Por los aires

Stephen King
Bev Vincent

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

En este mundo moderno gobernado por la tecnología, ¿de verdad existe gente a la que le guste volar? Por difícil que resulte de creer, estoy convencido de que sí: los pilotos, la mayoría de los niños (menos a los bebés; los cambios de presión los alteran) y los variopintos entusiastas de la aeronáutica. Y eso es todo. Para el resto de los mortales, los viajes en aviones comerciales poseen el encanto y la emoción de un examen colorrectal. Los aeropuertos de hoy en día tienden a ser zoológicos atestados donde la paciencia, la cortesía y los buenos modales se ponen a prueba y se tensan al límite. Los vuelos se retrasan y se cancelan, los equipajes se arrojan de un lado a otro como sacos llenos de judías y, en numerosas ocasiones, no llegan a los pasajeros, que ansían desesperadamente una camisa limpia o al menos una muda de ropa interior.

Si tienes un vuelo a primera hora de la mañana, que Dios te ayude. Ello implica levantarte de la cama a las cuatro de la madrugada para soportar un proceso de facturación y embarque tan tortuoso y cargado de tensión como una huida de un pequeño y corrupto país sudamericano en 1954. ¿Tienes el pasaporte? ¿Te has acordado de meter el champú y el acondicionador del pelo en frasquitos transparentes? ¿Estás preparado para descalzarte y para que tus diversos dispositivos electrónicos sean irradiados? ¿Estás seguro de que no te ha hecho la maleta otra persona y de que nadie más ha tenido acceso a ella? ¿Estás listo para someterte a un escáner de cuerpo entero y, quizá, para aguantar que encima te cacheen las partes íntimas? ¿Sí? Bien. Sin embargo, cabe la posibilidad de que aún descubras que ha habido sobreventa de billetes en tu vuelo, que este se ha retrasado por problemas mecánicos o debido a las condiciones meteorológicas, o que tal vez se haya cancelado por culpa de un colapso informático. Además, que los hados te asistan si figuras en la lista de espera; tendrás más posibilidades de que te toque un billete de lotería.

Tras superar estos obstáculos, entras por fin en lo que uno de los autores de esta antología describe como «un cascarón de muerte». Quizá lo consideres un pelín exagerado, por no decir contrario a la realidad. Concedido. Las aeronaves comerciales se incendian raras veces (aunque todos hemos visto inquietantes grabaciones hechas con móviles de motores escupiendo fuego a nueve mil metros de altitud) y solo en casos contados volar es causa de muerte (las estadísticas indican que es más probable que mueras al cruzar la calle, sobre todo si eres de esos pobres idiotas que caminan con los ojos fijos en el móvil). Aun así, lo cierto es que penetras en lo que en esencia no es más que un tubo lleno de oxígeno que descansa sobre varias toneladas de combustible altamente inflamable.

Una vez que ese tubo de metal y plástico se cierra herméticamente (como —traga saliva— un ataúd), abandona la pista de despegue y proyecta tras de sí la estela de su sombra menguante, solo puede afirmarse una cosa con certeza, una cosa que no sabe de estadísticas: todo lo que sube baja. La gravedad así lo exige. Las únicas incógnitas son dónde, por qué y en cuántos pedazos, siendo uno la cantidad ideal. Si el reencuentro con la madre tierra se produce en una pista de cemento (con suerte en tu destino, pero cualquier superficie pavimentada servirá en caso de necesidad), todo habrá ido bien. Si no, las probabilidades matemáticas de sobrevivir caen en picado. Eso también es un hecho estadístico; un hecho, además, que hasta el viajero más curtido debe de contemplar cuando su vuelo atraviesa turbulencias de aire claro a nueve mil metros de altitud.

En momentos así no tienes ningún control sobre la situación. No puede hacerse nada constructivo excepto volver a comprobar que te has abrochado el cinturón mientras los platos y botellas traquetean en la cocina y los compartimentos superiores se abren y los niños lloran y el desodorante te abandona y por los altavoces se oye la voz de un auxiliar de vuelo que dice: «El comandante les ruega que permanezcan en sus asientos». Mientras el abarrotado tubo de metal cabecea y alabea, tiembla y chirría, dispones de tiempo para reflexionar sobre la fragilidad de tu propio cuerpo y sobre esa única verdad irrefutable: volverás a bajar sí o sí.

Tras haberte dado ya algo sobre lo que pensar durante tu próxima travesía por los cielos, permíteme que formule una cuestión pertinente: ¿existe alguna actividad humana, la que sea, más apropiada para una colección de relatos de terror y suspense como la que tienes ahora en la mano? No lo creo, damas y caballeros. Lo incluye todo: claustrofobia, acrofobia, pérdida del libre albedrío. Nuestras vidas penden siempre de un hilo, pero eso nunca se percibe con tanta claridad como durante el descenso hacia el aeropuerto de La Guardia a través de una espesa capa de nubes y una intensa lluvia.

En lo personal, este editor ha mejorado mucho como pasajero. Gracias a mi carrera de novelista, durante los últimos cuarenta años he volado bastante y, hasta más o menos 1985, me aterraba de verdad. Entendía la teoría de la sustentación y todas las estadísticas de seguridad, pero ninguna de las dos cosas ayudaba. Parte de mi problema provenía de un deseo (que todavía albergo) de tener el control de cada situación. Me siento seguro al volante de un coche porque me fío de mí. Pero de ti... no tanto (lo lamento). Cuando te subes a un avión y ocupas tu asiento, cedes el control a personas que no conoces, a las cuales quizá jamás hayas visto.

Lo peor, para mí, radica en el hecho de haber afilado mi imaginación a lo largo de los años. Eso viene bien cuando me siento ante mi escritorio a inventar historias en las que unos sucesos terribles les acontecen a buenas personas, pero no tanto cuando me hallo prisionero en un avión que enfila la pista de despegue, vacila y luego sale disparado a velocidades que se considerarían suicidas en el coche familiar.

La imaginación es una navaja de doble filo y, en aquellos días en que por trabajo empezaba a volar con frecuencia, resultaba demasiado fácil cortarme con ella. Demasiado fácil pensar en la cantidad de piezas móviles del motor que veía al otro lado de la ventanilla, tantas que parecía casi inevitable que la armonía entre ellas se quebrara. Demasiado fácil preguntarse —en realidad, imposible no hacerlo— qué significaba cada pequeña variación en el ruido de esas turbinas o por qué el avión cambiaba de repente de rumbo y provocaba así que la superficie de la Pepsi en el vasito de plástico también se inclinara (¡y de forma alarmante!).

Si el comandante se daba un paseo para charlar con los pasajeros, dudaba de las aptitudes del copiloto (no podía estar tan cualificado, ¿verdad?, o no sería el componente redundante). Quizá el aparato navegara en piloto automático, pero ¿y si de pronto se desconectaba mientras el comandante hablaba con alguien sobre las opciones de los Yankees y el avión empezaba a caer en picado? ¿Y si se soltaban los cierres de la bodega de equipajes? ¿Y si el tren de a

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