La mujer de Huguenin

M.P. Shiel

Fragmento

Ride si sapis

Lema del Reino de Redonda

Para quienes hayan leído mis novelas Todas las almas o Negra espalda del tiempo o ambas, o incluso sólo mi relato «Un epigrama de lealtad», no será este su primer encuentro con el legendario, real y ficticio Reino de Redonda. Algo recordarán sin duda de sus fundadores y siempre exiliados reyes, Felipe 1 y Juan I, que la literatura recóndita conoció como M P Shiel y John Gawsworth, respectivamente, aunque este último fuera a su vez un nombre falso, el que eligió, siendo muy joven, Terence lan Fytton Armstrong, nacido en Londres en 1912 y también allí muerto en 1970, como un mendigo.

No voy por tanto a contar de nuevo la historia. El lector con curiosidad suficiente puede satisfacerla, por fortuna, aún sin demasiadas dificultades. Y en la segunda de mis mencionadas novelas se cuenta el hecho que aquí viene a cuento –aunque no su porqué ni su cómo, que se contarán algún día–: ese Reino fantasmagórico y eminentemente literario –por mucho que lo sostenga la existente y minúscula isla de las Antillas que el mismísimo Cristóbal Colón bautizó como Redonda en su segundo viaje– pasó en 1997 a las manos de quien esto firma, tras la abdicación voluntaria del encantador y ya septuagenario rey Juan II, o Jon Wynne-Tyson para las letras, que había reinado con mucha desgana y algún fastidio desde la muerte de Gawsworth. Mis razones para aceptar tan estrafalaria herencia están esbozadas en esa segunda novela. Baste reiterar aquí que no me habría juzgado digno de llamarme novelista si hubiera rechazado lo que parecía en principio una casi sobrenatural invasión de la ficción en la realidad, y aún me sigue pareciendo eso un poco. Digamos que si estaba en mi mano conservar con ironía y perpetuar la agradable y algo kiplinguesca leyenda que yo mismo había contribuido a hacer más conocida con Todas las almas, habría visto como traicionero, cicatero y esquivo retirarla en vez de tenderla.

Quizá no esté de más añadir que, republicano de convicción y de corazón como soy, lo que no habría soportado es la existencia de un solo «súbdito», ni real ni imaginario. Por suerte la isla de Redonda, a diferencia de su vecina de Montserrat, está y ha estado casi siempre deshabitada excepto por sus alcatraces, sus lagartos, sus gaviotas, sus cabras y sus ratas. Aunque también se cuenta que desempeña en el Mar Caribe el mismo o parecido papel al que en Europa se atribuye a Transilvania, y que su reputación no es escasa como morada de monstruos y bestezuelas de toda índole, escenario de extrañas historias llenas de sucesos inexplicables o lugar en que se perdió para siempre el rastro de más de un marinero terco que jamás regresó. De lo que no cabe duda es de que sirvió de temporal escondite o refugio a muchos contrabandistas de alcohol y licores. Sea como sea, todos esos habitantes posibles también están hechos de la materia de los fantasmas y las figuraciones, o bien transitan por el territorio indeciso de cualquier relato, o quizá –incluso– por la negra espalda del tiempo.

Al recibir la generosa proposición abdicatoria del fatigado Juan II, no pude por menos de preguntar qué «deberes» tendría. «Mantener viva la memoria del Reino, de los anteriores reyes y de la leyenda», fue la respuesta. «También pasar a ser el heredero de los derechos de las obras de Shiel y Gasworth, y ejercer como albacea literario suyo». Este segundo compromiso resultó ser tan importante que, según algunos redondólogos, sólo puede ser rey del feérico Reino quien, además de «Escritor de Verdad» como condición indispensable (así calificó Lawrence Durrell a Gawsworth al conocerlo), sea el titular de esos derechos. Y así, me he visto ya varias veces en la rara circunstancia de conceder mi permiso para la reedición en inglés de algunas novelas o cuentos de Shiel, autor hoy bastante olvidado, pero no tanto como su sucesor John Gawsworth, por cuyos escritos aún no se ha interesado nadie con posterioridad a su muerte, salvo sus sucesores mismos: Jon Wynne–Tyson, que en 1990 y en su editorial Centaur Press publicó un volumen de viejos poemas con el quizá anticipatorio o profético título de Toreros; y yo mismo, que en 1989 incluí y traduje un oscuro cuento suyo («Cómo ocurrió») en mi antología Cuentos únicos, que pronto volverá a ver la luz a la siempre difusa luz de este Reino.

La obra de Shiel no es apenas conocida en España, pese a haber él tenido en su día por esposa a una hija del país ingrato, Carolina Gómez. Según mi conocimiento, y aparte de algún cuento en antologías, sólo se ha publicado aquí, en los años ochenta, su novela más famosa, La nube púrpura o The Purple Cloud (hubo una edición anterior en los años sesenta, que nunca he visto), sin duda al hilo de su aparición algo anterior en Italia, donde gozó de bastante más éxito y de seis o siete reimpresiones. Y hace poco he visto incluido un fragmento de ese libro (sin mi permiso, pero soy benévolo con los contrabandistas) en el volumen dedicado a Estambul en la colección «Letras de Viaje». Y alguna recuperación se prepara en Francia, según me avisan. Y sin embargo fue Shiel en vida no sólo escritor de cierto éxito y de más de un discípulo, sino muy apreciado por algunos de sus más notables contemporáneos, entre ellos Dashiell Hammett, H G Wells, Arnold Bennett, Rebecca West y Arthur Machen, como puede comprobarse en la señal o punto de libro que el lector debería encontrar –si alguien no se lo ha llevado– inserto en el ejemplar que tiene en sus manos. Así que la mejor manera de cumplir con mis «deberes» –al menos en primera instancia– me ha parecido ofrecer la posibilidad de leer, en una de las dos lenguas oficiales del Reino, una selección de relatos del forjador de la leyenda y fundador de la dinastía.

Este libro incluye al final algunos apéndices. Uno es el texto de Matthew Phipps Shiel o Felipe I (nacido en Montserrat en 1865 y muerto en Chichester, Sussex, en 1947) «Acerca de mí», que servirá de inmejorable presentación, a cargo de él mismo. Otro tiene más que ver con John Gawsworth o Juan I, el más activo y el más desdichado de los cuatro reyes o reyezuelos hasta la fecha –toco madera–. Hombre sin duda tan simpático como grandilocuente, divertido como pomposo, decidió, todavía en sus años sobrios, crear para Redonda una «aristocracia intelectual» o «nobleza literaria», y en 1947, a la muerte de su predecesor Shiel –cuyas cenizas guardó mucho tiempo en su casa, al parecer mezcladas con otras cenizas más accidentales–, y con motivo de su primer cumpleaños tras su advenimiento, nombró «Dukes» o «Duques» a unos cuantos hombres y mujeres de artes y letras (bueno, claro: a ellas «Duchesses» o «Duquesas»), y creó además algunos cargos. En años posteriores amplió algo la lista, y a partir de su definitivo e irrevocable alcoholismo la amplió ya tanto, otorgando «títulos» (o a veces vendiéndolos abiertamente) sobre todo a caseros amenazantes y a taberneros y dueño

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