El engaño

Charlotte Link

Fragmento

Miércoles, 14 de septiembre de 2001

MIÉRCOLES, 14 DE SEPTIEMBRE DE 2001

Aún hacía tanto calor como en verano. Había vuelto a casa de la escuela a mediodía y enseguida había agarrado la bicicleta; aquella bici tan chula de color azul metalizado que le habían regalado por su cumpleaños, en julio. Había cumplido cinco, y a principios de septiembre había empezado a ir al colegio. Le divertía; los maestros eran simpáticos y sus compañeros de clase, también. Se sentía muy mayor. Lo mejor era que tenía la bici más sensacional de todas. Gavin, su compañero de pupitre, presumía de que la suya era mejor, pero no era verdad. La había visto, y no era ni la mitad de buena que su bicicleta.

—¡Quiero que vuelvas a las seis! —le había gritado su madre al salir—. ¡Y ten cuidado!

Él se había limitado a asentir con condescendencia. Su madre se preocupaba todo el tiempo. Por el tráfico, por las personas malvadas que secuestraban niños, por las tormentas que podían sorprenderle a uno.

—Es porque te quiero mucho —afirmaba cuando él se quejaba.

Fue con mucho cuidado hasta que salió de la ciudad. No era un bebé, sabía a qué debía prestar atención. Pero ahora tenía la pista libre ante él. La había descubierto hacía algunas semanas, y desde entonces iba casi todos los días. Una carretera estrecha por la que apenas circulaban coches. Discurría entre las praderas y los campos y, por lo que parecía, no tenía principio ni fin. En días soleados como aquel era una banda blanca y polvorienta entre los campos llanos que llegaban hasta el horizonte. Seguro que en verano el cereal estaba alto y tapaba la vista, pero en ese momento estaba ya todo cosechado. Eso aumentaba la sensación de infinitud. Y de libertad.

Era un famoso piloto de carreras. Conducía un Ferrari. Estaba muy a la cabeza, pero los otros le pisaban los talones. Cosquilleo en estado puro. Tenía que darlo todo. La victoria estaba al alcance de la mano aunque tendría que luchar con todas sus fuerzas. También los otros eran buenos, pero él era el mejor. Enseguida estaría en el podio, regando con champán a la multitud que lo vitoreaba entusiasmada. Todas las cámaras de televisión lo enfocarían. La voz del comentarista deportivo soltó un gallo. Pisó a fondo. Se agachó todo lo que pudo, iba casi echado sobre el manillar. El viento le agitaba el cabello.

Sentía ganas de gritar por lo bonita que era la vida.

Aparte de sus ficticios perseguidores solo estaba él. Nadie más a su alrededor. Solo él. Y la eternidad de aquella carretera.

No tenía ni idea de que ya no estaba solo.

No tenía ni idea de que solo faltaban dos minutos para que todo terminara. Su carrera como el piloto más famoso de todos los tiempos.

Y la vida tal y como la conocía.

Sábado, 22 de febrero de 2014

SÁBADO, 22 DE FEBRERO DE 2014

Podría haber salido con bien de todo aquello.

El dormitorio de Richard Linville estaba en el segundo piso de la casa, tenía una puerta que se cerraba con llave y un teléfono. Cuando en la madrugada de aquella noche fría y neblinosa de febrero se despertó sobresaltado, seguro de haber oído un ruido que no reconoció pero que sonaba sospechoso como un cristal al romperse, podría haber ido de un salto hasta la puerta, haber echado la llave y haber llamado a la policía.

Pero no era de los que enseguida piden ayuda cuando oyen un sonido raro, que, por otra parte, podía ser un error. Antes de jubilarse era comisario de la policía de North Yorkshire, y no se dejaba amedrentar tan fácilmente.

Los asuntos extraños los investigaba primero por sí mismo.

Con sigilo, y con sorprendente agilidad para su edad, saltó de la cama, tanteó en la oscuridad hasta encontrar el cajón de arriba de la mesilla de noche, lo abrió y sacó la pistola, que estaba detrás del todo bajo una pila de pañuelos de tela. Cuando estaba de servicio no llevaba arma, pero como ex agente de investigación criminal sabía que ni siquiera estar jubilado lo eximía de cierto peligro. Había perseguido, atrapado y llevado ante el juez a mucha gente, y lógicamente tenía enemigos. Algunos habían pasado años entre rejas por su culpa. Se había hecho con una pistola y, por pura precaución, nunca se iba a dormir sin tenerla al alcance de la mano.

Salió a hurtadillas de la habitación y se paró en el rellano de la escalera a escuchar. No se oía nada aparte del murmullo del agua en las tuberías de la calefacción. Ni crujidos o chirridos inusuales, ni nada más que sonara como cristales rotos. Seguramente se había equivocado, o lo había soñado. Menos mal que no se había puesto en ridículo llamando a sus antiguos compañeros.

Sin embargo, quiso asegurarse antes de volver a la cama.

Bajó la escalera con paso flexible, sin hacer ningún ruido. En marzo cumpliría setenta y un años, y estaba muy orgulloso de que su cuerpo apenas mostrara los signos de la edad. Lo achacaba a que siempre había hecho mucho deporte, incluso en aquel momento seguía saliendo a correr largas distancias por malo que fuera el tiempo, y al menos compensaba sus preferencias alimentarias no del todo saludables con la completa renuncia al tabaco y la casi completa dejación del alcohol. A la mayoría de la gente le parecía más joven de lo que era, y habría tenido muchas posibilidades con las mujeres. Pero eso no le interesaba. Brenda, la mujer con la que había estado casado cuarenta y un años, había fallecido hacía tres después de una interminable batalla contra el cáncer.

Llegó abajo. A la derecha estaba la puerta de entrada que, como cada noche, había cerrado a conciencia. Delante estaba el salón, con su mirador que sobresalía hacia la calle. Todo estaba en silencio, oscuro, vacío. Las cortinas no estaban echadas. Las noches nunca eran negras del todo y normalmente se podía ver la iglesia de Scalby, que se alzaba al final de la calle sobre una colina cubierta de árboles. Sin embargo, aquella noche la niebla era demasiado densa: flotaba sobre las calles como una montaña de grueso algodón e impedía ver incluso la casa de enfrente. Por un momento Richard tuvo la escalofriante sensación de estar solo en el mundo, abandonado por todo y por todos. Pero después se recompuso: tonterías. Todo estaba como siempre. Era solo la niebla.

Justo cuando se estaba dando la vuelta percibió otra vez un ruido. Era como un leve crujido que no tenía nada que ver con los sonidos nocturnos habituales de la casa. Parecía prov

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