El santo ladrón (Fray Cadfael 19)

Fragmento

Prólogo

Prólogo

A finales del mes de agosto, en plena canícula del año 1144, Godofredo de Mandeville, conde de Essex, se dejó vencer por el ardor del sol y cometió el último y más fatídico error de su larga y nefasta carrera. Se hallaba ocupado en aquellos momentos en la planificación de la destrucción por asedio de una de las improvisadas, pero eficaces, fortalezas que formaban parte del círculo creado por el rey Esteban para contener y reprimir los saqueos que estaba llevando a cabo en la comarca de los Marjales su ejército de proscritos, integrado por rebeldes y ladrones. Durante más de un año, desde sus ocultas guaridas de los Marjales, Godofredo se había dedicado a devastar sistemáticamente la campiña de tal manera que no quedara ni un solo campo plantado y cosechado, ninguna propiedad feudal debidamente atendida, ningún hombre con cualquier cosa de valor susceptible de perder, caso de haberla tenido, y nadie con vida para contarlo en caso de que se hubiera negado a ceder sus posesiones. De la misma manera que el rey le había arrebatado todos sus castillos, tierras y títulos relativamente legítimos sin demasiado respeto por la legalidad, la verdad fuera dicha, Godofredo estaba empeñado, en represalia, en hacer otro tanto con cualquier hombre rico o pobre que se cruzara en su camino. Durante un año, desde la frontera de Huntingdon hasta Mildenhall en Suffolk y buena parte del condado de Cambridge, los Marjales se habían convertido en un cerrado imperio de ladrones a pesar de la autoridad del rey Esteban y, aunque el improvisado círculo de castillos había evitado en parte su extensión a otras regiones, no había logrado poner excesivas trabas a los movimientos del conde ni había conseguido atraerle a la batalla que con tanta habilidad sabía esquivar.

Sin embargo, la plaza fuerte de Burwell, al nordeste de Cambridge, le molestaba especialmente porque estaba empezando a obstaculizar sus líneas de aprovisionamiento, las cuales eran prácticamente su único punto débil. En uno de los días más sofocantes de agosto, el conde salió con su caballo para rodear el molesto castillo y examinar las mejores posibilidades de atacarlo. Debido al calor, se había quitado el yelmo y la fina protección de la cota de malla que le cubría el cuello. Un arquero de la muralla le arrojó una flecha y le alcanzó en la cabeza.

Godofredo se rió al ver que la herida era muy superficial y se retiró a descansar durante unos cuantos días. Y, en pocos días, contrajo una febril infección que le arrancó la carne de los huesos y le obligó a permanecer en cama. Le trasladaron hasta Mildenhall, en Suffolk, y allí comprendió que se estaba muriendo. El sol había hecho todo lo que los ejércitos del rey Esteban no habían conseguido hacer.

Pero no era posible que muriera reconciliado. Estaba excomulgado, sin absolución, y ni siquiera un sacerdote podía ayudarle, pues, durante el concilio convocado a mediados de la Cuaresma del año anterior por Enrique de Blois, obispo de Winchester, hermano del rey y por aquel entonces legado papal, se había decretado que ningún hombre que hubiera cometido violencia contra un clérigo pudiera recibir otra absolución que no fuera la del Papa, y no por medio de un distante decreto sino en presencia del propio Pontífice. El camino desde Mildenhall hasta Roma era demasiado largo para un moribundo aterrorizado por el fuego del infierno, y Godofredo había incurrido en la pena de excomunión por haberse apoderado a la fuerza de la abadía de Ramsey y haber expulsado de ella a los monjes y a su abad con el fin de convertir el cenobio en la capital de su reino de ladrones, torturadores y saqueadores. Para él no había ninguna posibilidad de absolución ni esperanza de entierro en lugar sagrado. La tierra no podría acogerle.

Algunos trataron por todos los medios de defender su alma, ya que no podían salvarle el cuerpo. Cuando cesaron sus delirios a causa de la debilidad y se sumió en una especie de sopor, sus oficiales y hombres de leyes empezaron a emitir disposiciones en su nombre, devolviendo a la Iglesia distintas propiedades que le habían sido arrebatadas, entre ellas, la abadía de Ramsey. Nadie se paró a preguntarse si lo habían hecho con la aquiescencia del conde o sin ella, y nadie llegó a saberlo jamás. Las órdenes se cumplieron escrupulosamente, pero no le sirvieron de nada. A su cuerpo le fue negada la cristiana sepultura, su condado fue abolido, sus tierras y dignidades le fueron confiscadas y su familia desheredada. Su hijo mayor había sido excomulgado con él por haber participado en su rebelión. Otro hijo más joven, tocayo suyo, ya se encontraba junto a la emperatriz Matilde, la cual le reconoció de inmediato como conde de Essex, por más que semejante reconocimiento no tuviera valor alguno sin las tierras y las dignidades.

El día dieciséis de septiembre murió Godofredo de Mandeville, todavía excomulgado y sin remisión. Solo se compadecieron de él unos caballeros templarios que por aquel entonces se encontraban en Mildenhall y trasladaron el féretro que contenía su cuerpo a Londres donde, a falta de misericordia cristiana, se vieron obligados a dejarle en un foso del exterior del cementerio del Temple en tierra no consagrada, lo cual constituyó en parte una transgresión del derecho canónico, pues, siguiendo estrictamente la letra de las disposiciones, nadie hubiera tenido que depositarle siquiera en la tierra.

Entre las filas de su heterogéneo ejército no había nadie lo suficientemente fuerte como para ocupar su lugar. Lo único que mantenía unidos a los hombres era el egoísmo y la codicia, por lo que, una vez desaparecido su señor, la dudosa alianza empezó a desmoronarse a medida que las fuerzas del rey les iban acosando con renovado denuedo. Los grupos de forajidos se dispersaron discretamente en todas direcciones en busca de pastos menos frecuentados y de soledades más inexpugnables donde pudieran seguir viviendo como animales de presa. Los más respetables o los de mejor cuna y hacienda trataron de buscarse la vida concertando alianzas más seguras.

Para todos los demás, la noticia de la muerte de Godofredo constituyó un motivo de universal satisfacción. El rey fue inmediatamente informado de la desaparición del más peligroso e implacable de sus enemigos y ello le eximió de la necesidad de inmovilizar a gran parte de sus fuerzas en una sola región. La noticia se propagó de aldea en aldea por toda la comarca de los Marjales y, mientras los feroces saqueadores se iban retirando, la gente que había vivido aterrorizada empezó a salir poco a poco para salvar lo que pudiera de sus devastadas cosechas, reconstruir sus casas incendiadas y recomponer sus familias y parentescos. Y también para dar cristiana sepultura a sus muertos, más numerosos que de costumbre en aquellas tierras. La vida tardaría más de un año en normalizarse, pero, por lo menos, ahora podría empezar a dar sus primeros pasos.

Antes de que finalizara el año, la noticia llegó al abad Gualterio de Ramsey junto con el decreto in articulo mortis, por el cual se le devolvía el monasterio. El abad dio las debidas gracias a Dios y mandó llamar a su prior y a su viceprior y a todos

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