Balam

Sofía Guadarrama Collado

Fragmento

La senda del jaguar

I

Sabía a sal… Olía a sal… Sentía la sal… Una rasposa y salada sensación le limaba la garganta a Gonzalo Guerrero, quien, sumergido aún en la inconsciencia, percibió a lo lejos un estruendoso retumbo. ¡Tum…! En la penumbra de su colapso intentó descifrar el origen de aquel sonido que golpeteaba lentamente, una y otra vez en aquel silencio ahuecado. ¡Tum…! (Silencio.) ¡Tum…! (Silencio.) ¡Tum…! (Más silencio.) Algo pretendía comunicarle su descalabrada memoria. ¡Tum…! Nuevamente aquel sabor a sal le rasguñó las paredes de la boca. La oscura prisión de su desmayo le brindó otra pista: viento. Zumbaba el viento… Sentía el viento… Olía el viento… El viento olía a sal, sabía a sal. Las renuentes persianas de sus ojos impedían la entrada de los primeros rayos de sol de aquel amanecer de 1511.

Sus párpados lo encarcelaron en un lapso de incertidumbre. Recordó un poco de lo ocurrido la noche anterior: agua, agua, mucha agua. Su cuerpo empapado, el sabor a sal, el aroma de la sal, más sal, el viento, un estallido, el crujir de la madera, sal, un ensordecedor trueno. ¡Más agua! ¡Agua salada! ¡Olas! Una tormenta vomitaba sobre ellos. De nada sirvió su esfuerzo por mantenerse a flote. Una ola monumental devoró la embarcación. Con gran aprieto alcanzaron la superficie pero el agua los succionaba constantemente. Un silencio los inundaba, sacudían los brazos y piernas a todo lo que toleraban sus cansados músculos. ¡Gritos, gritos y más gritos!

¡Auxilio!

Luego, los alaridos de socorro enmudecieron.

Soplaba el viento… ¡Tum…!

(Silencio.)

¡Tum…!

Jaló aire, enterró los dedos en la arena, liberó un gemido y por fin abrió los ojos. Apareció frente a él un cielo despejado y colmado de gaviotas… había amanecido. Gonzalo Guerrero yacía boca arriba, a la orilla del mar envuelto en una grumosa capa de arena mojada. El sol brotaba caluroso en el horizonte; las olas retumbaban una y otra vez, empapándole hasta las rodillas. Rodó la cabeza a la izquierda y escupió la arena que se acumuló en su boca durante la madrugada. Una ola lo empapó hasta la cintura. No era una pesadilla; había sobrevivido al naufragio.

Se encontraba con vida, pero muy lejos de casa en Palos de la Frontera, en la provincia de Huelva, Andalucía. Se sentó sobre la arena e intentó buscar, lentamente con la mirada, en aquellas aguas, los restos del batel que se había hundido la noche anterior. Al parecer, estaba solo.

Dio oídos a un ruido extraño y giró temerosamente la cabeza a su derecha hasta notar que a su espalda lo observaba una docena de hombres tostados, de cuerpos y rostros pintados, con enormes argollas en las orejas y narices, y lanzas en las manos. Sobre sus cabezas surcaron el cielo unas gaviotas hambrientas. Gonzalo Guerrero alzó las manos sin quitar la mirada de los hombres, que de igual manera lo observaban con asombro. Muy despacio se puso de pie. Luego de mirarse mutuamente por un rato, el náufrago concluyó que no pretendían hacerle daño y señaló el agua con el dedo índice y con las manos les dio a entender que no pretendía huir, sino enjuagarse los grumos de arena en su rostro. Los hombres señalaron el agua e imitaron el gesto. El español caminó en reversa hasta que el agua le llegó a la cintura; sin quitar la mirada se hincó y se zambulló. Cuando salió, con los ojos cerrados, exprimió su larga cabellera y la echó hacia su espalda, al mismo tiempo que dirigía la mirada al cielo. Al abrir los ojos le sorprendió encontrar a los hombres junto a él, imitando sus movimientos, mojándose entre las olas. Se preguntó si eso era un ritual de aquellos hombres para saludar, o si ellos lo hacían pensando lo mismo.

