El nudo Windsor (Su Majestad, la reina investigadora 1)

S. J. Bennett

Fragmento

Capítulo 1

1

Hacía un día de primavera casi perfecto.

El aire era fresco y puro, y en el cielo, de un azul púrpura, sólo se veían estelas de condensación. Frente a ella, tras las copas de los árboles de Home Park, el castillo de Windsor resplandecía con fulgor plateado bajo la soleada luz de la mañana. La reina detuvo su poni para admirar las vistas. Nada reconforta tanto el alma como un paseo matutino por la campiña inglesa. A sus ochenta y nueve años todavía se maravillaba ante la obra de la Creación... O de la evolución, para ser más precisa. Pero en un día así no era fácil obviar a Dios.

Si tuviera que elegir una de entre todas sus residencias sin duda sería ésta. Ni el palacio de Buckingham —que era como vivir delante de una rotonda en un bloque de oficinas bañado en pan de oro—, ni Balmoral, ni Sandringham, por mucho que las llevara en el corazón. Windsor era su hogar, ni más ni menos. Aquí había pasado los días más felices de su niñez —el Royal Lodge, las obras de teatro en Navidad, los paseos a caballo—, y aquí venía todos los fines de semana para descansar de las extenuantes formalidades de la ciudad. Además, aquí estaban enterrados papá y mamá... y también Margarita, a su lado, los tres juntos en aquella cripta tan acogedora, aunque no había sido fácil acomodarlos en un espacio tan pequeño.

Si alguna vez estallaba la revolución, se dijo, pediría que la dejaran retirarse aquí. Como si los revolucionarios fueran a permitírselo; de hecho, seguro que la obligaban a hacer las maletas... ¿Y adónde iría? ¿Fuera del país? En tal caso, se exiliaría al estado de Virginia, que además de llamarse así por su homónima —Isabel I, la reina virgen—, había sido cuna y hogar de Secretariat, el purasangre que ganó la Triple Corona en 1973. En realidad, si no fuera por la Commonwealth y por el pobre Carlos —y por Guillermo y el pequeño Jorge, que irían tras él en la línea de sucesión después de todo aquel espanto—, no era una perspectiva tan terrible, ni mucho menos.

Pero el sitio ideal sería Windsor. Aquí, una podía soportar cualquier cosa.

Desde esa distancia, el castillo se alzaba apacible, ocioso y medio dormido. Nada más lejos de la realidad. Ahora mismo en su interior se arremolinaban unas quinientas personas, todas entregadas a sus quehaceres. Era como un pueblo, y tremendamente eficiente además. A ella le gustaba imaginárselas en plena faena: al mayordomo mayor repasando las cuentas, a las criadas haciendo las camas tras la pequeña fiesta de la víspera...

Sin embargo, ese día una sombra de tristeza lo empañaba todo. Esa misma mañana habían encontrado muerto en su cama a uno de los jóvenes que había actuado por la noche. Al parecer, había fallecido mientras dormía. Ella había estado conversando con él; de hecho, incluso habían bailado un poco. Era el pianista ruso al que habían invitado para amenizar la velada. Tenía mucho talento y era muy atractivo. Qué terrible pérdida para su familia...

En lo alto del cielo, el rugido sordo de un motor ahogó el canto de los pájaros. Desde la silla de montar, la reina oyó un silbido agudo y alcanzó a ver un Airbus A330 que iniciaba el descenso para aterrizar. Cuando una vive bajo una ruta de vuelo del aeropuerto de Heathrow se convierte en una experta avistadora de aviones, aunque reconocer todos los aparatos de la flota mundial de aeronaves de pasajeros sólo por su silueta no le parecía una habilidad para lucirse en las fiestas. El ruido del avión la arrancó de sus pensamientos y le recordó que debía volver a sus papeles.

Lo primero que haría, se dijo, sería preguntar por la madre de aquel joven. Ella no solía mostrar demasiado interés por los problemas de los demás —con los de su propia familia tenía más que suficiente—, pero en este caso tuvo el presentimiento de que debía actuar de otro modo. Cuando su secretario personal le había dado la noticia, lo había hecho con una expresión muy rara en la cara. Por mucho que sus empleados se esforzasen en protegerla de cualquier desgracia, ella notaba que algo no iba bien sólo con mirarlos. Y en este instante se dio cuenta de que, en efecto, ahí dentro se estaba cociendo algo.

—Vamos —le ordenó a su poni.

A su lado, el mozo de cuadra también espoleó en silencio a su caballo.

Bajo el recargado techo gótico del pequeño comedor de gala, el desayuno llegaba a su fin. El caballerizo mayor, encargado de los caballos de competición de la reina, compartía huevos con beicon con el arzobispo de Canterbury, el ex embajador de Moscú y unos cuantos rezagados de la noche anterior.

—Una velada interesante —le comentó al arzobispo, sentado a su izquierda—. No sabía que bailaba usted el tango.

—Tampoco yo lo sabía —refunfuñó su acompañante—. La señora Gostelow prácticamente me llevaba en volandas. Las pantorrillas me están matando. —El arzobispo bajó la voz—. Dígame, en una escala del uno al diez: ¿hasta qué punto hice el ridículo?

El caballerizo mayor contestó con una mueca.

—Por citar a Nigel Tufnel, digamos que fue un once. Creo que nunca había visto a la reina reírse tanto.

El arzobispo frunció el ceño.

—¿Tufnel? ¿Quién es? ¿Estuvo aquí anoche?

—No. Es un personaje ficticio, un guitarrista de un falso documental sobre heavy metal.

El bailarín reticente sonrió avergonzado.

—Ay, Dios mío.

Se inclinó para frotarse la espinilla bajo mesa y su mirada se cruzó con la de una joven guapísima, delgada como una modelo, sentada frente a él. Sus iris grandes y oscuros le llegaron al alma, y cuando ella esbozó una leve sonrisa, el arzobispo se sonrojó como un monaguillo.

Pero no había sido más que una casualidad. Masha Peyrovskaya no lo estaba mirando en realidad; ni siquiera se había dado cuenta de su existencia. Para ella la noche anterior había significado la experiencia más intensa de su vida, y en ese momento rememoraba absorta cada segundo de la velada.

«Cena y pernocta —se repetía mentalmente, practicando—. Cena y pernocta. La semana pasada nos invitaron a cenar y pernoctar en el castillo de Windsor. Ah, sí, con Su Majestad, la reina de Inglaterra. ¿Nunca te han invitado? Es un lugar maravilloso. —Se imaginaba diciendo, como si le ocurriera cada semana—. Yuri y yo teníamos habitaciones con vistas a la ciudad. Su Majestad usa el mismo jabón que nosotros. Es una mujer muy divertida, cuando llegas a conocerla. Y lleva unos diamantes que son para morirse...»

Su marido, Yuri Peyrovski, intentaba reponerse de una resaca monumental con un brebaje a base de verduras crudas y jengibre que le había preparado el camarero siguiendo sus indicaciones. El personal de palacio era eficiente, desde luego. Yuri había oído el rumor de que la reina guardaba los cereales del desayuno en botes de plástico (aunque esa mañana Su Majestad no había bajado a desayunar con sus invitados), y él mismo había esperado encontrarse con la clásica decoración shabby chic tan propia de los ingleses —es decir, casas mal conserva

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos