1. Artigue
Una mañana de enero de 1539, se celebró una boda en el pueblo de Artigue. Esa noche, los dos niños que se habían desposado yacían el uno al lado del otro en la cama, en casa del padre del novio. Se trataba de Bertrande de Rols, de once años, y de Martin Guerre, de la misma edad, descendientes ambos de pudientes familias campesinas tan antiguas, tan feudales y tan orgullosas como cualquiera de las grandes casas señoriales de la Gascuña. Hacía frío en la habitación. Fuera, una fina capa de nieve cubría el suelo rocoso, o apilada en largos bancos poco profundos en las esquinas de las casas, dejaba la tierra desnuda. Pero a mayor altitud se extendía hacia arriba formando grandes mantos y dunas, cubriendo las crestas y ahogando los valles boscosos hacia el pico de La Bacanère y el largo macizo de Burat, y hacia el sur, más allá del largo valle de Luchon, el pico granítico de la Maladeta se alzaba revestido de hielo y nieve. Los pasos hacia España estaban enterrados en la blancura. Los Pirineos se habían convertido en un muro infranqueable durante la estación invernal. Los españoles que se vieron sorprendidos en territorio francés por la primera nevada fuerte en septiembre, se quedaron allí, y los franceses, contrabandistas o soldados, o bien simples viajeros, que se hallaban del lado equivocado del puerto de Benasque, se vieron condenados a permanecer en España hasta la primavera. Con las ovejas en el redil, el ganado en la alquería, los haces de leña amontonados en altas pilas contra las paredes de la granja, los pueblos de montaña se sumían en la inactividad y el aislamiento forzosos. Era un tiempo de ocio, durante el cual bien podían celebrarse bodas.
Hasta esa misma mañana, Bertrande no había cruzado palabra en la vida con Martin, aunque lo había visto a menudo. De hecho, no se había enterado de que se había concertado el matrimonio hasta la víspera por la tarde. Esa mañana, se había arrodillado con Martin ante el padre de éste y luego, luciendo gallardamente una capa roja nueva, había caminado a su lado por la nieve, acompañada de numerosos amigos y parientes, y al compás de los violines, hasta la iglesia de Artigue, donde había tenido lugar la ceremonia. Le había parecido un asunto tan serio como la primera comunión.
Después, siempre con la música de los violines, que sonaba diáfana y penetrante en el aire frío, había vuelto a la casa de su marido, donde un enorme fuego de troncos de roble aderezados con sarmientos rugía en la gran chimenea, y donde se habían instalado en la cocina, principal habitación de la casa, improvisadas mesas con tablones largos sobre caballetes. Sobre el suelo de piedra se habían esparcido ramas recién cortadas de hoja perenne. Los lados y los fondos de las cacerolas de cobre despedían destellos rojizos con el reflejo de las llamas y el aire estaba impregnado del buen aroma de la carne asada y del vino recién escanciado. Bajo los pies, la nieve de los zuecos se derretía y se perdía entre las ramas pisoteadas. Un tufo a humanidad y a lana húmeda se entreveraba con los olores de la comida, y la conversación en la estancia resultaba increíblemente ruidosa.
Era un acontecimiento alegre, al igual que importante. Todo el mundo se mostraba intensamente jubiloso, pero nadie le hacía mucho caso a la pequeña novia. Después de los primeros abrazos y enhorabuenas, se sentó a la mesa larga al lado de su madre y se comió lo que ésta le sirvió de las grandes fuentes. Cada tanto, la mujer le pasaba afectuosamente el brazo por encima de los hombros y la estrechaba un momento contra su pecho, con orgullo y tranquilizadoramente. Pero conforme avanzaba la fiesta, la atención de su madre se fue centrando cada vez más en la conversación del cura, sentado enfrente de ella, y del padre del novio, sentado a su otro lado, y Bertrande, libre de observación en medio de toda aquella agitación, ostensiblemente en su honor, se dedicó a mirar a sus anchas por la habitación y a darle trozos de pan duro mojado en grasa al lanudo perro ovejero de los Pirineos de larga co