El peregrino del odio (Fray Cadfael 10)

Fragmento

Capítulo 1

1

Se encontraban juntos en la cabaña del herbario de fray Cadfael la tarde del veinticinco de mayo, conversando sobre altas cuestiones de estado, sobre reyes y emperatrices y sobre las inciertas fortunas que acosaban a los irreconciliables pretendientes a los tronos.

—¡Bien, la dama aún no ha sido coronada! —dijo Hugo Berengario casi con tanta firmeza como si ya hubiera descubierto el medio de impedirlo.

—Ni siquiera ha llegado a Londres —convino Cadfael, removiendo cuidadosamente la marmita sobre los carbones del brasero para evitar que la cocción hirviera contra los costados y se quemara—. No será coronada hasta que le permitan entrar en Westminster, cosa que, por lo que parece, no tienen demasiada prisa en hacer.

—Allí donde luce el sol se congregan todos los que tienen frío —dijo tristemente Hugo—. Mi causa, amigo mío, no está iluminada por el sol. Cuando Enrique de Blois mude de alianza, todos los hombres le seguirán como hambrientos acurrucados en una misma cama. Si levanta el cobertor, irán tras él, agarrados al dobladillo.

—No todos —objetó Cadfael, esbozando una leve sonrisa sin dejar de remover la cocción—. Vos, no. ¿Creéis que sois el único?

—¡Líbreme Dios de pensar tal cosa! —contestó Hugo, soltando una repentina carcajada que disipó su abatimiento.

Se alejó de la puerta abierta donde la luz pura extendía un suave brillo dorado sobre los arbustos y los planteles del huerto de hierbas medicinales; el húmedo aire meridiano transportaba una embriagadora languidez de intensas y deliciosas fragancias. Volvió a acomodar su cenceña figura en el banco adosado a la pared de madera, estirando los pies calzados con botas sobre el suelo de tierra. Era un hombre bajo, pero solo en un sentido, lo cual no empañaba para nada su considerable prestancia. Su modesta estatura y su liviano peso habían engañado a más de un hombre que más tarde tuvo que lamentarlo. La luz del exterior, impulsada por la brisa que mecía los arbustos, se reflejaba desde uno de los grandes jarros de vidrio de Cadfael, iluminando con sus destellos un moreno y enjuto rostro pulcramente rasurado, con una curvada boca y unas ágiles cejas negras que podían arquearse escépticamente hacia su corto cabello negro. Un rostro elocuente e inescrutable a la vez. Fray Cadfael era uno de los pocos que sabían leerlo. Cabía dudar que Aline, la esposa de Hugo, le comprendiera mejor. Cadfael tenía sesenta y dos años y a Hugo aún le faltaban uno o dos para los treinta, pero, unidos en amable compañerismo entre las hierbas de la cabaña de Cadfael, ambos se sentían coetáneos.

—No —dijo Hugo, pensando en las circunstancias y experimentando un cauteloso consuelo—, en absoluto. Aún quedamos unos cuantos y no estamos tan mal situados como para no poder conservar lo que tenemos. La reina se encuentra en Kent con su ejército. Roberto de Gloucester no dará media vuelta para venir a perseguirnos aquí, estando ella tan cerca de los límites meridionales de Londres. Y, mientras el galés de Gwynedd nos proteja las espaldas contra el conde de Chester, podremos conservar este condado para el rey Esteban y esperar a ver qué ocurre. La fortuna que cambió puede volver a cambiar. Y la emperatriz aún no ha sido coronada reina de Inglaterra.

Pese a ello, pensó Cadfael, removiendo en silencio la cocción para las doloridas pantorrillas de fray Aylwin, todo permitía suponer que muy pronto lo sería. Tres años de guerra civil entre unos primos que aspiraban a la soberanía de Inglaterra no habían conseguido reconciliar a ambos bandos, fomentando en su lugar la inseguridad, el pillaje y los asesinatos entre el pueblo. El artesano de la ciudad, el campesino de la aldea y el siervo de la gleba se alegrarían de que un monarca, cualquiera que este fuera, les garantizara un país sereno y en paz en el que pudieran llevar adelante sus modestas tareas. Pero, para un hombre como Hugo, la cuestión no era tan indiferente. Él era vasallo del rey, vasallo del rey Esteban, y ahora se había convertido también en el gobernador del condado de Shrop, y estaba obligado a conservarlo en nombre del rey. Pero su rey se hallaba prisionero en el castillo de Bristol tras perder la batalla de Lincoln. Un solo día de febrero de aquel año había sido testigo de un cambio radical en lo que a los dos pretendientes al trono se refería. La emperatriz Matilde se había visto ensalzada hasta las nubes y Esteban, a pesar de haber sido coronado y ungido, se encontraba en un estercolero, sometido a una estrecha vigilancia mientras su hermano Enrique de Blois, obispo de Winchester y legado papal, el más influyente de los prelados y hasta entonces firme partidario de su hermano, se debatía en la duda. Podía convertirse en un héroe y mantener firmemente su alianza, atrayéndose de este modo la antipatía de una dama cada vez más poderosa y peligrosa, o recoger velas y amoldarse al cambio de fortuna, acercándose a su bando. Con mucha discreción, por supuesto, y con unos argumentos esmeradamente preparados para que su nueva lealtad resultara respetable. Pero también cabía la posibilidad, pensó Cadfael, dispuesto a ser justo incluso con los obispos, de que Enrique estuviera sinceramente preocupado por la paz y el orden y quisiera respaldar a cualquiera de los dos contendientes que pudiera restablecerlos.

—Lo que más me molesta —dijo Hugo con inquietud— es la falta de noticias fidedignas. Corren muchos rumores y cada uno de ellos invalida el anterior, pero no se puede confiar en ninguno. Estaré más tranquilo cuando el abad Radulfo regrese a casa.

—Todos los monjes se alegrarán de ello —convino fervientemente Cadfael—. Exceptuando tal vez a Jerónimo, que se siente superior cuando el prior Roberto gobierna la abadía; se lo ha pasado muy bien durante las semanas transcurridas desde que el abad Radulfo fue llamado a Winchester. Sin embargo, os puedo asegurar que los demás no apreciamos tanto el gobierno de Roberto.

—¿Cuánto tiempo lleva ausente? —preguntó Hugo—. ¡Unas siete u ocho semanas! El legado mantiene constantemente su corte bien abastecida de mitras. Toda esta pompa le ayuda en cierto modo a codearse con la emperatriz. Enrique no es un hombre muy dado a inclinarse ante los príncipes y necesita todo el respaldo posible.

—No obstante, algunos de sus clérigos se han dispersado —dijo Cadfael—. Puede que, de este modo, haya conseguido llegar a un acuerdo. O puede que se engañe. El padre abad nos ha enviado noticias desde Reading. Dentro de una semana tendría que estar aquí. Difícilmente podríais encontrar un mejor testigo.

El obispo Enrique había tenido buen cuidado en mantener firmemente en sus manos la dirección de los acontecimientos. El hecho de haber convocado en Winchester a todos los prelados y abades mitrados a principios de abril y de haber calificado la reunión de concilio episcopal y no de simple asamblea eclesial, le había asegurado la supremacía en las subsiguientes deliberaciones. También le daba precedencia sobre el arzobispo Teobaldo de Canterbury, el cual era superior en los asuntos sociales de carácter puramente i

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