El aprendiz de hereje (Fray Cadfael 16)

Fragmento

Capítulo 1

1

El día diecinueve de junio, cuando llegó el ilustre visitante, fray Cadfael se encontraba en el jardín del abad, cortando las rosas marchitas. Era una tarea que, por regla general, el abad Radulfo reservaba celosamente para sí mismo, pues estaba muy orgulloso de sus rosas y valoraba en grado sumo los breves momentos que podía pasar con ellas, pero faltaban tres días para que la casa celebrara la traslación de santa Winifreda a su relicario de la iglesia y los preparativos para la anual afluencia de peregrinos y bienhechores ocupaban todo su tiempo, así como el de todos sus subordinados. Fray Cadfael, a quien no se había encomendado ninguna misión oficial, fue autorizado por una vez a llevar a cabo en su lugar las decapitaciones florales y pudo gozar del privilegio de cuidar de los capullos de rosa de la abadía, los cuales, en ocasión de los festejos de la santa, deberían ofrecer un aspecto tan esplendorosamente inmaculado como todo el resto del recinto.

Aquel año no tendría lugar una solemne procesión desde San Gil, en las afueras de la ciudad, como la que se había celebrado dos años antes, en 1141. Allí habían descansado las reliquias de la santa mientras se hacían los debidos preparativos para recibirlas y, al llegar el gran día, recordó ahora Cadfael, la lluvia cayó alrededor sin que ni una sola gota salpicara el relicario o a sus portadores o apagara los cirios que lo acompañaban tan enhiestos como lanzas y sin que tan siquiera el viento agitara sus llamas. Pequeños milagros se producían dondequiera que pasara Winifreda, de la misma manera que brotaban las flores tras las pisadas del famoso Olwen de la leyenda galesa. Los grandes milagros no eran tan frecuentes, pero Winifreda podía manifestar su poder allí donde más lo merecieran. Tenían razones para saberlo y alegrarse de ello tanto en la lejana Gwytherin, escenario de sus prodigios, como en Shrewsbury. Aquel año las celebraciones se limitarían al recinto de la abadía, pero aún quedaría espacio suficiente para los portentos si la santa quisiera.

Los peregrinos estaban llegando para los festejos en tal número que Cadfael apenas prestaba la menor atención al constante bullicio que reinaba en el gran patio, la garita de vigilancia y la hospedería ni al rumor de los cascos de los caballos sobre los adoquines mientras los mozos los conducían a las cuadras. Fray Dionisio, el hospitalario, tendría que acomodar y alimentar a los peregrinos que ocuparían totalmente la hospedería antes del día de la fiesta propiamente dicha, en la que las gentes de la ciudad y de las aldeas de varias leguas a la redonda acudirían en masa a venerar a la santa.

Solo cuando el prior Roberto dobló la esquina del claustro con la mayor rapidez que su dignidad podía permitirle, dirigiéndose con paso decidido hacia los aposentos del abad, Cadfael interrumpió la pausada poda de las rosas marchitas para observar el acontecimiento y hacer las debidas conjeturas. El alargado y austero rostro de Roberto mostraba toda la apariencia de un ángel enviado a cumplir una misión de cósmica trascendencia y revestido de la autoridad del Ser Supremo que lo había enviado. Su plateada tonsura brillaba bajo el sol de las primeras horas de la tarde y su fina nariz aristocrática parecía aspirar el aire, olfateando la fragancia de la gloria.

Tenemos un visitante de categoría superior a la normal, pensó Cadfael, siguiendo con interés el avance del prior hacia la entrada de los aposentos del abad, sin sorprenderse demasiado al ver salir unos minutos más tarde al propio abad para dirigirse al patio en compañía de Roberto. Dos hombres altos, más o menos de la misma estatura, uno de ellos de suave y cimbreña elegancia cuidadosamente cultivada y el otro todo hueso, tendones y profunda y reservada inteligencia. El prior Roberto había sufrido un duro golpe al ser rechazado en favor de un extraño para ocupar la vacante dejada por la destitución del abad Heriberto, pero no perdía la esperanza. Era resistente y tal vez sobreviviría incluso a Radulfo y conseguiría finalmente salirse con la suya. Que no sea hasta dentro de muchos años, rezó devotamente Cadfael.

No tuvo que esperar demasiado antes de que el abad Radulfo y su huésped salieran al patio conversando con la cautelosa cortesía propia de unos extraños que se tantean mutuamente en su primer encuentro. Aquel huésped tenía demasiada categoría y probablemente demasiado significado personal como para que lo alojaran en la hospedería, aunque fuera en la parte reservada a la nobleza. El desconocido era casi tan alto como Radulfo y, a excepción de los hombros, casi el doble de ancho, con una corpulencia rayana en la gordura, pero fuerte y musculosa a la vez. A primera vista, su redondo y reluciente rostro parecía el fruto de la buena vida y las comodidades. Pero, si se le observaba con más detenimiento, los carnosos labios poseían una soberbia e intolerante fuerza, la pronunciada barbilla rodeaba una decidida mandíbula y los ojos engastados en unas cuencas ligeramente hinchadas denotaban una aguda inteligencia crítica. Iba con la cabeza descubierta y ostentaba una tonsura; de otro modo, Cadfael, que jamás le había visto antes, le hubiera tomado por un barón o un conde de la corte del rey, pues sus ropajes, aparte los sombríos tonos carmesí oscuro y negro, mostraban un corte y unos adornos de señorial esplendor. El personaje lucía una larga y recamada túnica abierta por los laterales que le llegaba casi hasta la cintura por delante y por detrás, para poder cabalgar con comodidad; su cuello, ribeteado de oro, aparecía abierto a causa del calor estival, mostrando una fina camisa de lino y una cruz con cadena de oro que le rodeaba la gruesa y musculosa garganta. Sin duda debía de haber por allí cerca algún criado o mozo que le aliviaba de la molestia de tener que llevar la capa o el equipaje; hasta los guantes se debía de haber quitado al desmontar. El timbre de su voz, que Cadfael pudo oír desde lejos mientras ambos prelados entraban en los aposentos y se perdían de vista en su interior, era bajo y mesurado, pero, aun así, parecía contener un atisbo de enojo.

En cuestión de unos momentos, Cadfael vio la posible razón del enfado. Un mozo cruzó el patio desde la caseta de vigilancia conduciendo dos cabalgaduras hacia las cuadras, una resistente jaca zaina muy parecida a la suya propia, y una hermosa bestia negra calzada de blanco y lujosamente enjaezada. No era necesario preguntar a quién pertenecía. Las impresionantes gualdrapas, el sudadero escarlata y la ornamentada brida lo decían con toda claridad. Seguían otros dos hombres con una montura menos ricamente enjaezada y una bien cargada acémila. Evidentemente, aquel clérigo no tenía por costumbre viajar sin las comodidades a que estaba habituado. Sin embargo, lo que tal vez había provocado el tono de comedida irritación de su voz era el hecho de que el caballo negro, el único del grupo que hacía justicia al rango de su jinete y el único adecuado para soportar su peso, cojeaba de la pata delantera izquierda. Cualesquiera que fueran su misión y su destino, el huésped del abad se vería obligado a prolongar su estancia en la abadía algunos días hasta que san

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