad y sentaos a esperarle junto al fuego, Cadfael —Aline tomó sus manos y cerró resueltamente la puerta a la noche y a su propia y dolorosa impaciencia—. Está aquí —añadió, viendo en el rostro de Cadfael un reflejo del mismo amor y la misma inquietud que ella sentía—. Han divisado sus estandartes y los soldados avanzan en formación ordenada. Sin embargo, no todo estará como a la ida, de eso no me cabe la menor duda.

No, eso jamás. Los que iban a la batalla jamás regresaban sin mostrar en sus filas unos huecos semejantes a heridas abiertas. Lástima que los que los mandaban nunca aprendieran y que los pocos hombres sabios que había entre los que los seguían nunca pudieran transmitir sus enseñanzas. Pero la confianza y la lealtad eran más fuertes que el temor, pensó Cadfael, lo cual tal vez fuera una virtud, aunque uno tuviera que enfrentarse con la muerte para cumplir su compromiso. La muerte era, en resumidas cuentas, la única expectativa común a todos los hombres y de ella no escapaban ni los héroes ni los cobardes.

—¿No ha enviado a decir cómo fue la jornada? —preguntó Cadfael.

—No, pero corren rumores de que no fue bien —contestó Aline sin vacilar, apartándose con una delicada mano el dorado cabello que le caía sobre la frente. Era una esbelta joven de apenas veintiún años ya madre de un niño de un año y tan rubia como morena era su marido. La timidez propia de su adolescencia había madurado en una gentil dignidad—. Una perversa marea nos arrastra a todos en Inglaterra —añadió—, pero no siempre será así, tiene que haber un reflujo —lo dijo con serena firmeza, aunque le costara un esfuerzo disimular su inquietud—. No habéis comido, no creo que hayáis cenado en la abadía. Sentaos y cuidad un ratito de vuestro ahijado que enseguida os traigo carne y cerveza.

El pequeño Giles, tremendamente crecido para una criatura de un año, se apoyó en los bancos, las mesas de caballete y los arcones, rodeando la estancia con suma cautela, pero asombrosa celeridad, hasta llegar al escabel junto a la chimenea. Allí se encaramó sin ayuda a las rodillas de Cadfael, cubiertas por el deslustrado hábito negro. De su boca fluía un torrente de palabras casi todas ellas inventadas, si bien de vez en cuando pronunciaba alguna en cierto modo comprensible. Su madre hablaba constantemente con él y lo mismo hacía su fiel servidora Constanza, y aquel vástago de la nobleza las escuchaba con atención y les respondía con locuacidad. Por muchos doctos aristócratas que tengamos, pensó

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