Comenzaron a hablar en una lengua desconocida, mientras a él, en su cabeza, una lista de preguntas le desordenaba las fichas en el tablero de su lucidez. En interminables tertulias, todos los marineros que había conocido divagaban sobre cómo reaccionarían si algún día naufragaban; había escuchado infinidad de historias y consejos. Pero la realidad superaba las expectativas. Sus temores lo empujaban a la caverna de la demencia. ¿Qué ocurriría? ¿Lo matarían? ¿Lo harían esclavo? Sólo unos cuantos conocían esas tierras.

Los hombres de piel tostada salieron del agua e hicieron señas al náufrago para que los siguiera. Temeroso, dio unos cuantos pasos forzados entre las olas hasta llegar a la arena seca y ahí se detuvo por un instante, caviló en correr, ¡sí!, ¡claro!, ¿quién no lo haría?, ¡huir!, ¡salvar la vida! Pero comprendió que lo alcanzarían; cualquiera de esas lanzas que sostenían surcaría la poca distancia que él lograra poner entre ellos, e inevitablemente le perforaría la espalda.

Al inferir lo que decían los gestos de aquellos hombres, la ruta a seguir sería tierra adentro. Dirigió su mirada en varias direcciones y pronto descubrió un casi imperceptible punto negro a la orilla del mar. Señaló con desesperación. Los hombres dispararon la mirada hacia aquel sitio y se dirigieron con prontitud. Conforme se acercaron, Gonzalo Guerrero distinguió la silueta de otro hombre en la orilla del mar. Caminó hacia él.

—¿Aguilar? —corrió. Los hombres de piel morena lo siguieron—. ¡Aguilar! ¡Aguilar! ¡Aguilar! —gritó al reconocer a aquel hombre sentado sobre la arena—. ¡Aguilar! ¡Os encontráis vivo, Jerónimo! —sonrió Gonzalo Guerrero y dejó escapar una carcajada mientras corría.

Jerónimo de Aguilar, al encontrarse con la imagen de uno de sus acompañantes, sintió un bálsamo de tranquilidad.

—¡Sobrevivimos al temporal! —gritó Jerónimo al ver mucha gente a lo lejos, y se puso de pie.

—¡Sí! —sonrió Guerrero y siguió corriendo.

Aguilar intentó distinguir los rostros de sus demás compañeros, y al descubrir que éstos no eran sino unos extraños hombres con los cuerpos y caras pintadas, se encontró sumergido en otro chubasco de temor.

—¿Pero qué es esto?

—No os preocupéis —dijo Gonzalo al estar frente a él—, no pretenden haceros daño.

Aguilar no dejaba de mirar a los hombres con desdeño y desconfianza.

—Andaos —dijo Guerrero—, que ellos nos darán alimento.

—¿Dónde estamos? —preguntó Jerónimo a los desconocidos—. ¿Cómo se llama vuestra tierra?

Uno de ellos disparó las cejas al cielo y dijo:

—¡Yucatán, Yucatán! —que en su lengua significaba ¡No entiendo, no entiendo!1

—¿Yucatán? —preguntó Guerrero—. ¿Así se dice este lugar?

—¡Yucatán!

—Debemos buscar a los demás —dijo Aguilar.

Guerrero hizo señas a los hombres de piel tostada para que le ayudaran en la búsqueda. Así recorrieron la orilla de la playa por un largo rato sin encontrar un solo sobreviviente. Hasta que los hombres de piel morena les dieron a entender que ya era tiempo de volver.

El par de náufragos se miró mutuamente. Su destino se elevaba como una oscura nube de humo por un rumbo plagado de incertidumbres. Cual cubetazo de hielo, la añoranza de una carabela encallada en los bajos de las Víboras se escurría melancólica por todo su cuerpo. Los aco

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