No me busques

Sara Medina

Fragmento

Capítulo 1

1

A Wilson ir en moto de noche por la autopista no le divertía. Aceleró un par de veces para ver cómo tiraba la Honda Gladius de segunda mano que se había comprado tres días antes y luego se lo tomó con la calma de un motorista de larga distancia. Pero en cuanto dejó atrás la última rotonda, antes de los túneles de la carretera de Barcelona a Valls, sintió cómo la adrenalina se le disparaba porque arrancaban las costas del Garraf, la antigua carretera llena de curvas pronunciadas que siempre cogía para ir a Sitges. Se la conocía tan de memoria que tenía interiorizada la marcha que debía poner en cada tramo, la inclinación en la entrada de cada curva y el punto de gas en la salida. ¡Bendita Gladiu’! Con ella todo era diferente, más fácil, más excitante.

Desde la primera curva notó que la moto le obedecía, como si las ruedas estuvieran encajadas en una vía férrea. Y sintió un placer que se expandía por su cuerpo, le henchía el alma y se desparramaba entre los árboles y por los taludes de la carretera. No era solo adrenalina. Antes de salir de casa, Wilson se había fumado un porro bien cargado. Un chocolate de flipar en colores que le había pegado un subidón que te caga’ y no lo dejaba adormilado. Wilson sabía lo que era el chocolate del bueno, de vez en cuando le gustaba fumarse un buen peta. Sin embargo, su bussiness era otro, más rentable. Coca, fa’lopa, perico, blanca, frula, milonga... Estaba contento: la que llevaba hoy era de puta madre y tenía un contacto en Sitges que era un crac y que sabría moverla entre los frikies y los pijos del Festival Internacional de Cinema Fantàstic.

A pesar de sus diez años y de haberle costado dos mil euros, la moto petaba bastante bien. Aprovechando las rectas, que eran breves, Wilson levantaba la cabeza para frenar el viento con el pecho. Se sentía en la proa del Titanic, como Leonardo DiCaprio en la película sobre el naufragio del trasatlántico. Le entusiasmaba la película. Tiempo atrás, le ponía el DVD a su hermana pequeña, Vanessa, cuando su madre se iba a limpiar casas y los dejaba solos. Siempre acababan llorando al final. Después tenían como ritual poner a todo volumen a Céline Dion cantando My Heart Will Go On y salir al balcón del piso de Badia del Vallès, que la imaginación transformaba en la proa del Titanic. Se situaban en una esquina, sobre la plazoleta, Vanessa con la barriga contra la barandilla, mientras él, por detrás, le estiraba los brazos como si volara. Y gritaban: «¡Toy volando!». Siempre había algún vecino que les chillaba que hicieran el favor de volar de una vez.

Ahora Wilson volaba en las curvas más anchas y más suaves, mientras entraba reduciendo a cuarta, con la rodilla casi rozando el suelo, prácticamente sin frenar, para salir con una aceleración continua, como si avanzara por un camino de seda. Gracias a la luz viva de los faros de la moto, y bajo los efectos del hachís, sentía que el paisaje se desplegaba ante él: las rocas, los árboles y los palmitos aparecían a su paso, existían gracias a la moto y desaparecían en la oscuridad a medida que los superaba. A la entrada de las curvas la claridad acariciaba los árboles, descubriéndolos a una velocidad de prodigio. También brillaban las líneas blancas de la carretera y los reflectores de las barreras de seguridad, que marcaban su compás, más acelerado en las rectas, más lento en las curvas pronunciadas.

Concentrado como estaba en el ritmo de los reflectores, no prestó atención al giro de una curva traicionera que se asomaba sobre el mar. La rueda delantera perdió el contacto y ya no pudo buscar la inclinación adecuada y enderezar la moto para salir de la curva. Los segundos se le hicieron eternos mientras caía, hasta notar el roce del carenaje sobre el asfalto. Al dejarse ir, los faros de la moto iluminaron hacia el agua y Wilson tuvo que sumergirse, rodando, en la oscuridad durante unos segundos terribles en los que no supo si iba a chocar de cabeza contra la valla o pasaría por debajo y se precipitaría por el barranco. Y mientras él se deslizaba hacia el arcén, la moto colisionó contra la barrera, la superó y quedó anclada en el borde del precipicio.

Wilson pensó antes en la moto que en sí mismo. Los faros lo deslumbraban, porque ahora habían quedado apuntando hacia él y la carretera. Se levantó, dolorido y con el muslo derecho ardiendo por la rascada en el asfalto. Enseguida se dio cuenta de que apenas podía mover el brazo derecho, que sentía unas punzadas insoportables en el hombro y que un bulto extraño acababa de salir bajo la chupa de cuero.

—¡De’grasiao de mielda! —masculló bajo el casco. Seguro que tenía la clavícula derecha rota.

No se veía capaz de volver a poner la moto en marcha y salir a la carretera en aquellas condiciones. Más que la moto, lo que de verdad le preocupaba era la maleta y la mercancía que llevaba. Joder, qué mala suerte. Si una patrulla de la policía lo encontraba accidentado, se lo llevaría al hospital, llamaría una grúa para la máquina y alguien acabaría descubriendo que en la maleta, además de unas botas de goma para la lluvia y una caja de herramientas, llevaba un cargamento de casi medio kilo de cocaína en bolsitas de uno y dos gramos, para vender a sesenta euros el gramo. Treinta mil euros del ala.

Al intentar saltar por encima de la barrera de seguridad, la pierna izquierda también le falló. No notaba nada roto, pero le resultaba imposible levantarla. A pesar del dolor de los golpes, en especial la fractura del hombro, que latía bajo la chupa, decidió pasar por debajo de la valla, reptando con el brazo izquierdo, poco a poco y gimiendo de dolor.

La maleta no estaba a la vista, la creta de tu madre. El impacto la había desprendido del anclaje. Se quitó los guantes con ayuda de los dientes. Cerró la llave de la gasolina y apagó el contacto con la mano izquierda, dudando de si debía girar la llave hacia un lado o el otro. Después sacó el móvil y encendió la linterna para buscar la maleta. El esfuerzo le empañaba la visera y se sentía oprimido dentro del casco. Le costó horrores quitárselo. Lo dejó en el suelo. Iluminó el talud, las rocas, los arbustos. Enseguida vio que la maleta había rodado por la pendiente y había quedado apoyada contra un palmito, muy abajo. Wilson resopló y decidió bajar. No le quedaba otra que recuperar la mercancía. Después ya tendría tiempo de pensar cómo montárselo para regresar a casa.

El descenso se le hizo eterno. Notó en el pie izquierdo el calor aceitoso de la sangre, y una sensación como de anestesia, como si dispusiera de una tregua más allá del dolor. La maleta se había abierto y su contenido había caído seis o siete metros más abajo, sobre las rocas. Con la linterna del móvil, maldita chapeadora, Wilson vio, mielda, mielda, las bolsitas de coca desparramadas brillando más abajo. Imposible seguir bajando. Comenzó a recoger las bolsitas de coca que tenía más a mano, entre los palmitos, y antes de tomar conciencia de que ta

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