El fugitivo

Stephen King

Fragmento

cap

 

… Menos 100

Y CONTANDO…

La mujer observó el termómetro bajo la luz blanquecina que se colaba por la ventana. Más allá de ésta, entre la llovizna, se alzaban los demás rascacielos de viviendas de Co-op City, como las grises torres de vigilancia de un penal. Abajo, en el hueco de ventilación, las cuerdas de tender la ropa se arqueaban bajo el peso de los harapos recién lavados. Entre la basura merodeaban ratas y rollizos gatos callejeros.

La mujer se volvió hacia su marido, que estaba sentado a la mesa, viendo la librevisión en actitud de continua e inexpresiva concentración. No era normal en él. Llevaba semanas sentado ante el aparato, cuando lo odiaba. Siempre lo había odiado. Naturalmente, en cada piso debía haber un librevisor —así lo establecía la Ley—, pero todavía era legal desconectarlo. La Ley de Prestación Obligatoria de 2021 no había conseguido la mayoría necesaria, de dos tercios, por seis votos. Habitualmente nunca veían los programas. Sin embargo, desde que Cathy había enfermado, el hombre no había hecho más que seguir, uno tras otro, todos los concursos con grandes premios en metálico. Y esa actitud llenaba de temor a la mujer.

Por encima de los chillidos apremiantes del locutor que narraba el último boletín de noticias en el intermedio, los gemidos de Cathy, febriles a causa de la gripe, llegaban hasta la pareja continuamente.

—¿Cómo está? —preguntó Richards.

—No muy mal.

—No me vengas con historias, Sheila.

—Tiene cuarenta de fiebre —dijo la mujer.

Richards descargó los puños sobre la mesa. Un plato de plástico saltó de ella y volvió a caer con estrépito.

—Conseguiremos un médico —aseguró su mujer—. Intenta no preocuparte demasiado y escucha…

La mujer empezó a parlotear frenéticamente para distraerle, pero el hombre ya se había concentrado de nuevo en la librevisión. El intermedio había terminado, y el concurso se reanudaba. No era uno de los grandes, naturalmente, sino un jueguecito diurno de premios poco importantes que se titulaba Caminando hacia los billetes. Sólo se admitían enfermos cardíacos, hepáticos o pulmonares crónicos, entre los que se intercalaba a veces un disminuido físico para aliviar la tensión con un poco de comicidad. El concursante debía avanzar por una cinta continua a un ritmo determinado, al tiempo que mantenía una incesante conversación con el presentador y maestro de ceremonias. Por cada minuto que caminaba, conseguía diez dólares. Cada dos minutos, el presentador formulaba una pregunta adicional sobre el tema seleccionado por el concursante (el actual, un tipo de Hackensack aquejado de un soplo cardíaco, era un erudito en historia norteamericana), que valía cincuenta dólares. Si el concursante —mareado, jadeando, con el corazón haciéndole raras cabriolas en el pecho— fallaba la respuesta, se le deducían los cincuenta dólares de sus ganancias y se aceleraba la cinta continua.

—Todo saldrá bien, Ben. Ya lo verás. De verdad. Yo…

—¿Tú qué? —El hombre la miró furioso—. ¿Saldrás a hacer la calle? Eso se acabó, Sheila. Cathy necesita un médico de verdad. Se acabaron las curanderas de escalera con las manos sucias y el aliento apestando a whisky. Necesita un buen tratamiento, y voy a conseguirlo.

Ben cruzó la estancia con la mirada fija, casi hipnotizada, en el aparato, asegurado con tornillos a una de las desconchadas paredes de la sala, encima del fregadero. Asió su chaqueta de algodón barato del colgador y se la puso con movimientos malhumorados.

—¡No! ¡No lo consentiré…! —exclamó ella—. ¡No irás a…!

—¿Por qué no? Al menos así te darán un puñado de dólares antiguos como responsable de una familia sin padre. Sea como fuere, tendrás lo suficiente para que Cathy pueda salir de ésta.

La mujer nunca había sido guapa y, durante los años en que su marido no había trabajado, se había quedado en los huesos; sin embargo en aquel momento ofrecía un aspecto hermoso, arrogante.

—No aceptaré el dinero —replicó—. Si algún tipo del gobierno viene aquí, dejaré que se largue con esos malditos billetes ensangrentados en el bolsillo. ¿Acaso crees que podría aprovecharme de mi hombre?

Ben se volvió hacia ella con gesto hosco y seco, aferrándose a algo que le diferenciaba de los demás, algo invisible que la Cadena de Librevisión había calculado despiadadamente. Ben era un dinosaurio de su tiempo, no uno de los grandes, pero, cuando menos, constituía un atavismo, un estorbo, un peligro, quizá. Las grandes nubes condensan alrededor las partículas más pequeñas.

—¿Acaso quieres verla en una fosa común para indigentes? —inquirió al tiempo que señalaba con la mano el dormitorio de la pequeña—. ¿Te atrae la idea?

A la mujer sólo le quedó el recurso de las lágrimas. Sus facciones adquirieron un aire trágico y doliente.

—Ben —musitó—, precisamente eso pretende de personas como nosotros, como tú…

—Quizá no me aceptarán —replicó él mientras abría la puerta—. Quizá no tengo lo que ellos buscan.

—Si vas, acabarán contigo. Y yo estaré aquí, presenciándolo. ¿De verdad quieres que me siente con Cathy en la habitación para verte?

La mujer hablaba entre sollozos, con frases apenas coherentes.

—Sólo quiero que Cathy siga con vida —afirmó él.

Intentó cerrar la puerta, pero ella interpuso su cuerpo.

—Entonces, dame un beso antes de irte —musitó.

Ben la besó. En el otro extremo del rellano la señora Jenner abrió la puerta y asomó la cabeza. Llegó hasta ellos el apetitoso aroma de un guisado de ternera y col, tentador y exasperante. La señora Jenner se ganaba bien la vida. Trabajaba de dependienta en una farmacia y tenía un ojo casi milagroso para descubrir a los portadores de tarjetas de crédito ilegales.

—¿Aceptarás el dinero? —preguntó Ben Richards—. ¿No harás ninguna estupidez, verdad?

—Lo aceptaré —susurró ella—. Sabes muy bien que lo aceptaré.

El hombre la abrazó con torpeza. Después se volvió rápidamente, con movimientos desgarbados, y desapareció por la escalera, apenas iluminada y terriblemente resbaladiza.

Ella permaneció en el umbral, presa de mudos sollozos, hasta que oyó cerrarse la puerta de la escalera, cinco pisos más abajo. Entonces se llevó el delantal a los ojos, sosteniendo aún en la mano el termómetro que había utilizado para tomar la temperatura a la niña. La señora Jenner se acercó en silencio y trató de apartarle el delantal de la cara.

—Querida —susurró—, yo te pondré en contacto con el mercado negro de penicilina cuando tengas el dinero. Muy barato y de buena calidad…

—¡Lárguese! —espetó ella.

La señora Jenner retrocedió, al tiempo que levantaba instintivamente el labio superior para dejar a la vista los escasos dientes ennegrecidos que le quedaban.

—Sólo pretendía ayudar —murmuró antes de escabullirse de nuevo en su piso.

Los gemidos de Cathy continuaban, apenas amortiguados por el delgado tabique de plastimadera. El aparato de librevisión de la señora Jenner se dejaba oír

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