El cuervo de la barbacana (Fray Cadfael 12)

Fragmento

1

Aquel primer día de diciembre el abad Radulfo acudió al capítulo con semblante preocupado y ceñudo y despachó en un santiamén las distintas trivialidades que le plantearon sus monjes. Aunque era un hombre parco en palabras, por regla general siempre se mostraba pacientemente dispuesto a soportar las divagaciones y la locuacidad de los que le hacían peticiones o sugerencias, pero aquel día estaba claro que tenía cosas más urgentes en que pensar.

—Debo anunciaros —dijo tras haber resuelto satisfactoriamente la última fruslería— que os tendré que dejar unos días al cuidado del padre prior con quien espero y exijo que os mostréis tan obedientes y serviciales como conmigo. He sido convocado a un consejo que celebrará en Westminster el legado del santo padre Enrique de Blois, obispo de Winchester. Regresaré en cuanto pueda, pero en mi ausencia deseo que elevéis plegarias para que esta reunión de prelados sea presidida por un espíritu de prudencia y reconcialición, por el bien y la paz de esta tierra. Su voz sonaba seca y serenamente resignada. A lo largo de los últimos cuatro años no había habido demasiada inclinación a la reconciliación en Inglaterra entre los rivales que se disputaban la corona; ninguno de los dos bandos había hecho gala de una excesiva prudencia. Sin embargo, era deber de la Iglesia seguir esforzándose y no perder la esperanza, en la medida de lo posible, incluso cuando la situación del país parecía haber regresado al mismo punto en el que se había iniciado la contienda civil, para repetir de nuevo todo el infructuoso ciclo.

—Soy bien consciente de las cuestiones que tenemos pendientes aquí —añadió el abad— y que también requieren nuestra atención, pero estas deberán esperar hasta mi vuelta. En particular, está la sucesión del padre Adán, difunto vicario de esta parroquia de la Santa Cruz, cuya pérdida todavía lamentamos. El beneficio depende de esta casa. El padre Adán ha sido durante muchos años un valioso colaborador nuestro en la adoración a Dios y la cura de las almas, por lo cual su sustitución tiene que ser motivo de plegaria y reflexión. Hasta mi regreso, el padre prior dirigirá los servicios parroquiales como estime conveniente y todos vosotros estaréis a sus órdenes. —Abarcando con su oscura mirada toda la sala capitular, el abad interpretó el silencio general como una prueba de comprensión y asentimiento, y se levantó sin más—. El capítulo ha terminado.

—Bueno, por lo menos, si se va mañana, tendrá buen tiempo para el viaje —dijo Hugo Berengario, contemplando desde la puerta abierta de la cabaña de fray Cadfael, en el huerto de plantas medicinales, la hierba todavía verde y las pocas rosas altas y raquíticas que todavía seguían floreciendo valerosamente. El mes de diciembre de aquel año del Señor de 1141 se había presentado casi de puntillas acompañado de unos suaves vientos y unos cielos levemente encapotados—. Como todas estas almas tan mudables que se volvieron hacia la emperatriz cuando estaba en su gloria y ahora se ven obligados a ocultarse mientras dan otra vez la vuelta. Ahora mismo muchos estarán conteniendo la respiración y procurando pasar lo más desapercibidos posible.

—Mala suerte ha tenido su reverencia el legado papal —dijo Cadfael— porque él no puede esconderse, ni pasar desapercibida cualquier cosa que haga. La vuelta la tendrá que dar a pleno día y con todos los ojos clavados en él. Dos veces en un año es pedirle demasiado a cualquier hombre.

—¡Ah, pero es en nombre de la Iglesia, Cadfael, en nombre de la Iglesia! No es un hombre el que da la vuelta sino el representante del Papa y de la Iglesia, el cual debe preservar la infalibilidad de ambos a toda costa.

Dos veces en un solo año, Enrique de Blois había convocado en efecto a sus obispos y abades a un consejo, una vez en Winchester el siete de abril, para justificar su apoyo a la emperatriz Matilde como gobernante, cuando su estrella estaba en ascenso y tenía a su rival el rey Esteban encarcelado en Bristol, y otro ahora en Westminster el siete de diciembre para justificar su vuelta a Esteban, toda vez que el rey se encontraba de nuevo en libertad y la ciudad de Londres había puesto definitivamente fin a las pretensiones de Matilde de establecerse en la capital y apoderarse finalmente de la corona.

—Si todavía no está mareado, ya tendría que estarlo a esta hora —añadió Cadfael, agitando su castaña tonsura entrecana con una mezcla de admiración y reproche—. ¿Cuántas vueltas van? Primero, juró lealtad a la dama al morir su padre sin un heredero varón, después aceptó la toma del poder por parte de su propio hermano Esteban en ausencia de Matilde y, cuando declina la estrella de Esteban, sella la paz con la dama, ¡una paz muy precaria, por cierto!, y lo justifica, diciendo que Esteban ha injuriado y agraviado a la Santa Iglesia... Ahora tendrá que volver del revés el mismo argumento, ¿o acaso se va a sacar alguna otra novedad de la manga?

—¿Qué novedad podría haber? —se preguntó Hugo, encogiéndose de hombros—. No, escurrirá la última gota de su servicio a la Santa Iglesia y sacará el mejor provecho posible de todo lo que le oyeron decir justo el pasado mes de abril. No convencerá a Esteban como tampoco convenció a Matilde, pero el rey lo pasará por alto con un par de gruñidos disimulados porque no puede permitirse el lujo de rechazar el apoyo de Enrique de Blois, como no se lo pudo permitir Matilde en su día. Y el obispo rechinará los dientes, mirará a sus clérigos a los ojos y se tragará la bilis con el mayor descaro.

—A lo mejor es la última vez que tiene que cambiar de chaqueta —dijo Cadfael, alimentando el brasero con algunos trozos de turba hábilmente colocados para que siguiera ardiendo con lenta y moderada llama—. La emperatriz ha desaprovechado la que probablemente era su única oportunidad.

La regia hija del rey Enrique había resultado ser una mujer muy extraña. Casada en su infancia con el sacro emperador romano Enrique V, había conseguido ganarse de tal forma el favor del pueblo de su esposo en Alemania que, cuando la llamaron a Inglaterra a la muerte de este, las masas se levantaron consternadas y afligidas para suplicarle que se quedara. Y, sin embargo, allí en casa, cuando el destino arrojó a su enemigo a sus manos y mantuvo la corona en suspenso sobre su cabeza, se comportó con tal vengativa arrogancia e impuso tales castigos por las pasadas afrentas que los habitantes de la capital se levantaron con análoga indignación, pero no para pedirle que se quedara sino para expulsarla y poner violentamente fin a sus esperanzas de convertirse alguna vez en su soberana. Era bien sabido que, a pesar del rencor con que podía tratar a sus mejores aliados, era capaz también de conservar el amor y la lealtad de sus mejores barones. En el bando de Esteban no había nadie capaz de competir con el hermanastro de la emperatriz, el conde Roberto de Gloucester, o con su defensor y presunto amante Brian FitzCount, su paladín más oriental en la fortaleza de Wallingford. Sin embargo, haría falta algo más que un par de héroes para salvar a

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